I. Como en estado salvaje (1)
Sobre un catre maltrecho, atestado de mosquitos, bañado en su propio sudor, perturbado por la humedad y la lluvia, divagaba Martín febril y sin consuelo. Una muchacha que transitaba por un pasillo techado, rehuyendo del aguacero, se percató del estado alucinante del joven, y alarmada de verlo revolcarse y de escuchar sus desesperados quejidos, corrió, atravesando la lluvia y el enlodado patio, hasta el salón del frente. Allí, jadeante, interrumpió súbitamente a la expositora quien versaba a un discreto y humilde público sobre la importancia para la mujer de dedicar su vida a sí misma antes que entregarla a la familia, al esposo y a los hijos. – Una mujer- decía-, no debe vivir a través de su marido y sus hijos…
– Señora Célez- llamó la muchacha-, disculpe que la interrumpa, es que su marido está delirando.
Su estado civil no era tal; había sido la chica quien presumió que Alejandra y Martín estaban casados. Alejandra se excusó con su público y caminó rápidamente hasta la habitación donde se encontraba postrado Martín desde hacía dos horas. Se sentó a su lado y trató se serenarlo. Sin duda, lo agobiaba el recuerdo de Ludovico, el hombre fuerte de las Residencias Dichas de la Paz y líder del grupo los Basilicos, quien hacía poco más de un año sufriera un estrepitoso accidente que lo condujo a la muerte. Esas alucinaciones se habían hecho frecuentes; despertaba sudado y exaltado en plena madrugada producto de un terrible sueño en el que padecía la venganza de los hombres que otrora sufrieron bajo la égida justa de Apartamanto. Pero esta vez se le sumaba un dengue contraído en algún punto del trayecto de Cocorote a Nirgua. En horas de la mañana, mientras Alejandra gestionaba sus charlas feministas con la directora del plantel educativo en su oficina, Martín se desplomó y se cayó de la silla. Desde entonces lo llevaron a la habitación de servicios médicos provisto solamente de un catre viejo y sucio y de un botiquín de primeros auxilios. Había un niño de foami pegado a una pared que se suponía debía darle ánimos a los niños que llegaban a dicha habitación.
– Yo estoy bien- dijo Martín sobrestimándose; mostrando renuencia a acostarse en el catre viejo y sucio.
– Bien nada- refutó Alejandra con cierta autoridad, también para demostrarle a la directora que tenía convicción de las cosas feministas que decía en su discurso-. Te quedas aquí descansado mientras yo doy las charlas. No te vayas a mover, Martín Solares.
– Qué buen temple tiene usted- comentó maravillada la directora del plantel mientras regresaban a la oficina.
– Muchas gracias- comentó Alejandra orgullosa.
Alejandra llegó a la habitación un tanto empapada de agua. Le hizo saber a Martín que estaba allí y trató de calmarlo pero él seguía repitiendo sus desvaríos y quejándose profusamente.
– ¡Martín! Ludovico está muerto. Los otros están presos. Ya tú no eres Apartamanto. ¡Norma!- llamó a la muchacha que le había informado por su supuesto esposo y que se había asomado de metiche a la puerta-. Por favor, busca unas compresas frías y unos analgésicos.
– En seguida, señora Célez- dijo la chica y dio más chancletazos por el pasillo.
– Ya casi termino y luego nos vamos. Aguanta un poco más.
Martín siguió en profusos lamentos en su mísera soledad hasta que un gran resplandor pasó por la puerta, y luego un hombre trajeado con sombrero y corbata, muy blanco y de bigote pulcro, portando un maletín, entró en la habitación.
– Buenas tardes, apreciado Martín- saludó el hombre quitándose el sombrero, recibiendo por respuesta más y más quejidos. Posó una mano en la frente del enfermo y dijo-. Está prendido en fiebre. Tiene la piel de gallina; padece fuertes escalofríos y suda profusamente. Aparentemente tiene usted dengue. Permítame colocarle una inyección y darle unas pastillas.
La presencia de aquel hombre causó tanta tranquilidad en Martín que dejó tratarse sin oponer resistencia. Antes de irse, el hombre le dijo:
– Una vez salga de aquí, comenzará a sentirse muchísimo mejor. Por último déjeme darle la mejor medicina que es la bendición de Dios Padre- El hombre colocó nuevamente su mano en la frente de Martín y apretando un crucifijo que colgaba de su cuello balbuceó varias frases ininteligibles. Finalmente, ya con el sombrero puesto otra vez y en el marco de la puerta, dijo a modo de despedida-. Hasta una próxima oportunidad, apreciado Martín.
