“Lo real crece, lo real avanza.

Un día todo será real y, cuando

todo sea real, será el fin”

Jean Braudillard


Día uno

Es probable que algunos recuerdos no lo sean en lo absoluto, así como muchos sueños sean parte de la aparente realidad. Algunas veces nos adentramos en el inescrutable territorio de las paradojas sin darnos cuenta de la sutileza de este cambio.

¿El último recuerdo puede ser el primigenio? Por lo tanto, en esencia ¿es un recuerdo?

En el preciso instante en que se alejaba la caravana de vehículos llevando nuestras dudas abordo, recordé como había comenzado toda aquella historia algo más de una semana atrás. Si es que aún nos podíamos fiar del paso lineal del tiempo.

Aquel pretendido primer día estaba saboreando una taza de aguardiente apoyado en el rellano de la ventana. La mañana era un desperdicio de tan bella. Contando las nueve horas de lunes a viernes, más las seis de los sábados, y las tres de viaje de promedio por día de trabajo, más las siete de sueño; nos queda un saldo de cincuenta horas de relativa libertad sobre las ciento sesenta y ocho horas semanales. Por si este cálculo no fuera suficiente para recorrer el corto camino entre la depresión a la alienación, sólo quedaba hacer un breve repaso de las posesiones obtenidas durante los últimos diez años: unos pocos muebles, enseres varios, un televisor con un lustro de uso, un reproductor de DVD malayo y un automóvil de segunda o tercera mano. Por supuesto que también mis gastos estaban cubiertos, casi, en tiempo y forma. Luz, gas, impuestos, alquiler y expensas de mi único ambiente con vista abierta a las terrazas de las casas vecinas. Que no dejaban de tener cierto encanto con sus sogas cargadas de telas multicolores, con predominio del blanco, con sus cacharros desperdigados por doquier, con alguna pelota de fútbol o un anacrónico triciclo, con patinetas que reverberan al sol, con sus macetas con geranios o malvones y jaulones con canarios o periquitos.

Llegado a este punto de mi divague matinal, tomé conciencia que se estaba haciendo tarde para mi rutina: al llegar a la oficina tendría que firmar el libro de asistencia, luego escuchar los pésimos chistes de Samy, después prender la computadora, ajustar el sonido de los auriculares, repasar el listado, hacer ciento veinte llamados. Con suerte rellenar algunas formas de venta y, a pesar de ello, escuchar las eternas quejas de la supervisora.

Al final del día saldría disparado de aquel edificio que se me antojaba siniestro, para soportar el atasco infernal hasta la autopista. Una vez en mi refugio cenaría algo ligero con mi segunda ración de vodka. Y algún Rivotril.

A dormir.

¿Dormir?

Por lo general mis sueños estaban plagados de situaciones absurdas pero familiares. Eran viajes imperiosos que sufrían diferentes contratiempos. Si me encontraba esperando el arribo del tren, este llegaba a otro de los andenes. Trataba de correr para darle alcance pero me perdía en alguno de los muchos pasadizos, puentes o por escaleras que desembocaban en el mismo lugar del que había partido. En las terminales de ómnibus sucedía algo parecido. Aparecía corriendo detrás del bus sin poder darle alcance. Las consecuencias que acarrearían la interrupción de estos viajes las ignoraba, pero se intuían funestas. En otras oportunidades, habiendo concretado el viaje; no podía llegar al lugar de la reunión, cita de trabajo, de estudios o lo que fuera. En estas circunstancias estaba desnudo rodeado de gente conocida o por conocer. El asunto es que no me daba cuenta de mi situación hasta que ya era tarde. Terminaba encerrado en algún baño público rogando ayuda. O en una búsqueda frenética de vestimenta que siempre terminaba en el más estrepitoso de los fracasos. En resumidas cuentas: despertaba más cansado que antes de acostarme.

La primera etapa de mi largo viaje matinal a ninguna parte comenzaba en el ascensor. Dependiendo de mi mala fortuna, podría escuchar las variadas conversaciones de mis vecinas; cuyos temas principales era el estado del tiempo o de diversas enfermedades.

—Yo sabía que iba a pasar algo así —dijo la del quinto B.

—Pero, ¿cuándo pasó? —quiso saber tercero E.

—El domingo. Parece que no reconoce ni a la esposa.

—“Lo cual no dejaría de ser una suerte, conociendo ciertas esposas” —pensé.

—¿A que clínica lo llevaron? —inquirió tercero E.

—A la del sindicato —retrucó quinto B.

Cuando llegué al vestíbulo caí en la cuenta quien era la persona que internaron en la clínica del sindicato.

La esposa de Rafael, el encargado, estaba baldeando la entrada. Las vecinas se le acercaron presurosas.

