El insoportable calor de enero invitaba a refugiarse ahí,en ese pequeño reducto en donde día tras día los mismos de siempre y algunos más encontraban el oasis tan ansiado.Un particular paraíso con olor a café y hamburguesas, en un ambiente de penumbra bajo el inconfundible rumor, mezcla del silbido de la máquina de café, el agudo sonido de esos pocillos rozando la superficie blanca de los platillos y alguna cucharita distraída cayendo al suelo. Sentada a la barra, como lo hacía rutinariamente de lunes a viernes Mónica una muchacha de unos veinte años trataba de engullir un pebete y una gaseosa al paso. El Tropical era el lugar justo. Era pequeño y estaba ubicado en la esquina de Diagonal Norte y Maipú, en pleno microcentro. Estaba repleto a toda hora, desde muy temprano en la mañana para beber el cafecito antes de entrar a la oficina y ahí empezaba el desfile incesante hasta la noche tarde. por cierto era el lugar preferido de todo oficinista, cadete, ejecutivo de medio pelo, y de todo hombre gris que agobiado por una jornada de trámites hacía una breve estancia tan sólo para sentarse a la barra, en donde no cabía ni un alfiler, ya que era la única manera de conseguir un asiento. El bar o copetín al paso o bien café al paso como se lo solía llamar en aquel entonces era tan minúsculo que no tenía mesas adicionales. la barra que formaba un semicírculo moldeada por la misma ochaba de la esquina, los taburetes que formaban una hilera de punta a punta, unos pocos pasos más y tan solo la vidriera y después la vereda. Pero sin embargo parecía ofrecer un mundo de comodidad para los comensales. Tal vez por la atención rápida de los gallegos detrás del mostrador, tal vez porque era más económico que otros lugares o quizás porque los concurrentes tan sólo necesitaban un rato de descanso, poder sentarse y tomar algo fresco en verano y saciar su apetito exacerbado por la ansiedad del traqueteo laboral que los invitaba a saborear de antemano ese pebete de jamón, queso y tomate que desbordaba de mayonesa y lechuga y hacía agua la boca de quienes esperaban por unos pocos minutos a ser atendidos.
En ese diminuto salón de tres paredes tenían cita las preocupaciones, las alegrías, los sueños y las desilusiones en un Buenos Aires de fines de los setentas envuelto en una atmósfera particular. un orden aparente, una fachada de blanca pureza que maquillaba el otro lado del escenario, aquél teñido por el negro de la mentira y el desgarro de los que no pueden ser escuchados. un Buenos Aires que fingiendo con sonrisa dibujada lloraba lágrimas de sangre.
Mónica tenía dieciocho inocentes años. El año anterior había terminado la escuela secundaria en un colegio en el norte del conurbano bonaerense con las mejores calificaciones. Cuadro de Honor en toda su carrera secundaria con el título de bachiller en una mano y un montón de ilusiones en la otra se lanzaba a la vida, era momento de romper el cascarón de dieciocho años de protección o bien sobreprotección en un mundo que tan solo tenía las medidas de su barrio, de su casa y de su colegio. A pesar de estar tan sólo a veinte quilómetros de distancia de la Capital se sentía como un pez que había nacido y crecido en una pecera de esas que podemos tener en un rincón del comedor, y de pronto alguien tomaba esa pecera en una fría mañana de invierno, iba hasta la Costanera sur y allí desde la pared de contención la volcaba al Rio de la Plata en donde los dorados pececitos no podrían adaptarse al cambio de habitat, la inmensidad del nuevo espacio, las aguas que de pronto viraban del cristalino ambiente al gris empetrolado. Después de haber recorrido el microcentro de un lado a otro, yendo y viniendo el jefe un abogado que tenía sus oficinas justo nueve pisos arriba de El Tropical le decía que podría tomarse no más de media hora para almorzar. Para la muchacha esa media hora no era para nada suficiente por dos poderosas razones, estaba bastante cansada de dar vueltas por la ciudad y le gustaba comer, jamás había hecho una dieta como la mayoría de sus coetáneas, no le interesaba y además la comida le provocaba una agradable sensación de placer y era el estímulo que necesitaba para seguir hasta el fin de la jornada.
