CAPITULO I

Estaba cansada de esconderse, de la odiosa frecuencia con que la guerrilla les obligaba a tomar el monte en estampida y pasar el tiempo de la recluta y el saqueo, subsistiendo como bichos. Así que cuando el padre llegó dando la alarma, Silvia Rivas aguardó serena dentro del cuarto de baño. Por una rendija de la puerta logró ver cuando la madre incitó a la fuga a sus hermanos, con la desesperación de no tenerla en su dominio y los imaginó perdiéndose por la vereda improvisada de sus pasos. No era la primera vez que se les ausentaba el día del terror. La adolescente siempre se juntaba con ellos en el sitio dispuesto para ponerse a resguardo.

– ¡Carajo! a esa edad, los muchachos creen que se mandan solos – aulló el padre, mientras se colgaba el morral repleto de víveres y cargaba la escopeta para unirse a su familia.

Silvia Rivas posó frente al espejo, se peinó de prisa y luego tomó el pintalabios de su madre de la repisa. Lo deslizó con delicadeza sobre los labios pálidos. Terminado el ritual y antes de abrir la puerta, se acuclilló en la letrina para soltar con abundancia el resultado de su nerviosismo. Lavó su intimidad con el esmero de la incertidumbre, sujetó el labial y salió a buscar los payasos de tela que reposaban sobre la cama. Ya en la sala, alisó el vestido celeste desteñido y limpio. Tomó uno de los taburetes y se instaló en medio del espacio solitario.

Mientras esperaba acariciando los juguetes, intentó identificar los ruidos que provenían de afuera. Intuyó a sus vecinos corriendo desesperados. Luego se develó una enrarecida calma que solo era rota por el zumbido de las aspas del ventilador al cortar el aire desde un rincón. Puso su mente en blanco y entrecerró los párpados, hasta que los sonidos de la invasión se hicieron evidentes. La respiración se aceleró, sintió los latidos del corazón en las sienes como si alguien golpeara una cavidad ajena. De la memoria surgió su noción del crimen, perpetrado seis meses antes contra el primo Calixto, por su estéril resistencia.

Silvia se estremeció al sentir los golpes en la puerta, que fue abierta por un certero puntapié. Un guerrillero le apuntó con el fusil en la cabeza, mientras sus compañeros revisaban la estancia. La muchacha se levantó y le extendió la mano, sin apartar del hombre su mirada de miedo.

Luego del visto bueno de la revisión, el guerrillero la condujo sin forzarla, reflejando una sorpresiva admiración ante la resolución de Silvia. Por eso le permitió que mantuviera en su mano apretando el tubo de pintalabios y con amabilidad le sugirió dejar los payasos una vez que sus compañeros hubieron salido.

– Carne fresca Veneco, es suya, ya conoce la reglas – se escuchó una voz burlona, desde el exterior.

El Veneco le advirtió a la muchacha que el labial debía mantenerlo oculto. A donde iban no se permitía ninguna debilidad. Sus quince años quedarían en la nostalgia de la casucha, con los payasos regados en el piso. Aún así, sin reparar en riesgos, Silvia logró preservar aquel objeto maternal hasta el final de sus días.

Diez años después de este acontecimiento. Andrés Márquez alias “El Veneco”, desertor del Frente Abierto Revolucionario de Colombia. Se encuentra inmerso en esos pensamientos. Nunca pudo asociar a Silvia al silencio que ahora le invade. Los residuos de esa presencia se agregan hasta en sus pesadillas y le hostigan acusándolo y revelando la condición amoral de su conciencia. Sin embargo, su mente no se resiste al ataque pertinaz de tales pensamientos, pues eso le supone el único vínculo real con un sentimiento.

A un mes de la medianoche del final del siglo veinte, Andrés se haya detenido entre cuatro paredes de hotel barato, habituado al rugido insano de un defectuoso aparato de aire acondicionado. Reposa desnudo en una cama de concreto frente a la imagen distorsionada de un televisor mudo, que refleja en su piel la intermitencia lumínica. Una pobre exhibición de pornografía permanente ya se hace indiferente. A estas alturas desea la realidad tangible de un cuerpo de mujer. Y Silvia no está, por ella no existe regreso, reparo, ni espera.

Con frecuencia voltea hacia la mesa de noche, donde vertical y sostenido desde su base dorada, el tubo de pintalabios carmín acompaña sus escasos bienes. Obsesionado lo ha convertido en su amuleto desde que lo tomó de la mano inerte de Silvia Rivas.