—Los médicos dicen que fue un colapso nervioso —dijo la afligida esposa—, estuvo cuarenta y ocho horas trabajando sin dormir, sin comer, sin tan siquiera pasar por casa.

No podía asegurarlo, pero era la primera vez que escuchaba de un caso similar. Sobre todo tratándose de Rafael.

Al llegar al garaje me encontré con Molina. Era inusual que estuviera tan temprano pues él pertenecía al turno de la noche. Me acerqué y luego de saludar pedí las llaves del automóvil. Molina me respondió con un gruñido. Luego se paró frente al tablero y se quedó mirando fijo los llaveros que pendían como buscando la respuesta a la cuadratura del círculo.

—Pablito ¿qué le pasa al viejo? —pregunté al encargado.

—Estamos esperando a Emergencias —me susurró Pablito—, está así desde anoche. No se quiso ir a la casa. Le hablamos y no nos responde. Parece ebrio.

—Creo que es ACV —dijo Rodolfo, un empleado del turno mañana.

—¿ACV? —indagó Pablito.

—Accidente cerebro vascular —fue la módica respuesta de Rodolfo.

—¿Cómo lo sabés?

—Mi esposa tuvo un ACV hace como dos años. Sobrevivió.

Pese a las demoras llegué con un cuarto de adelanto para el horario de entrada.

Aunque le hubiera vendido mi alma al diablo por una taza de café seguí derecho hasta mi cubículo. No es bueno enojar a los dioses temprano. El mío me esperaba mirando sin cesar su reloj de acero mientras golpeteaba su pie derecho en señal de impaciencia.

—Vas a tener que hacer el listado de llamados de Claudio, está enfermo —dijo por todo saludo.

El sobrecargo de trabajo me costaría salir un par de horas tarde. Sin pago extra.Lo mejor sería ir primero al baño a fumar un par de cigarrillos.

Al pasar por el puesto de Claudio lo vi sentado frente a su computadora. Estaba bastante tenso.

— ¡Hola amigo! ¿No estabas enfermo?

Claudio no me respondió. Continuó escudriñando su monitor con la mirada algo extraviada.

—Está ocurriendo —murmuró quedamente.

—¿Qué?

—Está ocurriendo —repitió.

En la pantalla de su computadora estaba abierto el portal del diario “Clarín”. Por el medio de la portada se había destacado una noticia:

EL MINISTERIO DE SALUD DESMIENTE EPIDEMIA

“Sólo son unos pocos casos, en su mayoría provienen de los países limítrofes…”

Más abajo se leía una nota suelta:

LLEGA DELEGACIÓN DE LA ORGANIZACIÓN MUNDIAL DE LA SALUD ENVIADA POR LA ONU

“Sería aconsejable una cuarentena preventiva, propusieron los expertos”

Claudio seguía con la mirada absorta vaya a saberse en que inescrutable misterio. Ya ni murmuraba.

En las últimas dos horas había visto tres casos similares. ¿Sería esa la supuesta epidemia? ¿Cuándo había comenzado? ¿Cómo intervino tan rápido la ONU?

Decidí arriesgarme. Si Samy o mi supervisora me veían navegando en la Web en horas de trabajo me podía considerar un cadáver.

DIFUSOS INFORMES SOBRE EL “VIRUS PSIQUICO”

“Los investigadores aún no han encontrado las respuestas para este raro brote de una enfermedad más extraña aún. Los afectados tienen en las primeras horas síntomas similares a los de un accidente cerebro vascular: perdida de la palabra, parálisis de uno o más miembros, ausencia de sensibilidad, falta del sentido del equilibrio, amnesia total o parcial. En las horas subsiguientes los enfermos entran en un cuadrosevero de autismo.

Las hipótesis sobre las causas de este malvan desde:

  • Una mutación del conocido” virus de la vaca loca”
  • La disminución de la capa de ozono y el efecto de los rayos cósmicos sobre el cerebro humano.
  • La influencia de las últimas “tormentas solares” ocurridas el mes pasado y la variación del campo magnético terrestre.

Incluso se manejan un par de informaciones “off the record”: algún experimento secreto fallido en nuestro territorio o las pruebas de una nueva “arma psíquica”.

Esto explicaría la llegada urgente de la delegación de la OMS y el pedido de la cuarentena preventiva.”

Esta información la había encontrado en el portal de un periódico sensacionalista, pero no dejaba de tener cierta lógica. Quizá lo más razonable era consultar una opinión profesional. La que tenía más a mano era la de Facundo, mi terapeuta extraoficial, que tendría que adelantar la cita de los jueves.

A media mañana recibimos la novedad. Se había decretado la cuarentena preventiva y la delegación de la “Organización Mundial de la Salud” con el apoyo de “Médicos sin Frontera” y la “Cruz Roja” realizaban un operativo sanitario masivo. Una verdadera pesadilla logística de monstruosas proporciones. Por lo tanto se requería la ayuda del Ejército Nacional y algunas tropas de la OTAN que habían llegado en las últimas horas.

