Desandanzas de un matemático ambulante

Desandanzas de un matemático ambulante

Rubén Mera

27/02/2018

—¡Verberebatium-spidinatis-nefastus-distrofia! —exclamó majestuoso el siquiatra, blandiendo enérgicamente el dedo índice, casi martillándole la nariz. Desde las alturas de su desvencijada butaca, testigo muda de quién sabe cuántas confesiones dementes, cuántos lloriqueos paranoicos, cuántas confidencias chifladas, se esforzaba sin éxito en aparentar interés por la historia que Rolo le contaba, acariciándose la barbilla con mecánico gesto circunspecto, intercalando a intervalos equidistantes hums, ajás y otras interjecciones, que más parecían gruñidos, para asegurarle que lo estaba escuchando. Rolo lo miraba asustado, humillado. La voz del siquiatra era firme, en la soberbia de su expresión se percibía la seguridad de los que nunca se equivocan, sus dictámenes eran irrefutables, sus diagnósticos infalibles.

—Eso es lo que tienes pibe.

—¿Es grave eso doctor? —se atrevió a preguntar con un hilo de voz.

—No tiene cura, pero hay tratamiento. Se trata de un caso de arritmia progresiva del cerebelo, las palabras preceden al pensamiento, irrumpen a borbotones y se precipitan hacia afuera sin que se las pueda contener.

Esa fue su sentencia y así habría de ser. Estaba decretado.

Esto ocurrió, quién sabe cuándo. O tal vez fue al año siguiente. ¿Y qué importancia tendría eso ahora? Lo cierto es que hace tanto, que ya forma parte de un remoto antaño que reverbera con queja distante en los entretelones del olvido.

Rolo había llegado al consultorio sin consulta marcada. Había deambulado largas horas sin rumbo por las calles de la ciudad vieja, tan llenas de gloriosa historia como de rufianes a la pesca de su presa. Epicentro de la burocracia infernal durante el día y de la mala vida al caer la noche. Buscaba en las puertas de las oficinas la plaquita que necesitaba para ahogar sus pesares. Caminaba por ese cacho de gesta heroica entre gente indiferente a la memorable epopeya, esquivando transeúntes con portafolios repletos de trámites engorrosos y expedientes abominables. Nacimientos y defunciones, casamientos y divorcios; litigios y reconciliaciones, desfalcos y embelecos; préstamos usureros, socios escamoteados, tramposos consuetudinarios. Su búsqueda no fue fácil; encontró arquitectos e ingenieros; médicos, dentistas y pedicuros; escribanos, abogados y otros estafadores; contrabandistas y hasta un exorcista, pero ningún sicólogo. Rebuscó por fantasmagóricos corredores nauseabundos de paredes ennegrecidas por la humedad. Transitó cien escaleras lúgubres y, lleno de espanto, otros tantos ascensores claustrofóbicos, máquinas prehistóricas que suben o bajan si se les antoja. Pero ni minga de sicólogo. “En la ciudad vieja nadie se vuelve loco”, concluyó. Buscaba en la ciudad vieja por ser más barato que en barrios distinguidos, donde las locuras cuestan un disparate. Recorrió las mismas aceras por las que próceres habían transitado cabalgando sus lustrosos corceles. Con sus museos invariablemente cerrados por reforma o por siesta y las plazas, donde ahora se sientan ancianos jubilados a pastorear su aburrimiento y atrapar cualquier pizca de sol de invierno que se filtre entre las ramas. Bajó por Misiones, en la esquina de Cerrito un viejito hacía maravillas arrancándole a un serrucho las notas de La Cumparsita. Subió hasta plaza Zabala, se sentó en un banco. El fundador de la capital lo miraba sereno, inamovible, con su hermética mirada de bronce. Dos ancianos en el banco vecino saboreaban el sol de setiembre y discurrían sobre el próximo aumento prometido a los jubilados, si era votado el lozano candidato populista.

