• La sangre encendida

Siempre he creído que las historias extraordinarias sobre la búsqueda y el encuentro de la felicidad solo tienen lugar en las películas de los domingos en la tarde y en las novelas de Murakami.

Quizás se deba a que nací en Adele, en la maldita Adele, una ciudad fundada en el año 1748 por un grupo de comerciantes ingleses que se dedicaban, con esmero y empeño, al negocio de la construcción naval.

Muy cerca de la costa construyeron el puerto, las primeras casas y una iglesia de altos campanarios. Sobre la tranquila superficie del mar tanteaban los botes pesqueros, las goletas y los más modernos navíos.

Cuentan que en Adele, durante las primeras cuatro décadas, existía un gran bosque de secuoyas; a medida que se urbanizaba la ciudad y se desarrollaba el oficio de construir barcos, el bosque comenzó a desaparecer.

Hoy queda solo una muestra en un parque encerrado, donde llevan de excursión a los niños y les hablan de las plantas invasoras, la fotosíntesis y la historia local.

Cuando era niño, justo en aquel parque, me contaron que la ciudad recibió el nombre de la hija del primer gobernador, una chica preciosa.

En mi aula del grado tercero también había una chica muy linda, tan linda como debió haber sido la hija del gobernador.

Se llamaba Mary Ann y era hija del presidente de la compañía eléctrica de la ciudad.

Yo estaba perdidamente enamorado, como de perdidamente enamorados suelen estar los niños de grado tercero cuando conocen a una chica linda: le ayudaba a cargar los libros, le regalaba flores, postales, dibujos y galletas de chocolate; pero ella nunca accedió a darme un beso, se iba con mis flores al parque de recreo y se ponía a hablar con un tal Frank, hijo de un francés, dueño de una tienda de perfumes en la calle principal.

Una tienda a donde mi madre iba todos los meses y compraba perfumes para la familia.

Unos perfumes horrendos que me rociaba en el cuello y las mejillas cada mañana antes de irme al colegio, cada tarde después del baño y cada domingo, justo antes de entrar a misa.

Mi madre era una mujer devota y agradecida, o al menos lo fue durante mis primeros años.

Cada domingo me hacía ir a misa, oír con atención las palabras del párroco, echar algunas monedas en el cepillo y rezarle en voz baja a la virgen, pedirle una vida próspera, de paz, salud, y amor.

Cuando cumplí los veinte años mis padres se mudaron a California.

Yo decidí quedarme en Adele y alquilé un pequeño apartamento de la tercera avenida, cerca del paseo del puerto, donde atracan los barcos con sus contenedores de ropa deportiva, neumáticos para motos y máquinas podadoras, los buques de entrenamiento con sus soldados haciendo malabares entre las cuerdas, los navíos de la Universidad en el Mar con sus estudiantes que cargan diarios, sombreros y cremas antisolares, y los cruceros con sus turistas que, cámara en mano, se roban las estatuas y los monumentos de la ciudad.

Desde la ventana podía ver el espectáculo como quien asiste a un hecho extraordinario, podía incluso oír las risas de los viajeros, las risas que calaban mis sueños y no me dejaban dormir en paz.

Una noche de un mes de noviembre tuve un altercado con un par de turistas neoyorkinos que se apostaron a beber justo bajo mi balcón.

Abrí las puertas, miré hacia abajo y los mandé a callar, pero los tipos me insultaron como solo los neoyorkinos saben insultar, y las dos putas que los acompañaban rieron a más no poder, como solo saben reír las putas.

Bajé las escaleras con un bate de baseball y luego de un par de amenazas y mi porte de bateador, se largaron calle abajo.

Esa noche traté de conciliar el sueño, pero traía la sangre encendida y la mente nublada.

Una de las putas se me parecía mucho a Mary Ann.

La delgada línea del horizonte

La vida en Adele condiciona el modo de ver las cosas, de enfrentarse al destino, digamos que lima los raseros, consiente a la impotencia y afecta la cosmovisión.