Ha reposado casi todo el día y se hace tarde. Desde las tripas los sonidos del hambre le impulsan fuera de la cama. Toma una ducha fría. Se viste, ordena sus cosas. Realiza un inventario del dinero, revisa la bolsa que contiene las piedras – ¡Están todas! – exclama en voz alta sonriendo con ironía. Instintivo toma la guitarra nueva que adquirió al llegar a la ciudad, para reemplazar aquella que le destrozaron en el costado el día que dieron de baja a su compañera. Ejecuta algunos acordes para introducirla luego en su estuche sintetico, artículo que le sirve a su vez para esconder la pistola debajo de una solapa interna. En la cintura, dentro del pantalón se sujeta la bolsa con las piedras.

Con despreocupación, se marcha dejando el rastro del crujir de otra puerta que se cierra, de unos pasos cada vez más suaves, que acostumbran su andar sobre superficies de concreto y asfalto. Solo le acompaña ese ingrato monólogo particular, esa discusión entre lo depuesto y el porvenir. La creación de un espacio requiere la dimisión de los recuerdos, no hay nada útil para ellos. Pero a Andrés le resulta imposible dominarlos, por el acento terrible con que están constituidos.

Una vez en el terminal de pasajeros, adquiere el boleto y se sienta en una banca, hasta que los parlantes le anuncien la salida del vehículo que ha de llevarlo al pueblo de su adolescencia. La estancia se corrompe en olores a combustible pesado, de las voces de los anunciantes de viajes. De sudores y aliento de gente que va de un lado a otro con sus equipajes.

Una niña se acerca pidiendo. Sus grandes ojos de hambre y la ropa sucia esparcen la pobreza entre la indiferencia y la lástima. Andrés no se compadece. Divaga en la necedad de los pobres y en su esfuerzo longitudinal por preservarse, con su filiación a las cosas burdas y su admiración o resentimiento hacia lo inalcanzable. Para él, ante tal renuencia, su antigua lucha ya resulta inútil para enseñarles dignidad y entregarles justicia.

– Compro oro, plata, dolares – Una mujer se acerca a Andrés, entregando una tarjeta. Él sonríe, negándose. La mujer le recordó su visita al centro de Caracas el día anterior, cuando en la esquina de Capitolio uno de los compradores de prendas, le condujo hasta el local donde pudo negociar tres esmeraldas.

Reconocía que con este acto se había expuesto. Pero no había forma de evitarlo. El dinero era su urgencia y se arriesgó al sitio más previsible para ser rastreado. En el futuro sería más cuidadoso, aunque manejaba la tesis de que lugares comunes y cercanos a sus perseguidores, podrían darle una relativa seguridad, porque su lógica les hace despreciarlos. Creía que estar en su país era lo indicado. Ofrecía las ventajas de su anarquía, de las facilidades que otorga el dinero para obtener la legalidad y poder cumplir sus propósitos inmediatos. De esa manera, pronto volaría lejos de los hombres del Comandante Escalona, hacia su completa libertad.

Amanece en Tovar, pequeña ciudad andina. Yadir Pereira repasa en su despacho de la casa cural, la carta que le llegara el día anterior. Relee las breves líneas y se muestra escéptico ante el regreso de Andresito. Se incorpora de su sillón y sonríe al observar el afiche que anuncia una obra de teatro conservado en la pared, desde que lo rescató de la pared del teatro parroquial. Con los dedos saca cuentas del tiempo y son quince años después de que el grupo se disolviera. Lo que queda de aquellos tiempos es ese afiche y su nostalgia ante ese puñado de historias noveles que dieron un vuelco inusitado el día de la división

Yadir intenta imaginar el aspecto actual de su amigo, acercándose al afiche. Las imágenes más marcadas que tiene en mente de su figura, corresponden a los momentos cuando el cáncer socavó el cuerpo de la madre de Andrés y ella en su noción práctica de la existencia decidió morirse. El sacerdote, no podría olvidar el drama de la larga resistencia de la mujer, cuando una tarde de julio, el dolor la obligó a ceder. Valerosa se sacudió la moral, las arraigadas creencias católicas y se largó en la paz alucinante de un exceso de morfina y quien sabe que otro vehículo letal hacia el infinito. Devastados se quedaros sentados al lado de la cama durante horas velando el aparente sueño sereno, hasta que las moscas aparecieron atraídas por el olor concluyente, que reveló su inexistencia. La cubrieron con una sábana para no verla jamás y salieron aturdidos buscando aire y de alguien que se ocupara de eso en lo que se había convertido la madre.