—Nos va a aumentar las jubilaciones, va a duplicarlas, triplicarlas.

—Al fin podré llevar a mi esposa a la playa, que lo venimos planeando desde que nos casamos, que estábamos tan pobres que nuestra luna de miel se redujo a un fin de semana en carpa prestada. Dicen contigo pan y cebolla los que no la padecieron, pero nada, con la barriga vacía también el amor se vacía.

—Yo le voy a comprar un triciclo a mi nietito, que se lo vengo prometiendo desde que me jubilé.

Zabala los miraba con compasión. Pobres crédulos, parecía querer decir. Tantas veces había escuchado conversaciones parecidas. La gente se olvida rápidamente, pero las estatuas de bronce tienen memoria eterna.

Prosiguió su recorrida hasta que al fin, cuando estaba a punto de desistir, en el quinto piso de un edificio en ruinas, encontró esa plaquita, la cual luego de limpiarla cuidadosamente con un pañuelo, alcanzó a leer “Dr. Ca los G n ález, S qui tra”. Dudó un instante, habría preferido un sicólogo, pues él no estaba tan loco, y son más baratos. Pero no tenía alternativa, así que golpeó tímidamente a la puerta con tres golpecitos tartamudos.

—Tengo dos problemas doctor —le dijo a la figura que apareció frente a él no bien se abrió la puerta.

—Llegas a buen puerto y a buena hora —respondió el hombre— entra, ponte cómodo en el sofá, y vamos por vez, comienza por el primer problema.

Hablaba en tono benevolente, piadoso. Alto, espigado, anteojos de antes que desentonaban con una nariz aguileña. El pelo revuelto, la barba de ayer, ojeras que parecían bolsas de agua caliente. La camisa arrugada mostraba señales de haber sido blanca. El cuello desabotonado, la corbata floja, quizás para poder respirar en ese aire viciado por el humo del cigarrillo y el tufo de humedad. Sobre el escritorio, que parecía comprado en un remate de muebles usados, había una pila de papeles y archivos en premeditado desorden. La vetusta biblioteca ocupaba toda la pared. Sobre sus estantes arqueados por el peso de siglos de conocimiento y otros tantos de polvo, se percibía las Obras Completas de Freud. Un par de diplomas colgados en la pared, uno en inglés, aseguraban al cliente la idoneidad profesional del galeno.

—El primero es mental, doctor.

—Cuéntame, que para eso estamos.

Su expresión era afable, inspiraba confianza, una de esas personas que le cae bien a uno a primera vista, y al poco rato de conocerlo deja la impresión de haber sido un amigo de toda la vida. Se veía dispuesto a extenderle la mano al desdichado. Así que se embaló.

—El segundo es tangible, tengo poca plata.

—¡Ah! —Miró ceñudo hacia abajo frotándose la barbilla—. ¿Cuánto tenés? —preguntó, esta vez de forma abrupta. Ya no parecía más el amigo de siempre.

—Trescientos pesos.

—Contando las monedas llegaba a 325, pero pagarle con moneditas a un doctor la parecía un insulto.

—Con eso te da para diecisiete minutos y medio —dijo luego de hacer cuentas en unpapel— te voy a dar veinte, así que empieza rápido a contar.

Después de tres intentos infructuosos consiguió una posición adecuada en el sofá descangallado, esquivando un resorte que se le clavaba en el riñón y unos clavitos impúdicos que insistían en entrometerse dentro de la privacidad de los glúteos. No fueron necesarios los veinte minutos, con dieciséis lo arreglaron, para su alivio, pues él nunca fue amigo de la caridad. Tampoco pidió devolución por el minuto y medio que pagó y no usó. Le contó con congoja incidentes pasados, cómo siempre se metía en líos por no callarse a tiempo. Le explicó que las palabras se le escapaban de la boca antes de que su cerebro las hubiera compaginado. La primera vez que se manifestó cursaba ingeniería.

