Adrian Gonzalez Resendiz.

SINOPSIS.

» El ángel que disemina el mal, busca en su castigo la redención»

La lectura del texto inicia como una novela de género negro. Donde a finales de la década de 1980, en una indeterminada ciudad portuaria norteamericana, se pormenoriza los preliminares de la investigación del homicidio de una mujer. Cuyas circunstancias involucran drogas y sexo duro. Y donde el detective a cargo, un hombre empedernido, soberbio y alcohólico. Quien considera haber atestiguado los aspectos más aberrantes de la conducta humana y, supone él, ya nada puede sorprenderlo. Será orillado, sin concesiones, a descubrir su propia oscuridad interior.

Sin embargo, en su desarrollo posterior, el texto dará varios giros. El primero, está novela negra, en realidad es la lectura para corrección de un manuscrito fallido y postergado por años, que durante una madrugada realiza su autor.

Así, se irán intercalando la lectura del manuscrito y, en segunda persona del singular, las reflexiones del álter ego del autor sobre la imposibilidad para concluir su obra.

Ambas parte tienen una conclusión anecdótica única y diferente, pero se pretende, que en esencia, ambos finales posean una ambivalencia coherente, pudiendo encastra indistintamente uno lugar del otro.

«El ángel que disemina el mal , busca en su castigo la redención»

Ethan Cook, descubrió aquel epígrafe escrito en un rústico trozo de papel ambarino, que yacía sobre una pequeña mesa de caoba, junto con un candelabro de hierro forjado y un pequeño látigo de punta bífida rematada con minúsculos plomos. Y pese a la ambigüedad religiosa contenida en la frase. Cook, estudió el ámbito sin relacionarlo en ningún aspecto con un templo. Rechazó también, el asociar que el cadáver expuesto ahí, representara los despojos del sacrificio a una oscura deidad, pues ningún objeto del entorno sugería el concilio de un macabro ritual litúrgico.

En el lugar, enmohecidas y geométricas estructuras de acero sostenía los elevados techos, desde donde la dosificada iluminación eléctrica, se precipitaba e inducía en el gran salón, un agudo juego de claroscuros en azul sepia. Un peculiar efecto ideado para resaltar dentro de varias isletas luminosas, la eclectica colección de rarezas que contenía.

Desde la penumbra aérea, pendían largas tiras de finas cadenas, dispuestas en pares, unas finalizaban en estilizados garfios o arneses y otros en grilletes. Exhibía un sobrio mueble empotrado en un muro, una variada parafernalia de látigos y fuetes. De pequeñas lanzas y paletas de madera. Algunos puñales de apariencia suntuosa. Y finos guantes femeninos, transformados en tortuosas garra por afiladas uñas de plata. Manoplas y collares de cuero incrustados con picos metálicos. Algunos dildos y otras curiosidades eróticas.

Y entre los aparatos (singular por lo evocador), era la reelaboración de un llamativo mecedor infantil, un sonrosado caballito de madera, aunque de proporciones adultas, con grilletes de carnaza sustituyendo bridas y estribos. Quizá utilizado para recrear la fantasía de azotar un colegial. El aire ascendente de la calefacción permitía serpentear a un palmo del piso, a otra corriente de aire húmedo y frío. Los muros, de una piedra gris y arenisca, parecían resguardar ásperamente la secreta y solemne morbocidad de los placeres prohibidos.

El detective, atenuando con un pañuelo la respiración de las pesadas fetideces mortuorias, caminó en torno al cuerpo femenino. El cadáver descansaba con el dorso arqueado, al pie de un gran apero de madera, la variación semicircular de un potro de tortura medieval, ornamentado con esmeraldas tallas de explícitas esenas sexuales.

Visibles magulladuras en tobillos y muñecas, sugerían que el cadáver había permanecido sujeto a aquel instrumento. Su cabeza, coronada con la llamarada de una peluca pelirroja. Los brazos abandonados, las piernas recogidas en ovillo y calzadas con altas botas de piel negra, daban al cadáver la apariencia de una sombría marioneta arrumbada.

