Encañonando a Hipócrates

Encañonando a Hipócrates

Juan Millón

19/02/2018

Capítulo 1. Ramiro Díaz.

Ramiro estaba de pie frente a una de las cuatro mesas. Cualquiera que viera su traje militar, tan limpio como almidonado, sabría que se trataba de su segunda piel. Todo aquel que pasaba cerca de Ramiro miraba de soslayo la mesa y, después de detectar que solo quedaban queso rancio y patatas fritas de bolsa, le daba un apretón de manos sobrio y le felicitaba antes de huir con cualquier excusa.

Serían unas treinta personas las que se apelotonaban en aquella pequeña sala que habían alquilado cerca de la catedral. Ramiro conocía a la mayoría de ellas solo de vista o de oídas. Se suponía que aquella era la ceremonia oficial a la que acudían los altos cargos de su regimiento para rendirle homenaje, y que la oficiosa con sus conocidos se celebraría en otro momento. Pero, aunque él hubiera querido, no hubiera acudido nadie a esta segunda. Entre apretón y apretón, se sacudía distraído la estrella de cuatro puntas de la solapa por no pensar en su exmujer y en los dos hijos a los que hacía más de una década que no veía.

Pasó hora y media allí de pie, inmóvil, tan largo y delgado como era él, con la gorra en la mano y moviendo los dedos dentro de las botas para activar la circulación. Estaba pálido, sudaba y, a ratos, sentía que la cabeza se le iba. El calor y el olor de aquel lugar le traían recuerdos de su primera estancia en las habitaciones de un cuartel y contribuyeron a su mareo. Cuando el cabo se acercó al atril, Ramiro suspiró aliviado sin dejar que su rostro trasluciera ninguna emoción. Aunque los ojos de ratón del cabo Bahamonde apenas se intuían tras los cristales morados de sus gafas, con ellos consiguió que el ruido de docenas de conversaciones diera paso a un silencio sepulcral. Se echó las manos a la espalda, se balanceó sobre sus talones y, una vez tuvo la atención de todo el mundo, se quitó las gafas y comenzó a hablar con esa voz estentórea que todos conocían.

—El general de brigada Ramiro Díaz Tretil ha sido, es y será un hombre meticuloso, duro y honrado. Solo ha levantado la mano o la voz cuando ha sido necesario. Desde que entró a formar parte de nuestro glorioso ejército…

Ramiro tenía la sensación de haber bajado de una avioneta tras una exhibición de esas que hacían en verano en la playa. Habría pagado su último sueldo por encontrarse solo en aquella sala y poder sentarse. Aunque las miradas iban del cabo a Ramiro, nadie se percató de lo mal que se sentía este último. El homenajeado no era capaz de distinguir las palabras que le estaba dirigiendo el cabo, pero no le importaba. Se podía imaginar el tipo de paparruchas que estaría contando.

—… Y hoy es un día triste para nosotros. El general Díaz, que ha estado con nosotros cuarenta y dos años, nos abandona en estos tiempos revueltos y difíciles en que nuestra profesión y nuestras tradiciones se menosprecian. Despedimos a este hombre, símbolo de lo que deberíamos aspirar a ser, en una sala que… Me he arrastrado en trincheras más grandes y más limpias que esto. Es una lástima. ¡Una lástima! Si hubiera justicia, se habría celebrado para este hombre un desfile con pelotones, tanques, salvas, toques de corneta, redobles de tambor… ¡El jefe de estado debería estar aquí y jubilar a este hombre como se merece!

Ramiro cada vez estaba más mareado. Con todo el disimulo que pudo, dio un paso lateral y se acercó a la mesa. Aunque tenía las manos sudadas y le temblaban, tomó una botella y se rellenó el vaso con rapidez. Sin mutar el rostro, bebió un trago de agua fría. Como si de maná se tratara, sintió que revivía y que las ideas volvían a su sitio. Pudo prestar atención a las últimas palabras del cabo. Aunque no se conocían de nada, hacía años que nadie hablaba con tanta emoción y tanto acierto de él. Le recordó al discurso que le dedicó su hermano Agapito durante la boda. Ramiro casi se sintió orgulloso. Casi. El problema era que había oído al cabo Bahamonde en otras dos jubilaciones y el discurso era calcado.