Voló en alas de sus pensamientos y aterrizó en un pasado no lejano, en los días que cursaba preparatorios de ingeniería. Había sólo una mujer en la clase, cosa común en aquellos tiempos, pues ingeniería no se consideraba una carrera femenina. Poseía belleza cautivante y gracia sin par. El primer día de clase Beatriz se sentó en primera fila, donde se suponía que se sentasen las chicas, los asientos del fondo estaban reservados para los varones. Cruzó recatadamente las piernas, cuidando que la pollera le cubriese las piernas por debajo de las rodillas; mostrar las rodillas era señal inequívoca de impudicia. La clase entera prestaba atención sólo a ella. Sesenta y un ojos, sumando treinta estudiantes completos y uno tuerto, clavándoseles por todas partes. Nadie reparó en el profesor de filosofía que en vano trataba de aburrir a la clase con Sócrates y Aristóteles. Ni siquiera el gordinflón con pinta de traga libros sentado a su derecha, a quien más tarde llamarían Platón, que la miraba de reojo por el costado de sus espejuelos espesos, le daba la más mínima pelota al profesor ni a la sabiduría de los helenos.

Sucedió al segundo día. Tenían geometría descriptiva. Ella y él llegaron temprano, se presentaron y hablaron de bueyes perdidos.

—Qué buena que estás —dijo de repente, así como quien dice qué calor. La frase salió íntegra, y resonó por los corredores, a esa hora vacíos de gente, no la pudo frenar.

—Que guarango eres.

Más tarde Rolo aprendería que guarango y otros adjetivos ásperos en la boca de una mujer pueden tener los significados más diversos y contradictorios, que esa funesta inferioridad masculina no permite descifrar, como cuando un rotundo no significa un categórico sí, una expresión áspera no es sino una tierna declaración de amor y un no me toques puede significar una ardiente incitación erótica. Sus disculpas subsiguientes sólo consiguieron empeorar la cosa.

—Que mirá que fue sólo una broma que lo dije sin querer que te digo que no que ni siquiera estás tan buena que bueno que sí lo estás pero que no quise decirlo así tan de repente que sólo estaba pensando en voz alta que me agarraste desprevenido que no lo tomes a mal que lo que pasa es que en ingeniería uno no está acostumbrado a ver chicas bonitas que se me escaparon las palabras que mirá olvidate …

Siguió metiendo la pata hasta que llegaron otros compañeros. Más tarde lo perdonó.

—Me agarraste desprevenida —le diría riéndose del incidente— si no te habría dado un bofetón, que bien te lo merecías por la insolencia.

—Pero si dije la verdad y tú bien lo sabías. ¿Es que sinceridad y buena educación son incompatibles?

—Pero hay verdades que no se dicen.

Rolo tuvo que aprender a convivir con la lógica de decir lo que no se piensa, pensar lo que no se hace, y hacer lo que no se dice. Nunca se adaptó a ciertas reglas de conducta, no tanto por rebelde sino porque no las pudo aprender.

Además de bonita, Beatriz era inteligente, sobre todo en matemáticas. Beatriz fue un error del Creador. El Padre Eterno se olvidó de ponerle un defecto. Carita angelical, ojos negros hechiceros, curvas deliciosas, una voz delicada, gracia sin igual. En la armonía de sus formas y movimientos, no se percibía un único detalle contrastante. Algún defecto debe tener, pensaba Rolo, recorriéndola de cuerpo y alma, buscándole el desperfecto que compruebe la justicia divina. Pero no, Beatriz era perfecta, generaba la envidia de las mujeres y la pasión de los hombres a su paso.

—Sigue, no te pares que no hay mucho tiempo. ¿En qué te quedaste pensando? —La voz del siquiatra lo devolvió al presente.

—¿Qué cree Ud. Doctor?

—Humm… cuenta más, aún te quedan trece minutos y medio.