El cuerpo presentaba una palidez exangüe y su semidesnudez era rebosada por ínfimas y ceñidas prendas de naturaleza sadomasoquista, en cuero, cadenillas, remaches y cierres metálicos. En el semblante de la mujer, el frío azul de su mirar y una colorida capa de maquillaje, agravaba el dramatismo de su rostro con la impostura del mascarón de un arlequín grotesco.

«Una ceremonia iniciática, pensó Cook, o de purificación interior.»

Pero su lógica, de una dinámica directa y sencilla, minimizó tal consideración.

«Para un crimen tan brutal, concluyó él, la frase y el artificioso decorado del lugar redundaban pretenciosamente.»

Cook, no intentó disociar, que la recargada atmósfera era la manera como la víctima extrapolaba a la realidad su oscura simiente interior. E inverso, aquella frase escrita, era un mero asomo a la todavía más asfixiante y convulsa realidad interior del homicida.

Solo tiempo después y al cauce de nuevos crímenes perpetrados por el mismo individuo. Intentando alcanzar alguna certidumbre, Cook retomaría esa variante. Por ahora, él apenas concedió que entre víctima y victimario parecía haber existido una complicidad anómala.

Cook, releyó la frase y dedujo por el uniforme trazo cursivo, que al escribir, nunca medio la prisa, ni la improvisación, tampoco la ira. Al contrario, si una placentera premeditación. Todo el aberrante conjunto era la culminación de una fantasía morosamente acariciada por el homicida. Cook intuía esa circunstancia.

Y sin embargo, acaso distraídamente y tentado por los supuestos, el detective consideró las facetas más obvias el la ambigüedad de la frase.

«¿Quién representa al ángel? Meditó él. El homicida, con un rastro de culpa, que busca ser atrapado y encontrar en su castigo la redención. O la víctima, a quien se le imponía trocar su existencia para alcanzar la expiación de sus culpas.»

En es punto, Cook desistió de especular. Quizá de perseverar hubiera podido concluir, que el homicida se revelaba contra su propia sentencia. Él, agravaba las culpas de la víctima, al proyectar y sumarle a ella, sus propias culpas. Logrando juzgar a la mujer más sucia y degradada que él mismo. Entonces, en un único y escabroso acto lustral de doble expiación, el asesinato de la mujer se transformaba en un mero suceso incidental, abstracto e ingrávido, justo. Y lo realmente trascendente para el homicida, creía él, que al asesinar a la mujer conseguía destruir a los demonios de ambos.

Pero el pragmatismo de Cook lo interesó más en examinar acusiosamente aquel cuerpo, tan próximo como le permitía su sentido común y sus veintiún años de experiencia policial, los trece precedentes en el departamento de robos y homicidio, para no alterar ninguna evidencia.

Desde la orilla del charco de sangre coagulada y aún velada por la pelambre pelirroja, la herida de un degüello parecía la causa más probable de muerte, inferida quizás con uno de tantos trozos de espejo, dispersos azarosamente por el piso. Por sus brazos, con diferentes grados de sanación, se apreciaba una frenética maculación de pinchazos de hipodérmica. Cook, observó que las fosas nasales de la mujer presentaban una inflamación reseca. Y le pareció natural, afirmar que era una adicta consuetudinaria.

-Estúpida viciosa -sentenció.

Si bien, lo descubierto por Cook, era poco ortodoxo e influía en su discernir, él cuantificaba esos detalles como incidencias superficiales. Su juicio ya había simplificado el caso e impuesto la convicción de atestiguar. Más allá de lo pretencioso o excéntrico. Un crimen ordinario. Un homicidio ejecutado por un amante degenerado, que inducido por un juego de perversión y drogas, sobrepasó sus oscuras faenas amatorias.

Cook, con ese escueto orden de ideas cerró el círculo perfecto de una serpiente que muerde su cola.