Pese a ser una misión humanitaria se aplicaba el estado de sitio y el toque de queda.

Era por demás extraño. Según las informaciones esta epidemia no había causado muertes, salvo que se considerara algunos pocos tipos en estado vegetativo como muertos. De todas maneras nos despacharon para nuestros hogares.

Nadie opuso demasiada resistencia.

Era algo temprano para la cita con Facundo; por lo tanto decidí caminar algunas cuadras por el centro, revisar los anaqueles de libros usados o buscar alguna joyita perdida de jazz entre ciento de vinilos y cintas anticuadas. Estaba cerca del Centro Cultural General San Martín. Quizá hubiera alguna exposición o espectáculo gratuito.

Algo resultaba infrecuente y perturbador. En todas las esquinas había alguna camioneta del Ejército o de la Gendarmería. Los soldados cargaban armamento de guerra y todos portaban barbijo del tipo quirúrgico. Estaba cruzando la avenida cuándo vi el camión color arena con las letras en negro: UN.

—Buenas tardes señor, documentos, por favor —se acercó un soldado—. Le recuerdo que no se permiten las reuniones de más de cuatro personas y que el toque de queda es para las 20 horas. Sería aconsejable que vaya a su casa y permanezca allí hasta nueva orden.

La situación era absurdamente familiar. Eran algunos recuerdos de otras épocas, algo lejanas, pero presentes por oscuras y bárbaras. Sentí un fuerte vértigo cuándo advertí como unos muchachitos eran subidos a uno de los camiones y salían con rumbo incierto.

Traté de olvidar lo más rápido posible el incidente. Seguro que esto obedecía a otros motivos, más sanitarios se podría decir.

Cuando me acercaba al Centro Cultural me encontré con un viejo conocido. Un hombre alto, fibroso, de barba hirsuta y cabellos canos. Su vestimenta estaba ajada y sucia: unos jeans descoloridos, un pulóver y un sobretodo de lanilla azul como el que usan los marinos. Le gustaba que lo llamaran Juancito Caminador. Era un poeta vagabundo y callejero, que podía recitar de memoria poemas enteros de Raúl González Tuñón (1) o de Walt Whitman con su profunda voz de tenor. Estaba en eso:

«…la multitud de todos los países que se

/dirigen al Sur de la tierra

en busca del pan y de la muerte,

la multitud de todos los países que se

/dirigen al Sur de la tierra

en busca de la nostalgia y el olvido,

se detiene ahí donde oasis del viento patagónico

/a tierra estéril

lanza sus perros amarillos.»

La cosecha de Juancito fueron unos pocos aplausos y algunas monedas mientras repartía unos trípticos artesanales.

—¡Hola Ángel Gris! (2) —era una especie de broma interna entre los dos. Como él era el Juancito Caminador de González Tuñón, en su mente me veía como el nostálgico personaje creado por el negro Alejandro Dolina, aquel Manuel Mandeb que deambulaba por los míticos parajes del Barrio de Flores en busca de sus sueños perdidos,

—¿Qué tal Juancito? ¿Cómo anda lo suyo?

—Ya lo ve Ángel —dijo señalando una gorra raída en el suelo con algunas monedas dentro—, la poesía cada vez paga menos. En fin, por lo menos alcanza para unos vinitos y para echar algo caliente al estómago.

Mientras nos saludábamos un tipo se había parado en el medio de la Avenida Corrientes. No le quitaba los ojos de encima a una paloma blanca que también estaba estática a unos metros de él.

—¡Señor! ¡Señor, cambió el semáforo! —le advertían los transeúntes desesperados—¡Viene el tráfico, señor!

Milagrosamente los vehículos no atropellaron ni al hombre ni al ave que seguían paralizados. Unos instantes después dos gendarmes corrieron donde el desconocido y lo arrastraron hacía un Unimog que estaba detenido sobre la calle Uruguay. La paloma no tuvo tanta suerte. Un amasijo de plumas blancas y sangre era lo que había quedado del raudo paso de las botas militares.

—¿Qué opina Juancito? ¿Qué es todo este circo?

—¿Qué opino? que ya comenzó.

—¿Sabe? es la segunda persona que dice lo mismo —dije con algo de rabia—, ya comenzó ¿qué es lo que comenzó?

—El cambio, Ángel, el cambio. ¿Acaso no escucha los susurros? —Juancito me miró desconcertado, como si el loco fuera yo—, si presta atención va a escuchar las voces que anuncian el cambio. Ni siquiera necesita escucharlas para entender, sólo debe ver las señales.

—¿Le digo? realmente no entiendo nada, ni escucho susurros, ni veo señales en el cielo y tampoco en la tierra —respondí bruscamente.