Mientras viví en Adele tomé la costumbre de no exigirme demasiado.

Mis pertenencias eran pocas: una cama desvencijada, un fogón eléctrico de dos hornillas, una cortina de baño a cuadros rojos y azules, un lavamanos manchado de jabón, un inodoro manchado de orine, dos cestos de basura, un bate de baseball, tres mudas de ropa, una lámpara de noche, una mesa de estudios, un procesador de textos y tres montañas de libros.

Las montañas partían del suelo y llegaban casi hasta el techo.

Tenían como base los tres tomos de Los miserables, cuatro volúmenes de la Enciclopedia Británica y unos enormes catálogos de fotografía.

Los catálogos le pertenecían a un fotógrafo neozelandés, un tal André Cornell, un tipo que había recorrido todas las zonas en guerra del planeta para tomarles fotos a las mujeres, solo a las mujeres.

Sus láminas eran magníficas, representaban la angustia, la incertidumbre, el desasosiego y la tristeza de vivir en una zona de guerra, temblar en refugios durante una noche de bombardeos, esperar que el esposo, el hermano o el hijo regresen con vida del frente.

Varias obras de André fueron estandartes para los movimientos sociales a favor de la paz, otros fueron usados como portadas de revistas y diarios, incluso hubo quien en la ciudad de Los Ángeles imprimió miles de camisetas con la imagen de una mujer iraní que lloraba la muerte de sus cuatro hijos.

En cada uno de los catálogos estaba el rostro del fotógrafo.

El hombre tenía unos sesenta años, el pelo blanco y una mirada triste, una mirada inmensamente triste.

Desde que descubrí los catálogos de André Cornell he comenzado a odiar la fotografía.

En la primera montaña conservaba libros de botánica (la botánica es una materia que siempre me ha apasionado).

La segunda montaña estaba repleta de manuales de filosofía (si algo me gusta es la filosofía) y en la tercera guardaba con esmero y cuidado las novelas de Murakami (no existe mejor tipo para construir historias de amor que Murakami)

Desde que lo conocí he soñado con irme a Tokio:

Abordar uno de esos cruceros que atracan en el puerto, conocer en el viaje a una de las chicas que Murakami describe, y disfrutar, junto a la muchacha, las maravillosas luces de Japón.

Una noche de un mes de agosto conocí a una japonesa en uno de los bares del puerto.

La mujer estaba sentada frente a un whisky con soda, removía los peces de hielo con la punta de los dedos y miraba las fotos en la pared, donde aparecía el barman abrazado a personas importantes que habían visitado el local a su paso por la ciudad.

La chica reconoció los rostros de Tracy Chapman, Chuck Norris, Robert Maplherton y John Travolta, pero uno se le tornaba difícil, me dijo que nunca había oído hablar de un tal Mario Vargas Llosa, que ella solo leía autores asiáticos y su escritor preferido era Haruki Murakami.

Esa noche hablamos un poco de literatura, botánica y filosofía.

Ella quiso saber por qué no guardaba mis libros en un librero o en un armario, como la gente normal.

Hube de advertirle que yo era una persona completamente normal.

Un habitante de Adele.

Le conté que el marido de mi vecina Guadalupe, carpintero de profesión, había prometido construirme un mueble impresionante, algo que no se puede comprar en las tiendas, algo único, un librero personalizado: seis divisiones, doce subdivisiones, madera de secuoya lacerada, puntas torneadas y dibujos representando a los dioses de la sabiduría.

– ¿Hace cuánto te lo prometió?

-Hace cuatro meses- respondí- un trabajo como ese lleva tiempo. Ya no se consiguen secuoyas en esta ciudad, es probable que tenga que importar la madera de Arizona o de Mazatlán. Los barcos que trasladan madera tardan mucho.

Ella me contó que en su casa todos los muebles eran de bambú y que jamás los usaba, eran más bien figuras decorativas.