«El asesino, pensó él jactándose, sería identificado y capturado sin grandes complicaciones.»

-¿Qué opinas, será bíblico? -Marshall Preston, el subordinado de Cook, se acercó y comentó al referir la frase.

-Sandeces -Cook desdeñó. -Revisa las otras habitaciones y encargate de los detalles.

-Seguro chief.

Ni la costumbre del oficio permitía al detective superar cierta aversión por la sangre. Tras guardar su pañuelo lo asaltó una leve náusea. Él, que aún no cenaba, asoció ambas ideas y sintió repulsión.

Cook, se despidió. Cruzó la singular cámara adaptada dentro del departamento. Por el corredor cedió el paso al arribo del fotógrafo y el equipo forense.

-Tardaron demasiado -Cook los increpó.

-Hoy -un camillero bromeó al paso, -atendemos bajo escrupulosa reservación, sargento.

«Otro día violento, pensó Cook.»

Descendió una rupestre escalinata semicircular, que desestimando su funcionalidad había sido concebida como una ornamental caída de agua, sus proporciones eran desmesuradas y, la baja altura y excesivos peldaños acentuaban su anacronismo. Cruzó el vestíbulo, los muros habían sido desencalados caprichosamente, creando diversas e irregulares texturas de ladrillo vivo. En contraste, los pisos lucían un inmaculado mosaico negro y los complementos decorativos, en blanco puro, eran de tendencia minimalista, cuya ostentosa insipidez y practicidad le parecieron detestables a Cook. El lugar, era un pretencioso conjunto de cuatro enormes loft o seudo estudios artísticos, sobre construidos dentro del cascarón de una antigua bodega, ubicada en la periferia de la casi obsoleta zona portuaria. Barrió que en tiempos recientes se había convirtiendo en un asentamiento habitacional y comercial preferido por una clase media alta emergente. La ríspida fachada original del edificio, elevada liza y ciega, había experimentado un escrupuloso remozamiento. Se constriñó su enorme portal original a dimensiones más humanas, para lograr encajar un zaguán de hierro herrumbroso y vidrios ahumados. Ocho simétricos ventanales de la misma forja. Pretendiendo que la edificación fluyera por la corriente de un estilo posindustrial, un vanguardia artística de boga en algunos círculos sociales e intelectuales. Y cuya apuesta angular, era haber logrado conservar un techo de dos aguas revestido de láminas de zinc y casi el total de la antigua pintura, dos tonos de un intrépido verde ocre, erosionado y blanqueado por los estragos salobres del viento marítimo.

Ethan Cook, salió y con un vago ademán se despidió de la guardia de oficiales uniformados que custodiaban la entrada principal. Inherente a él, sintió enfado, al percatarse que pese al mal clima, al conjuro de alerta convocado por las ululantes torretas de los autos policiales, el morbo ya había congregado a una fauna de curiosos. Cook pasó bajo el cerco de cinta plástica y encendió un cigarrillo. Mientras caminaba con indiferencia entre el bullicio, él escupió una mucosidad marrón.

El helado viento que soplaba desde la bahía, paseaba una tenue bruma por las calles circundantes, trasminada por el alumbrado artificial, esa palidez inducía sombríos matices en un vaporoso ámbar.

Cook subió a su Mustang y arrancó.

Minutos después, al conducir por Paramount boulevard, bocanadas de veloces reflejos impactaban los cristales de su auto. Exhalados por la infinidad de multicolores marquesinas que maquillaban con luminiscente neón, chillante e incitante, los entresijos de oropel y sordidez nocturna del lado éste de la metrópolis.

Deseosos de cierto esparcimiento o un total desenfreno, una bulliciosa masa de individuos fluía por el boulevard. Velados sus temores y recelos, los felices transeúntes se aprestaba a elegir entre la infinidad de bares y demás tugurios que saturaban el barrio de tolerancia. Esas tan roñosas como ensoñadas e imprescindibles aceras, como las aceras de cualquier zona roja, de cualquier otra ciudad del orbe. Aceras divididas en pequeños filones de dólares, dominadas con oculto frenesí (en espera de víctimas), por la ostentosa exhibición de businessman marginales, incitantes prostitutas caminadoras, traficantes retadores, vagos sombríos y otros actores en medros acecho.