En la oficina su trabajo era el de recepcionista y cadete. El equipo de trabajo estaba compuesto por otra muchacha, Marina, de unos veintitres años, Marcelo, un chico de veinte que venía esporádicamente ya que estaba haciendo el servicio militar en la Marina y era soldado secretario del Contralmirante, así que lo tenían sujeto en el Edificio Libertad todo el día pero cuando lo dejaban salir venía a la oficina y trabajaba a destajo tratando de sacar todo el trabajo atrasado. Era un genio con la máquina de escribir eléctrica y por eso le encomendaban la redacción de los contratos, los cuales terminaban siendo papeles impecables hechos por sus manos. Los demás, el contador el Dr. Allende, el secretario el Sr. Hamann, el gerente el Sr. Romero y algunos más advenedizos abogados, gerentes etc. que conformaban una troupe de cuarentones de aspecto diligente y aburguesado que vivían preocupados corriendo de un banco a otro del circuito de la city porteña, y por supuesto Mónica, un sapito de otro pozo que no encajaba en ese mundo de empresarios, no porque su estructura mental no estuviese preparada sino porque y con sus dieciocho años la inocencia todavía a flor de piel la mantenía en ese estado puro y vulnerable expuesto a la concreción de sus más altos anhelos o quizás al mayor de los desastres.
Esa mañana Mónica había llegado algunos minutos más temprano que lo habitual, en la oficina estaba el Sr Hamann leyendo el diario, la saludó con un gesto amable y le ofreció una taza de café recién preparado. De todos los compañeros de trabajo él era el único que demostraba un gesto un tanto paternal. Un hombre educado que jamás tenía una palabra equivocada y se conservaba dentro de los parámetros de la buena educación. Unos minutos más tarde llegó el presidente de la firma el Dr Cristofece, con ínfulas como solía aparecer envuelto en un torbellino de apuros y dando órdenes a los presentes y ausentes.
-Nena, llamaste a las señores tal y tal, hablaste ya con mengano, y no te olvides de citar a sultano, recordá que lo de perengano lo postergo para pasado mañana –
Aturdida más por la manera de encarar el trabajo, la voz autoritaria del jefe y la avasallante actitud que por la tarea en si misma, Mónica tomaba el tubo y comenzaba a tratar de hacer efectiva la agenda. En eso llegaba el contador con cara de pocos amigos pero al que sin embargo no le faltaba oportunidad para dar una mirada libidinosa al cuerpo de la chica. Ella se incomodaba, quería meterse debajo del escritorio pero trataba de disimular. La mañana siguió más o menos dentro de lo habitual, salvo por una llamada que irritó tanto al Dr. Cristofece que casi le dio un infarto. Llamaba un cliente, quería que la empresa le rindiera cuentas lo antes posible sobre un trabajo de mejoramiento de infraestructura en unos campos que poseía en Mendoza y Salta (a ese particular se dedicaba la empresa, obras de riego y tendido de servicio eléctrico en zonas áridas- trabajo de tercerización – que requería de mano de obra altamente especializada ). El cliente iría a ver el desarrollo de las tareas insitu en el término de una semana ya que ese era el plazo de vencimiento para la realización de los trabajos, si hubieran sido hechos en tiempo y forma, por supuesto. Cristofece había dejado expresamente dicho que si llamaba ese cliente le contestaran que él presidente había tenido que viajar de urgencia a los Estados Unidos por un tema familiar. Todos lo sabían menos Mónica, o quizás no lo recordaba y sí se lo habían advertido, la cuestión es que levantó la llamada y directamente lo comunicó con el Dr Cristofece.
Nefasto día aquél. Los gritos del jefe resonaban casi en todo el edificio. La miró fijamente y el acero de su mirada se mantuvo clavado en ella por varios días.
Pero aquél mediodía Mónica fue como siempre alrededor de la una y media, los taburetes estaban todos ocupados. Compró un pebete y una gaseosa y caminó dos cuadras hasta la plaza Roberto Arlt, se sentó en uno de los adoquinados escalones y comió y bebió la gaseosa con ganas. El dulzor de la bebida mitigaba la hiel que brotaba en su garganta. Se quedó un rato más de lo correspondiente. Unos chicos de unos once años pasaron al lado suyo pitando apenas las colillas de los cigarrillos, la miraron en actitud desafiante o por lo menos eso le pareció. El sol de enero daba de pleno y el smog de los colectivos formaban una indeseable atmósfera que irritaba los sentidos. Del otro lado de la ciudad se gestaba algo, un monstruo estaba a punto de parir.Buenos Aires estaba a punto de parir, pero parir es dar a luz, nacer a la vida, sería entonces un contrasentido que la muerte estuviera por parirse.