Yadir fue el testigo de cómo Andrés se quedó sin una regencia oportuna que canalizara su futuro. Pudo acudir al padre, quien ya separado de la familia quiso hacerse cargo en aquellos momentos críticos, pero el muchacho irreverente no lograba sostenerse en su presencia y lo rechazó. Lo avistaron por última vez, encorvado en un rincón apartado del cementerio, tomándole la mano a una niña pequeña.

La ensoñación de tales momentos generan en Yadir una rara emoción, su vocación sacerdotal le había postergado los recuerdos de aquella época feliz. Con un suspiro reconoció como se había alejado de sus otros sueños. Se acercó a la pared y recorrió con los dedos los rostros en el afiche. Yami, el Becho, Gustavo, Guinette y el Andresito con su guitarra colgada al cuello, descansando la mano en su hombro.

Instintivo se fijo en la imagen casi espectral de quien dirigía la obra, el cura Meneses, quien apoyó en Yadir la vocación sacerdotal. Por tal gesto guardaba un sincero agradecimiento para con éste. Sin embargo, lo que Yadir desconocía del todo era la función ideológica del sacerdote, que les trataba de inocular muy sutilmente a los jóvenes su novedosa “Teología de la Liberación”.Yadir no comulgaba con ella, por tanto fue descartado y no pudo cumplir en el seminario las intenciones iniciales del cura. A su vez ignoraba el pacto de Meneses con Andrés y Gustavo, a quienes había elegido el cura, para formar parte del proyecto de rebelión continental.

Yadir camina hasta el estante donde cuelgan varios manojos de llaves. Toma el de la casa de Andrés y lo coloca sobre el escritorio. Nuevamente se sienta a contemplar el afiche y a pasearse por el recuerdo de esa tarde en que Andrés fue a entregarle las llaves.

–¿Y esto?
– Solo puedo confiar en ti, amigo, nos vamos a Caracas – le contestó Andrés con ansiedad.
– ¿Quiénes? – agregó Yadir encogiéndose de hombros, sorprendido.
– Gus y yo, salimos esta tarde.
– ¿Con quién? ¿Por qué? ¿Cómo pueden tomar un decisión como esa?
– Ya somos mayores de edad Yadir. Nos vamos los dos solamente, pero te escribiré o te llamaré desde allá dándote detalles – mintió Andrés para calmar a su amigo – lo que si te puedo decir es que vamos a conquistar nuestros sueños –

Los dos muchachos se abrazaron para separarse con la premura de Andrés por esconder sus lágrimas y evadirse de las preguntas de su amigo. Naturalmente no hubo ni escritura, ni llamadas, hasta que luego de quince años Yadir recibía la carta que anunciaba el regreso.

.

A poca distancia de la casa parroquial, Amira Bustamante recorre la habitación que dispuso para su claustro. Una cama individual, una repisa para santos, un mueble de tocador ordenado, al igual que el armario ocupado por ropa sobria y unicolor. Va al baño, deposita su ropa de cama en una cesta, entra a la ducha con ropa interior. El agua la moja, se enjabona con premura, frota su cuerpo con una esponja tosca.

Descubre sus zonas de pudor despojándose de las prendas que enjuaga, hasta creerlas limpias. Las cuelga en el tubo de la cortina sintética y desliza la esponja, muy suavemente por la entrepierna. Se concentra allí, en el espacio de la caricia. Pero forzada cierra la válvula de agua caliente, para que el frío la despoje del reclamo corporal. Sale de la ducha y se concentra en la función del cepillo de dientes, que penetra casi hasta la garganta estimulando la náusea y un acceso de tos desesperado. Por el momento ha logrado contener esas ganas de tocar, sentir y liberarse.

Se desliza hasta la habitación cubierta con una bata masculina y un turbante sobre la cabeza. Se detiene frente al espejo. Le gusta su imagen, la seriedad de su talante. Se muerde el labio inferior y ofrece su inmensa sensualidad al encierro. Se aplica una crema hidratante sobre la piel, la bata ha caído al piso y el cuerpo que se refleja frente a sí, resplandece tras el paso de sus manos. Aprecia la turgencia de los pezones inflamados, los roza delicadamente con sus dedos. Cierra los ojos e induce a la imaginación ha manifestarse. El deseo la convoca de nuevo y Amira quiere delinquir, pero su resistencia consigue aliados. Observa el crucifijo en el punto más alto de la repisa y recita en alta voz su promesa, luego de proferir una oración instintiva

– A un hombre le abrí mi carne, ni en pensamiento entrará otro más.