De golpe, al descubrirse en Lincoln park la perspectiva inmediata del centro de la metrópoli, Cook capturó en una fugaz impresión, la irregular geometría de los rascacielos ciñéndose en una silueta única y rotunda, hasta rematar en un fiero horizonte de acero y concreto que, de tajo cercenaba la oscuridad rojiza y remota del cielo crepuscular.

«Casi termina el invierno, pensó Cook, somnoliento.»

Al día siguiente, dentro del precinto policial, inmerso en su misantropía. Fumando mientras paladeaba un acre café sin azúcar. Rodeado de documentos desordenados sobre su escritorio y punteando con los índices las teclas de una vieja olivetti, Cook realizaba los gravosos reportes de otros casos.

El detective poseía un satisfactorio historial respecto a sus logros, censurado en cuanto a sus métodos y a su disciplina pero tolerado. Su carácter arrebatado e idealista de la juventud, con el devenir del tiempo y las vivencia policiales, se había endurecido y encausado hacía la beligerancia. Cook, se sabía resguardado por un sistema de justicia susceptible de manipulación. Donde, según conviniera, él podía transgredir los limites de sus funciones y manejar su muy particular código ético.

Cook, tenía dos máximas: el poder sólo busca consenso para decisiones ya tomadas, cuando no, imponerlas. Y, quien delinque, al transgredir los derechos de los otros individuos, reniega y renuncia a los propios.

Cook, ejercía así su pequeño poder, siempre encontrando oscuros resquicios para hacerlo encajar con las leyes escritas.

Respecto a la extorsión y el soborno, sin mediar razones morales o de coraje, Cook se mantenía limpio. Él reconocía a la codicia con su inerente carga de estupidez, como una fuerza degradante pero vital del espíritu humano, totalmente imprescindible. Y cuando los recurrentes vicios de alguno de sus compañeros excedían su suerte y eran descubiertos, Cook, sólo los despreciaba. Además, él compartía el pesimismo general, de que sería infructuoso emprender una cruzada para sanear la corrupción del departamento policial.

«El dinero fácil quema, era una secreta sentencia, pero el mundo entero está en llamas. Y qué le vamos ha hacer.»

A media mañana, Marshall Presto recibió una llamada telefónica para ofrecerle indicios sobre una serie de robos violentos y que incluían algunos estupros, que desde meses atrás venían sucediendo en el entorno de Lagrange street. La pareja de detectives acudió a hacer las indagaciones correspondientes.

Esperaron en el punto acordado pero el soplón que los contacto nunca apareció. Luego de rondar las cercanías en su busca, la pareja de detectives se abocó a presionar a varios jovenes que peloteaban sobre un aro empotrado en un árbol.

– …son basura blanca -comentó uno de los muchachos. -Y hermanos renegados, que bajan de los suburbios. Hermano

-Y ustedes -se burló Preston, -lo permiten vagos. Es su territorio, ustedes los verdaderos lacras.

-La próxima vez… -intentó blofear otro joven.

-Cuando regresen, -lo interrumpió Preston. -Se joderán a tu madre y a tu hermana. Y no harás nada. ¡Sabes por qué, negro!

-¿Por qué cerdo? -el chico retó a Preston.

Antes de que continuarán caldeando los ánimos. Cook concilió y sutil retiro a Marshall Preston.

-¡Oye hermano! Ése blanco te regentea… -señaló un muchacho

-Sí, eres la perra de ese cabrón blanco. -Ladró otro chico.

Cook, se volvió. Con un gesto severo les recordó a los jóvenes la reputación que ostentaba, de intolerante pero justo. Muñequeó un ademán obsceno y se marchó con Preston.