Y con el venerable señor se fue la lluvia. Una hora más tarde reapareció Alejandra acompañada del sexagenario portero del plantel educativo, quien con un esfuerzo no acorde a su edad la ayudó a trasladar al enfermo Martín hasta una camioneta. Alejandra se despidió de todos como una verdadera luminaria cinematográfica, encendió la camioneta, aseguró a Martín en el asiento, se aseguró ella, y arrancó hacia el ambulatorio. Pero en el camino, el aire fresco revitalizó a Martín, entonces le dijo a Alejandra:
– Qué médico tan prodigioso, tenía completa razón. Comienzo a sentirme yo de nuevo.
– ¿De qué médico hablas? Ningún médico te ha atendido todavía.
– Claro que sí. Uno de bigotes y sombrero que…- entonces Martín cayó en cuenta que posiblemente ese encuentro se lo había soñado y prefirió callar-. Sea como fuere me siento muy bien. Dame la mano. Siénteme.
En efecto, Alejandra pudo palpar que la fiebre de Martín había bajado considerablemente y que había recuperado su aspecto, y gracias a estos buenos síntomas y a su cansancio tras la faena, desistió de ir al médico y fueron a descansar. Llegaron a una posada bastante sencilla pero pulcra y hogareña, como le gustaban a Alejandra. Martín se echó un reconfortante baño y se metió en la cama. Mientras Alejandra se duchaba, Martín, ahora un poco mejor, veía la televisión. Un señor bigotudo daba las noticias, entre ellas reseñaba la de un hombre vestido con armadura escarlata que arremetía violentamente con una porra gigantesca a los vehículos en el tráfico con el propósito, al parecer, que respetaran los conductores las normas de tránsito. Oyendo al comentarista, Martín despabiló y agudizó el sentido del oído. Dejó de sentirse enfermo pero un frío recorrió todo su cuerpo, como si hubiera visto un fantasma, y gritó asustado:
– ¡Alejandra! ¡Alejandra!
Alejandra salió de la ducha alarmada, con la toalla cubriéndole su cuerpo y el cabello recogido, y encontró a su novio sentado en la punta de la cama apuntando al televisor.
– ¿Y a ti qué te pasa?- preguntó luego de mirar el televisor y ver comerciales.
– ¡Me están imitando!
– ¿Imitando? ¡Explícate!
– Imitando no a mí. Imitando a Apartamanto.
– ¡Oh, por Dios!- exclamó dándose la media vuelta para regresar al baño- ¿Hasta cuándo con ese fulano?
A este punto Martín se preguntaba si estaba nuevamente desvariando. Se tocó el cuello y la frente y sintió la temperatura normal. Se levantó de la cama, se revisó la lengua y los ojos ante el espejo. Tampoco tenía piel de gallina ni sudaba. Todo en orden. Alejandra salió del baño caminando aplomadamente y se metió bajo las sábanas.
– Te juro que…
– Martín…- llamó con tono severo, como indicándole que no quería saber nada del asunto.
– Podría apostar que lo vi.
– ¿Te tomaste la pastilla? ¿Sí? Entonces buenas noches. Trata de dormir, mañana arrancamos temprano.
Los rayos de sol se colaban por el visillo de la habitación. Eran gruesos y brillantes y se incrustaban en el mosaico como una viga al concreto. Podía escucharse a lo lejos las calles cobrando vida, las voces de los verduleros, de los vendedores de café y de periódico. Podía sentirse las últimas brisas del clima templado de la mañana. Podía escucharse al gallo orgulloso dando los buenos días desde el patio repleto de helechos. Podía oírse la voz de una anciana mientras hacía desayuno regañando: “Chito, Juancho, que vas a despertar a la visita”.
– No se preocupe, señora Cecilia- dijo Alejandra en voz alta desde su habitación-. Ya nosotros estamos despiertos.
Como era su costumbre, Alejandra se había despertado a primera hora de la mañana y cuando el gallo cantó ya estaba terminando de vestirse. Martín seguía como una oruga en la cama, envuelto en la cobija a pesar de que ya empezaba a darle mucho calor.
– Vamos flojito- animó Alejandra quitándole la cobija-, se nos va a hacer tarde.
– ¿Les sirvo el desayuno?- preguntó con un grito la señora Cecilia.
– ¡Sí, por favor!- respondió Alejandra, y luego dirigiéndose a Martín-. Vamos, arriba. Hoy es el último día y mañana estaremos en Valencia descansando.
– Ah, cierto- dijo después de sentarse lentamente-, para la casa de tus padres.
– No lo digas con tanto ánimo.
– ¡Me intimidan!
– Pues no te dejes intimidar.
– Estamos hablando de los padres de la mujer que amo. ¿Cómo no voy a dejarme intimidar?
Alejandra se sonrojó y ocultó brevemente su rostro con una mano.