—En otra ocasión casi perdí un examen de literatura.

El profesor había dicho que la biografía de Shakespeare no se puede creer.

—Es inconcebible que un hombre con poca escuela haya escrito esa obra monumental. Shakespeare no fue una persona sino un pseudónimo usado por diferentes escritores. Pero no lo repitan, pues los admiradores de Shakespeare estallarían de furia.

Más tarde, dando el oral en el examen de literatura, uno de los profesores de la banca le pregunta acerca de Shakespeare. Las palabras brotaron de su boca y no hubo forma de pararlas. Rolo las oía salir, descreído que pudiese estar diciendo una tal estupidez:

—Eran varios escritores bajo un mismo pseudónimo, un plagiador… eeeh…quiero decir… este… no… no es eso…

No la pudo parar a tiempo.

—¡Inaudito! ¿Quién le dijo ese disparate? —gritó indignado el profesor, saltando de la silla y poniéndose al rojo vivo. La sangre en plena ebullición le subía por las dilatadas arterias carótidas y llegaba burbujeante hasta lo alto de su lustrosa calvicie. Exaltado, vociferaba todo tipo de sonidos salvajes, rugía, gruñía, berreaba, barritaba.

. ¿Qué cree doc? ¿Estoy chucuflucu o soy un bobo irremediable?

—Hummmm…

En la penumbra del consultorio sus recuerdos se volvieron a las discusiones que había mantenido con ese profesor de literatura.

—Las matemáticas son abominables, antiestéticas, rígidas y grotescas. Los matemáticos se esmeran en afear el mundo con números toscos y fórmulas incomprensibles —había dicho a la clase.

—Y la literatura no es científica —respondió Rolo antes de poder pensar— ¿Cuál es la utilidad de la literatura en la construcción de un puente? Si Arquímedes y Galileo hubieran pensado sólo en palabras bonitas, las flores y noches de luna llena, ¿dónde estaríamos ahora? Si Newton se hubiera distraído, maravillado por la belleza de los manzanos en flor, la fuerza gravitacional estaría por descubrirse. ¿Para qué nos puede servir a nosotros, estudiantes de ingeniería, estudiar la Ilíada o las poesías de Bécquer?

—Para que te puedas parecer a un ser humano.

A pesar de esa discusión, o tal vez debido a ella, Rolo terminó desarrollando una relación de admiración y rebeldía con ese profesor, que se prolongó más allá del año escolar. Al año siguiente, cuando ya no eran más profesor y alumno, continuaron esas dialécticas metafísicas sobre ciencia versus arte. Se reunían todos los jueves en Le Refuge, el café de las inmediaciones. Entre cortados y medialunas, sostenían apasionadas discusiones que trascendían el ámbito de la literatura. Rolo era partidario de la verdad absoluta, demostrable, irrefutable. Apreciaba la certeza racional, el experimento reproducible. Por su lado, el profesor se inclinaba por el arte y la belleza en la forma, aun si para ello fuese necesario maquillar al mundo con cosméticos artificiales.

—¿Qué es la realidad? Un ómnibus abarrotado de gente sudorosa, empujando para subir, a los codazos para bajar, entre pisotones, disculpas e insultos, sólo para llegar unos minutos atrasado al empleo que se aborrece.

Ese profesor fue de muchas maneras el mentor de Rolo.

—Ustedes, pequeños proyectos de ingeniero, creen que dos más dos es cuatro y que con la regla de tres se pueden resolver los problemas del mundo. Yo digo que la línea recta no es necesariamente la distancia más corta entre dos puntos y que el todo no siempre es la suma de sus partes. ¿Qué utilidad tienen las integrales y las derivadas si no sirven para apreciar la belleza que nos rodea?

—Profesor, sin las matemáticas estaríamos todavía pintando bisontes en las cavernas.

—Quizás los cavernícolas fuesen más felices que nosotros.