—Mire, Ángel, las señales justamente están en todos lados: las ballenas se suicidan en las costas de la Patagonia, los glaciares se desvanecen, dónde había vergeles ahora crecen algunos cactus, las aves migran fuera de su época, los árboles fenecen en primavera, el agua de lluvia es turbia y ácida. Ahora nos toca a nosotros cambiar, ¿entiende?

—¿Usted dice que esta enfermedad desconocida es una especie de respuesta a los desequilibrios ecológicos? —pregunté con un poco de temor.

—Que causamos nosotros, debería usted agregar —siguió Juancito—. Todo el Cosmos tiende a mantener un equilibrio, una armonía. Si algo está fuera de lugar dentro de ese orden, la Naturaleza lo recompondrá a como dé lugar. Si el problema somos nosotros, entonces…

—¿Enloquecer es la solución? —pregunté aun cuando deseaba terminar la conversación.

—Mire Ángel, ¿sabe algo? —la voz de Juancito sonaba calma y convincente—, algunos pensadores a partir de Descartes, Spinoza, Malebranche y Leibniz confiaron en la razón humana ciegamente. A través del triunfo de la razón llegaríamos a la igualdad, al bienestar y a la felicidad. Si echamos un vistazo al pasado tan bien no lo hicimos. Si analizamos el transcurso de la Historia veremos sólo ruinas dónde se erigen nuestras sociedades. Entonces si el camino de la razón no nos llevó a ninguna parte, tal vez sea hora de intentar con la locura.

Juancito creo que está llegando más lejos que lo que pudo imaginar, incluso, Adorno —traté en vano de encausar la conversación—. Que analicemos la razón, incluso la irracionalidad desde el consciente, el inconsciente, desde las teorías de Freud o Lacán; vaya y pase. Pero de ahí aconsejar la insensatezcomo solución a…

—¿Qué es la cordura? ¿Qué es la locura? —interrumpió Juancito.

—“Quizá la diferencia estribe en analizar filosofía y raciocinio con un poeta loco en el medio de la calle” —pensé

—La diferencia entre ambas es una percepción diferente de la realidad —siguió Juancito como si hubiera leído mis pensamientos—, quizá esos que la mayoría dan por desequilibrados sean más cuerdos que todos los hombres racionales. Tal vez lo único seguro que queda en esta sociedad racionalista sea la introspección.

—Espere un poco Juancito —creí encontrar un punto débil en su argumento—, una cosa es la meditación, la búsqueda de la verdad a través de la abstracción, y otra muy diferente es entrar en un estado de autismo.

—¡Ah, Ángel Gris! Siempre refutando utopías —me retrucó condescendiente—. Nietzsche decía que la verdad es una mentira socialmente aceptada; las verdades son ilusiones que se han olvidado que lo eran. ¿Cómo puede usted afirmar que esas personas están enfermando? ¿Qué certeza tiene usted que ellos no han encontrado su camino para acercarse a lo íntimo y a lo sagrado? Obvio, usted lo asegura desde esas otras verdades firmes, canónicas y vinculantes.

Ya casi era la hora de la cita con Facundo. Además no quería seguir polemizando. Saludé a Juancito Caminador con un apretón de manos y me despedí.

Ángel, la realidad puede ser una metáfora de lo irreal —me gritó mientras me alejaba.

(fragmento del primer capítulo)

Sinopsis:

Amanece en la ciudad de Buenos Aires otro día rutinario. Por algún motivo desconocido ni ese día ni los subsiguientes corresponden a lo que conocemos como rutina. Incluso los sutiles límites entre lo real y lo irreal se verán trastocados.

Una supuesta epidemia es la excusa para poner en cuarentena forzosa a todos los habitantes de un país. El dispositivo sanitario internacional deviene en aparato de represión.

Un hombre y una mujer comienzan una solitaria epopeya en un país desierto.

(1)El poeta y periodista argentino Raúl González Tuñón nació en el barrio porteño de Once, el 29 de marzo de 1905. Con menos de 20 años publicó sus primeros poemas en Caras y Caretas, y en 1923 participa de Proa, revista mural fundada por Jorge Luis Borges. Poco después entró a trabajar como periodista en el diario Crítica. Este puesto lo consiguió en gran medida gracias a su hermano Enrique González Tuñón.
En 1930 publicó uno de sus libros más famosos: La calle del agujero en la media.

(2) Crónicas del Ángel Gris es un libro de Alejandro Dolina, publicado en 1988. Los relatos en su mayoría habían aparecido en revista Humor. Ya distanciado de la revista Dolina publicó (prólogo de Horacio Ferrer e ilustraciones de Carlos Nine) 1996, versión corregida. Notas: Jorge Dorio y Ernesto Sábato y dibujos de Hermenegildo Sábat.

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