– Muchachos- gritó de nuevo Cecilia-, el desayuno está servido.
Tomó cada uno un asiento en la mesa. Frente a ellos había arepas, aguacate, tomate, queso, caraotas, huevos revueltos, natillas, jamón y una jarra con jugo de naranja. Martín asió la jarra con el jugo y se sirvió dos vasos seguidos sin servirle a Alejandra.
– Gracias- comentó ella.
– ¡Oh, perdón!- e inmediatamente echó jugo de naranja en el vaso de Alejandra. Una vez servida, mientras llenaba su arepa con un poco de cada cosa comentó-. Se hace llamar Martillo Rojo. ¿Qué te parece?
– Qué rico está el queso de mano, señora Cecilia- comentó Alejandra.
– Es enorme y viste todo de rojo. Destroza automóviles con un mazo.
– Y las caraotas están para chuparse los dedos.
– Muy apropiado su nombre. Martillo Rojo.
– Martín- espetó ella, dejando los cubiertos sobre el plato y mirándolo fijamente-, por última vez. No me interesa saber nada de esa clase de locos. Ya tuve suficiente contigo. A ese hombre lo apresarán tarde o temprano, si es que tiene suerte, porque también podrían matarlo, y bien muertito, por estarse metiendo con los carros de la gente. Me llega a golpear la camioneta y lo despellejo.
– ¿Y crees que no lo han intentado?- preguntó Martín también dejando los cubiertos sobre el plato e inclinando el dorso para acercarse a su compañera-. Pero no han podido. Es un guerrero formidable, como el Ajax de Homero, como Hércules, como Sansón contra los filisteos.
– ¿Ustedes también vieron el noticiero anoche?- preguntó Cecilia dejando el fregadero para unirse a la conversación.
– Genial- musitó Alejandra.
– Ese hombre es un delincuente. Un cobarde que no da la cara. Destruye los carros de la pobre gente indefensa. Ahí van niños y mujeres. Destruye la propiedad ajena. Si no le pone un parado la policía lo imitarán otros. Y yo que soy yo sola en esta posada. Que miedo me da. Dios me ampare.
– Señora Cecilia, pero yo pienso que…- pero Alejandra se llevó un dedo índice a la boca como para señalarle a Martín que no hablara.
– Así es señora Cecilia, Dios nos proteja a todos de gente como esa.
Se despidieron de la anfitriona y partieron hacia Temerla. Después de quince minutos recorriendo silenciosamente la ruta, sin que ninguno de los dos dijera una palabra, Alejandra, al notar a Martín más enojado que enfermo se atrevió a preguntar:
– ¿Qué te pasa? ¿Te sientes bien? ¿Estás molesto?
– Me mandaste a callar- dijo Martín. Tenía esas palabras en la punta de la lengua desde que se montó en la camioneta y esperó con poca paciencia a que Alejandra le dirigiera la palabra para reprochárselo.
– Lo sé, y discúlpame. Pero era obvio que tú simpatizas con ese sujeto y la señora Cecilia y yo todo lo contrario. Además, te dije que no quiero escuchar más sobre tipos enmascarados.
– No lleva máscara; usa una especie de yelmo.
En horas de la tarde arribaron a Temerla. Llegaron al plantel educativo y una profesora, desesperada porque llegasen, los atendió contenta pero nerviosa.
– Gracias a Dios que llegaron, ya las mujeres comenzaban a impacientarse.
– Nos paramos a almorzar y se nos pasó el tiempo volando
– Pasen adelante por favor, y comiencen cuanto antes la charla.
Alejandra entró tímidamente en el salón secundado por Martín que portaba la laptop y el video beam. Las mujeres miraban a los recién llegados con cierta severidad porque el taller ya estaba bastante retrasado. Se colocó frente a la audiencia y con aplomo comenzó:
– Disculpen la demora, mi compañero de trabajo se encuentra un poco indispuesto porque está enfermo de dengue y tuvimos que pararnos en varias ocasiones entre otras cosas para almorzar. Mi nombre es Alejandra Célez y soy la presidenta del grupo AVIG que es la Alianza para una Verdadera Igualdad de Géneros…
La oradora, como por arte de magia, captó la atención de las asistentes y sus caras de un tono molesto cambiaron a un tono de interés y de fascinación. Alejandra las hacía soñar, las hacía cambiar su perspectiva sobre la vida, les abría nuevos horizontes y les replanteaba la situación en su entorno social, laboral y familiar. Les hacía creer que no había nada imposible si se lo proponían firmemente y que la sociedad afortunadamente no había dejado de dar pasos en favor de la igualdad entre el hombre y la mujer. Las féminas intervenían, planteaban sin pudor sus íntimos casos, planteaban sin discreción los íntimos casos de las vecinas y de las amigas. Entonces Alejandra le daba armas legales, armas morales por lo que algunas mujeres incluso reaccionaban eufóricas aplaudiendo a la oradora.