—Profe, en el primer nanosegundo después del big bang, Dios creó a las matemáticas. Entonces se fue a descansar y dejó que las matemáticas crearan el resto de este maravilloso universo matemático, donde todo se reduce a fórmulas. Todo es matemática, el mundo entero puede explicarse por medio de ecuaciones. Las flores, los planetas girando con certeza matemática alrededor del sol, la romántica luna navegando perezosamente sobre los reflejos borroneados de un lago, los atardeceres anaranjados sobre los majestuosos mares, todo es una comparsa de ecuaciones desfilando sin cesar. Pitágoras predijo que todo es número. Él quedó maravillado cuando encontró una perfecta relación entre la longitud de una cuerda vibrante y la nota que emite. Ahora sabemos que música es matemática perfecta.

—Otro cortado con poca leche y un cruasán, por favor —pidió el profesor al camarero.

—Para mí un café bien cargado.

Rolo terminó desarrollando gusto y pasión por las letras.

—Matemáticas, profe, más que ciencia, es un arte. Al matemático, igual que al artista, no le interesan las aplicaciones de su producto. Hace matemáticas sólo por el interés de descubrir, por el placer de hallar la belleza en las formas deductivas. Arquímedes descubrió deleitado las propiedades de la parábola, que sólo encontraron aplicación dos mil años después para construir antenas parabólicas. La electrónica no existiría si no fuese por la obra brillante del genial matemático Carl Gauss. Fíjese que en su época ni siquiera se había inventado la electricidad. La matemática sólo se hace por la belleza de las ecuaciones, por el placer del descubrimiento. Matemáticas es arte pura.

—¿Te quedaste dormido? —la voz del siquiatra lo devolvió al mundo de los seres animados.

—Sólo pensando.

El siquiatra escribió el tratamiento, le abrió la puerta y lo despidió, palmoteándole misericordiosamente la espalda, dándole un empujoncito para ayudarlo a salir más rápidamente.

A Rolo no le pareció profesional que no le recetara remedios pero, al fin y al cabo, por trescientos pesos, no podría esperar una consulta con receta y todo.

SINOPSIS

En estilo satírico, burlesco, disparatado a veces, narra la vida de un matemático idealista, optimista, distraído, libre de espíritu, que no sigue los convencionalismos de la sociedad.

Entiende la importancia de su función, pues pueblo culto es pueblo humanizado, que progresa. Se esmera por enseñar a sus estudiantes, no ya a amasar números, sino las bases mismas del procedimiento racional, pretende hacer de sus alumnos hombres y mujeres lúcidos, capaces de análisis críticos, seres pensantes, y no meras máquinas repetidoras de conceptos establecidos y costumbres generalizadas.

De su audiencia sólo rebotan bostezos y desinterés. Si la sed de saber es lo que separa a los humanos de las otras especies, ¿dónde están?

Parte por el mundo en peregrinación en busca de los estudiantes humanizados, interesados en aprender, como lo fueron los griegos, que en algún lugar los debe haber. Brega sin descanso y sin éxito. Su frustración va en aumento al ver una generación que él veía perderse en un agujero negro banal de lasitud.

Sobrevienen pesadillas que pronto se transforman en alucinaciones, escenas irreales, fantásticas, que apelan a la imaginación del lector. Realidad y ficción se confunden obligando la participación del lector, encargado de decidir.

Cuando estudiante tiene discusiones filosóficas, metafísicas, con su profesor de literatura, que luego se continúan en su mente el resto de su vida, aún en ausencia del profesor. Arte versus ciencia, matemáticas versus Dios, pragmatismo versus idealismo, evolución versus creación. Puntos de vista originales son librados a la opinión del lector.

Algunos capítulos románticos muestran que Rolando es un ser sensible y no una calculadora electrónica. Matemáticas arte y amor, pues, no son incompatibles.

Es una crítica mordiente a ciertas costumbres sociales.

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