En una casa antigua en el barrio de Colegiales cinco jóvenes que no pasaban de los treinta, uno de ellos era menor, se reunían todas las tardes, hablaban, proyectaban, soñaban. tenían a flor de piel los ideales como tantos chicos, querían comprometerse, querían mejorar el mundo, ponerlo patas para arriba si fuera necesario, romper las obsoletas estructuras para reinventar lo que ellos consideraban era lo correcto. Amaban la lucha y se sentían comprometidos hasta los huesos para defender la causa.Sabían que hacerlo era un tema delicado ya que a cada paso exponían su vida pero así y todo la inconsciencia de no valorar la justa medida del peligro lo hacía seguir adelante para hundirse cada vez más en el fango de la insensatez . Roberto y Juan cursaban la facultad, Marisa y José eran novios desde hacía dos años, se habían conocido en el secundario y desde entonces eran inseparables. José trabajaba en un taller mecánico y Marisa soñaba con entrar a la carrera de abogacía, hacía el curso de ingreso pero siempre le faltaban algunos centésimos para la admisión, cuando iba a ver las planillas a la facultad con los resultados de examen sus ojos cansados veían siempre los mismo, ya iban tres oportunidades y nada, una línea roja que al final decía aprobado no ingresante la separaba de los que sí y los que deberían esperar un año más y rendir otro examen. En los últimos tres años lo único que había logrado era acumular bronca. A su edad no se preguntaba si la falla estaba en ella sino que cargaba las tintas a los de afuera, a la crueldad de un sistema perverso que le quitaba las posibilidades de cursar y hacer una carrera universitaria. Se sentía frustrada y lo único que la compensaba eran justamente esas reuniones que alimentaban su ego y ayudaban a descargar toda la bronca que llevaba en su corazón. El más chico era el hermano de Marisa, Roque que tenía dieciséis años y estaba cursando el cuarto año de la escuela de comercio. El chico sentía admiración por su hermana mayor y la seguía en todo lo que ella hiciera. No tenía un real interés en aquellas reuniones hasta las más de las veces se aburría y había temas que no lograba entender pero se sentía a gusto con tan sólo acompañarla.
Buenos Aires, con su acostumbrado ritmo febril brillaba con el sol del verano, portaba la imagen de una metrópoli de postal. Vivía en un impuesto orden que le daba el aspecto que muchos deseaban que tuviera pero sus entrañas se iban retorciendo y causaban dolor. La flecha ya había sido disparada y nada la haría volver al arco.
SINOPSIS
En la ciudad de Buenos Aires, a fines de los años setenta, un grupo de jóvenes vivían y soñaban con la fuerza de su edad entre realidades y utopías. Creían y querían desafiar a su propio destino. Unos conociendo que eso los podría conducir a su propia muerte y otros llevados por la inconsciencia y el candor de la adolescencia. Argentina vivía en un solapado orden, envuelta en el horror de las muertes, las que se conocían y las que quedaran sepultadas para siempre bajo una lápida sin nombre. En ese cóctel siniestro Mónica, una chica que acaba de terminar la escuela secundaria, nace a la luz de su destino. Desde el seno de una familia de clase media trabajadora , criada bajo estrictas normas morales y envuelta en los algodones de la sobre protección de su madre se enfrenta a lo desconocido de ese nuevo mundo. Todo por descubrir, lo bueno, lo malo, lo mediocre, la falsedad y lo trágico en las calles de una Buenos Aires que no ofrece tan sólo lo que se ve, en sus calles y su gente anida ese otro costado por descubrir. Y como para tantos hombres y mujeres que la recorren día a día El Tropical es el recodo en donde los caminantes descansan tan solo por unos instantes de su ajetreado peregrinar. Tomar fuerzas para levantarse nuevamente y lanzarse al mar de asfalto. Historias tan diversas como diferentes son los protagonistas pero que bajo el paraguas de la gran ciudad se tocan en manera tangencial forjando su propio destino. Mónica es una chica más, absorbida y finalmente devorada por la crueldad de un sistema corrupto contenido en una ciudad que fagocita su inocencia.
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