Ya en el auto, más sediento que frustrado o enojado. Cook sermoneó a su compañero.

-Imbécil -sentenció paternal. -Si quieres que sangren, hazlo cuando valga la pena.

En silencio, Preston lo escuchó vociferar mientras conducía hasta Paramount boulevard, Cook detuvo el auto y descendió.

-Debo hacer algo, -le indicó. -Te veo luego.

En el año que llevaba asignado con Cook, Marshall Preston se había habituado a sus desplantes de alcohólico arrogante.

-¿Y si pregunta el teniente? -le cuestionó ya volante en mano.

-Trabajo encubierto, chico.

Cook se dirigió a Alegory, un nudist bar austero e independiente. Cuyo auge, meses atrás, decayó luego de un sospechoso conato de incendio.

«Consecuencia de omitir el pago de alguna extorsión, se decía.»

Cook atravesó el antro entre las sombras y las luces de iridiscentes colores, entre las sonrisas plásticas de carmín y las desnudeces de las strippers. Su presencia hostil no pasó inadvertida, pero todos el mundillo de Alegory simuló indiferencia. Cook se aisló en el rincón más lejano de la pasarela.

Fumó tres cigarrillos mientras consumía dos whiskies e impasible, contemplaba, entre otros, el show de Becky. Una chica punk que ejecutaba un arrebatado striptease al ritmo de I will survive. Espectaculo que pese a la escasa clientela, la nudista, embelesaba con su danza, evitaba acercarse e incitar con los lascivos meneos de su carnalidad, a la astringente mirada de Cook. Como las demás mujeres del tugurio, lo sabía policía y le inspiraba desconfianza.

«Un despreciable bastardo, lo vilipendiaban ellas. Avaro e impotente.»

Dos horas después, Cook regresó al precinto. Y antes de finalizar su turno, revisó los informes preliminares del homicidio descubierto la tarde anterior.

En el departamento se encontraron varios cientos de dólares, joyería de algún valor y un pequeño arsenal de diversas drogas. Circunstancias que descartaba el robo como móvil del crimen.

«Al menos, pensó Cook, que el homicida hubiera sustraído algo más singular.»

Pero el detective desestimó tal idea. Abocándose sólo en ahondar en el pasado de la víctima.

Su verdadero nombre, exhumado de viejos archivos gracias a un único arresto, cuando ella, siendo joven, se iniciaba en la prostitución, era Mary Ann Smith. Pero la mujer, usaba el presuntuoso sobrenombre de Odessa Blookblak. Trabajaba en una sex shop de Lexington avenue. Negocio que trascendía lo exhibido en aparadores y catalogos, proveyendo clandestinamente, una urdimbre de servicios y productos para satisfacer cualquier parafilia. Ella llevaba una existencia oscura para sus vecinos. Quienes sólo coincidieron en señalar un inusual tránsito de visitantes en horas tardías. Y la llegada en una fecha imprecisa del año anterior, de un hombre caucásico. Ese hombre habitualmente vestía playera, jeans y converse. Combinados siempre con una única chamarra negra de cuero luido, dando la impresión no de vestir casual y desenfadado como pretendía, sino de lucir descuidado y sucio.

Ese hombre respondía al nombre de Queen.

Cook, suspendió su trabajo al oscurecer y se dirigió a Bertha´s bar & grill. También ahí, la agria presencia del detective contrastaba con la despreocupada algarabía y cierta estridencia de la clientela recurrente. Atendido por una mesera cordial y solicita, pero abrumada de trabajo. Ethan Cook, monótona y pausadamente ceno lo habitual, una ensalada excedida de aderezos, un emparedado de atun con pan de centeno y cerveza oscura mexicana.

Llegó a su departamento entrada la noche. Mientras tomaba una ducha, escuchó algo de jazz en solos de sax. Y ya en cama, terminó de embriagarse en compañía de su gran amante, la soledad. Y, de sus dos únicos e incondicionales amigos, Jack Daniel´s y su Smith & West, bajo la almohada…

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