Su vida no puede tener desviaciones a esas alturas. Sintiéndose culpable roza los pies del Cristo de yeso y se persigna. Escoge la ropa del día y se apresura a esconder la desnudez que le mortifica. Apenas se maquilla. Un breve color en su boca y algo de polvo en las mejillas. El cabello recogido en un sobrio moño de señora decente de 33 años. Cuando sale de la habitación aun siente el leve temblor del bajo vientre, se permite una sonrisa victoriosa ante la tentación.

La mirada expectante de su hija Mariela uniformada en el comedor la devuelve a la seguridad de su historia de castidad. Luego del desayuno, ambas salen de la casa, caminan tomadas de la mano. El paso firme de Amira contrasta con las esforzadas zancadas de la chica, quién insegura mira a los lados, queriendo escapar de miradas que acusen su sumisión, a pesar de las ventanas cerradas y las calles solitarias por la hora. Amira lo percibe, interpretándose a su manera.

– No he necesitado de nadie para criarte, así que no debe importarte lo que digan los demás.
– Ya no soy una niña mamá, mírame – protesta Mariela con temor.
– ¡Niña insolente! el que hayas crecido con precocidad no quiere decir que seas una mujer. – puntualiza molesta la madre.

Ambas transpiran del enojo al silencio, del silencio a la abstracción de sus pensamientos. Atraviesan la calle, por una vía en pendiente a una cuadra de la avenida principal, donde encuentran escasos transeúntes. Se detienen a tomar aire al llegar a la avenida. Hace frío y el esfuerzo ha tocado a Amira quien jadea levemente. Atenta mira el reloj y comenta.

– Es buena hora, estamos adelantadas.
– ¿Ma, será que podemos esperar al expreso de largas distancias? – propone Mariela con ingenuidad.
– ¡Tú y tu expreso de largas distancias!, ¡Vaya manía! Ya nos alcanzará, no sé qué demonios te fascina de esos armatostes.
– En uno de esos se fue mi papá – afirma nostálgica Mariela.
– Ese hombre no existe – reprende Amira sacudiendo el brazo de su hija con algo de violencia – Entiéndelo, nos abandonó sin siquiera enterarse que me dejó preñada. Además nadie sabe cómo y en que se fue.
– Entonces si existe – concluyó Mariela con un gruño casi imperceptible. Aspiró en profundidad el aire frío del amanecer y al sentir el tirón en su mano se dejó llevar.

SINOPSIS

El año final del siglo 20, Andrés Márquez, subversivo venezolano de un comando de la guerrilla colombiana. Luego de 15 años, deserta hacia su país, decepcionado ante la inutilidad de la lucha armada, la desviación ideológica del movimiento y el asesinato de su mejor amigo Gustavo y de su compañera Silvia Rivas. En su fuga logra hacerse de un cuantioso botín que estimulará a sus ex compañeros a perseguirlo.

Despojado de cualquier signo de moralidad, se refugia en el pueblo andino de su adolescencia, donde es recibido por su antiguo amigo el sacerdote Yadir Pereira. Allí prepararía la forma de huir a la seguridad de un país de Europa. Pero, atormentado por el recuerdo trágico de su amante y los fantasmas de la guerra. Es seducido por los elementos que le ofrece su nueva condición y eso cambia sus objetivos, el principal: lograr la redención.

En esa búsqueda, Andrés conoce a Amira Bustamante, mujer enigmática y fascinante, que junto a su hija Mariela. Lo envuelven en un intenso círculo de seducción y venganza, donde es víctima de una infamia que lo envía a la prisión del comando policial. Sitio en el que lo alcanza su enemigo.

Ante todo esto, Andrés confiesa sus terribles secreto a Yadir, que aun sintiéndose burlado decide ayudarle. Al tanto que Amira descubre la infamia contra Andrés, pero luego de visitarlo como amante, el orgullo le impide liberarlo.

En la prisión se presenta la lucha mortal, reducida a la victoria de Andrés, sobre su ex compañero de armas. A medianoche hacen presencia Yadir, Amira y el Jefe de Policía, pero el hecho ya está consumado. Acto seguido, con la complicidad de la noche, el destino de Andrés Marques se decide con una propuesta desesperada de su amigo Yadir.

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