Pero en medio del fragor de la charla, un hombre de aspecto mugriento, empuñando su correa, con sombrero de palma, la camisa sudorosa y bien abierta sobre su pecho, jeans desgastados pero ajustados, y unas raídas botas de caguama, entró abruptamente al salón.
– Abelino- dijo la profesora exaltada, llevándose la mano al pecho-. ¿Qué haces aquí?
– Tú sabes qué vengo hacer yo aquí, Satanás- respondió Abelino mientras ojeaba a la concurrencia-. ¿Qué les están enseñando a estas mujeres? ¿Las están corrompiendo? ¿Enseñándoles cómo odiar al marido, cómo odiar a los hijos? ¿Enseñándolas a ser rameras?
– Más respeto, por favor- pidió la profesora nerviosa e intimidada.
– ¿Dónde está mi mujer?
– Ella no vino- respondió tímidamente la profesora.
Abelino se puso a buscar como un perro rabioso entre los asistentes, de repente, como toda una atleta de pista, de entre el grupo de mujeres, salió espantada una de ellas corriendo tan rápido como una flecha.
– ¡Hetaira!- vociferó iracundo Abelino y echó a correr tras ella, pero sus botas no le dejaban correr a más velocidad que su mujer por lo que no logró alcanzarla.
Alejandra con espanto pudo ver cómo ambos se perdían por las calles del pueblo; luego recuperó la compostura y quiso continuar con su exposición pero las mujeres ya se habían levantado de sus asientos y pretendían irse a sus casas asustadas por lo que le había pasado a Ernestina, la mujer de Abelino.
– No se vayan- suplicó Alejandra-. Aún queda mucho por hablar, y más después de lo que ha pasado.
Las mujeres no decían nada, iban saliendo cabizbajas, entre apenadas, asustadas y tristes, sin poder mirar a los ojos a Alejandra porque luego de tantos vítores a la reivindicación de la mujer un hombre las había hecho bajar de las nubes para estrellarse contra la frustrante realidad. Eran amas de casa, esposas, hijas, madres y hermanas apéndices de sus hombres y eso no iba a cambiar con un discurso bonito. Quizás ni siquiera tenía manera alguna de cambiar. Así lo percibieron y se levantaron para regresar a sus hogares, a ser lo que siempre habían sido, a hacer lo que siempre hacían. Monótonas, sin esperanzas, frustradas, tristes.
– Qué pena con usted, Alejandra- dijo la profesora-. Pero aquí la cosa es así. Ellas hicieron mucho con venir.
– Entiendo- dijo Alejandra con tristeza, y comenzó a recoger sus cosas junto con Martín.
Se montaron en la camioneta y dieron con otra posada igual de hogareña y pulcra que la anterior. Alejandra abrió la habitación y se acostó de espaldas en la cama con los pies aún en el piso. Exhaló frustración y se quedó un rato con la mirada perdida en el techo mientras el ventilador soplaba directamente en su cara. Martín encendió el televisor. Era la hora de las noticias. El narrador bigotudo daba los titulares, entre ellos estaba “Martillo Rojo ataca de nuevo”. Martín se estremeció y en seguida se sentó en la cama para esperar el desarrollo de la noticia mientras desenvolvía un golfeado que había comprado en una panadería de venida a la posada. Alejandra seguía abstraída, como muerta. El narrador luego de un par de noticias pasó a la que le interesaba a Martín, entonces informó: “Hoy, nuevamente, en horas de la tarde fue visto el enmascarado conocido como Martillo Rojo y nuevamente fue grabado por las cámaras de vigilancia de los semáforos. Como pueden apreciar en las imágenes, el individuo arremete contra los vehículos que obstaculizan las vías o paran en el paso de peatones. Dos policías intentaron capturarlo y observen cómo, al poner resistencia a las autoridades, le disparan y sorprendentemente las balas rebotan como guisantes sin ocasionarle daño alguno y, finalmente, los funcionarios salen despavoridos cuando el individuo contraataca. A este punto, televidentes, nos preguntamos si estamos frente a un nuevo fenómeno social en el que los antisociales tienen más poder que el Estado”.
SINOPSIS
Una serie de injusticias impulsan a Martín a disfrazarse nuevamente como Apartamanto sin siquiera sospechar que lo acecha en sus movimientos La Hermandad del León y del Turpial, la cual lo pondrá a prueba y lo conducirá a un mundo surrealista. Mientras tanto, Alejandra lucha para que sus ideales no sucumban ante la inmisericorde realidad.
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