– ¿Dónde te sientas a ver la televisión? – le pregunté- ¿dónde guardas los libros?

-Odio la televisión- dijo la mujer- las novelas de Murakami las tengo a buen recaudo en las gavetas de mi mesita de noche.

-No sabía que los japoneses usaran mesitas de noche.

-Como la gente normal- dijo ella y es probable que haya descubierto que yo no soy, precisamente, una persona normal.

Luego quiso saber un poco más sobre Mario Vargas Llosa.

Le ofrecí un resumen apretado de lo poco que conocía acerca de la literatura latinoamericana, agregué algunos nombres como Julio Cortázar, Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez.

La mujer me confesó que Suramérica le parecía un continente horrendo y no lo visitaría ni aunque estuviera incluido en el periplo de los cruceros.

Quise convencerla de que el Sur no estaba tan mal:

Tiene playas preciosas, la gente es cálida, los precios no son exorbitantes como en Europa, posee la magia de la historia detenida y el poder del asombro.

Ella hizo un gesto como quien dice que todo aquello le da igual.

La invité a un par de tragos, y cuando el barman anunció que estaba a punto de cerrar le dije que no podía irse de Adele sin antes haber paseado por la avenida del puerto.

Salimos afuera, la tomé ligeramente de la cintura y le ayudé a cubrirse lo hombros con una estola de color rosa, había un poco de brisa y la luna arrojaba su vaho gélido sobre el asfalto.

La avenida del puerto es un sitio magnífico pasa pasear con una mujer del brazo.

Está custodiada a ambos lados por medio centenar de farolas, cada cien metros hay una estatua de un mártir, una tarja conmemorativa, la escultura de un autor desconocido o un par de bancos pintados de verde.

Al final, justo al lado de los almacenes para artesanos, hay una fábrica de cerveza, un tablado flamenco y unas mesas coloniales, desde las cuales se puede adivinar la delgada línea del horizonte.

-Siempre me ha gustado el olor del mar- dijo la japonesa, cerró los ojos y abrió un poco los brazos.

Aspiró hondo y luego me mostró una bella sonrisa, la sonrisa más bella que he visto jamás.

-Yo no podría vivir en una ciudad sin costas. De niño me traían al puerto todos los sábados en la tarde para ver atracar los cruceros, los navíos mercantes y los barcos de instrucción militar. Durante un tiempo quise ser marinero, luego se me quitó la idea de la cabeza.

– ¿Y ahora? – preguntó ella.

-Ahora quiero ser botánico, fotógrafo, escritor. O no ser nada, aquí en Adele poseer una profesión no es algo importante. Aquí no hay plazas para botánicos, fotógrafos ni escritores.

-Yo soy modelo para una revista de cosméticos. Mi especialidad son las uñas y el pelo.

Ladeó un poco la cabeza y me extendió los brazos.

La mujer llevaba razón, algo especial había en el color de sus uñas, en la suavidad de su pelo.

Insistió en mostrarme algunas revistas que guardaba en la habitación de su hotel.

Compartimos una botella de vino, un disco de Ray Charles y unas sábanas revueltas.

Al día siguiente hizo el equipaje, me regaló las revistas, subió al crucero y se largó de la ciudad.

Desde entonces no hago otra cosa que leer a Murakami.

Desde que lo conocí mi vida se ha convertido en una mierda.

SINOPSIS:

Murakami, mi amor es una road-novela, o una novela de viajes. El personaje principal, un joven escritor, trata de hallarle un sentido a su vida, un derrotero racional, encuentra como camino en la escritura la obra referencial del escritor japonés Haruki Murakami e intenta seguir sus ficciones como si se tratara de la propia realidad. Se presenta a un programa de residencia para escritores en Tokio, tiene la serte de ser seleccionado y sale en busca de esos extraordinarios colores de los atardeceres orientales que describe Murakami en sus novelas.

Murakami, mi amor, es la persecución de un sueño, cuando ya creemos que no se nos está permitido soñar.

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