—Pero ya es hora de que me calle y de que el general Díaz nos diga algo. Es un hombre de pocas palabras. Y, como todos los hombres de pocas palabras, si habla poco es porque sabe que todo lo que dice vale oro y no hay que malgastarlo. Así que escuchadle con atención.

Toda aquella gente uniformada aplaudió con sobriedad, con la gorra de plato azul en la mano y con el tintineo de sus divisas y medallas acompañando. Cuando el cabo Bahamonde se volvió a poner las gafas moradas y se apartó del atril, las miradas convergieron en Ramiro. Al moverse sintió que las náuseas regresaban. Centró todas sus energías en caminar recto. Gotas de sudor perlaban su calva y caían por las trincheras de su frente y sus patas de gallo. El frondoso bigote blanco le picaba. El cansancio hizo que sus ojillos azules se hundieran. Sus mejillas desparramadas y su cara pálida le hacían parecer un bulldog viejo. Tras un recorrido que se le hizo eterno, llegó por fin al atril. Puso la gorra sobre este. Inspiró. Ensanchó la boca en lo que parecía un largo bostezo y, antes de pronunciar una sola palabra, dio con la frente contra el atril y cayó al suelo.

Al abrir los ojos, Ramiro vio cinco cabezas sobre él. Un murmullo tenso chisporroteaba de fondo. Todo le daba vueltas y sentía que le estaban agujereando las sienes. Una de las cinco testas que se asomaban a su campo visual, la del cabo Bahamonde, miró hacia atrás.

—Dígales que ya ha vuelto en sí. Que apenas ha estado treinta segundos sin conocimiento.

Como si le hubieran azuzado con un tizón, el general Díaz se incorporó de golpe. Al mirar en la misma dirección que el cabo, vio a un hombre con un móvil en la oreja. El dolor de cabeza desapareció.

—Sargento Márquez, por el amor de Dios, ¡cuelgue eso de una vez! —gritó Ramiro.

Su voz resonó por la sala. Se hizo un silencio absoluto. Una vocecilla distante se oyó a través del teléfono. «Servicio de Emergencias Médicas, ¿dígame?»

—¡Le he dicho que cuelgue el puto teléfono, coño!

El sargento, de manera refleja, pulsó la tecla roja y cerró la tapa del móvil.

—Pero hombre, no sea orgulloso. ¡Que se nos ha desplomado! —dijo alguien cercano al atril.

Ramiro rechazó con un gesto la mano que le tendió un comandante.Se apoyó en el atril y se puso en pie. Aunque se sentía en el tambor de una lavadora en pleno centrifugado, disimuló lo mejor que pudo. Se alisó el uniforme, se recolocó la estrella de cuatro puntas que pendía de su pecho y miró a todos como si les desafiara a un duelo.

—Aunque no sé a quién, pues no les conozco a la mayoría, agradezco que hayan venido hoy. Sabemos que todos estamos aquí por compromiso. Y ya hemos cumplido. Así que cada oveja puede volver a su redil. Lo dicho: muchas gracias y hasta siempre.

Ante el silencio atónito de todos los asistentes, Ramiro se marchó sin mirar atrás. Quería llegar a casa. Le había ido del canto de un duro que su plan se fuera al garete.

Cuarenta minutos después estaba bajando del taxi. Era un viernes noche. Miró a ambos lados de la calle antes de sacar las llaves. Chasqueó la lengua al recordar que la farola llevaba meses rota y aún no habían enviado a nadie desde el ayuntamiento para arreglarla. El automatismo de aquel gesto venció a la presbicia y al temblor, y abrió el portal sin muchas dificultades. Cuando llegó el ascensor, se tuvo que echar a un lado para dejar pasar a una vecina que bajaba a tirar la basura en pijama y pantuflas. Esta ni siquiera advirtió que se acababa de cruzar con un hombre vestido de militar. Ramiro pulsó el botón del tercer piso. Cuando el ascensor se detuvo, avanzó hasta la puerta de su casa y la abrió. Dejó las llaves en un cenicero que había sobre la mesita de la entrada y cerró la puerta con suavidad. Al llegar al salón, se dejó caer sobre el sofá.

Se despertó al día siguiente con la cabeza algo más despejada pero con una contractura de mil demonios. Masajeándose el cuello se acercó a la cocina, se hizo un café y envolvió tres biscotes con tres lonchas de mortadela. Pasó el resto del día frente al televisor. En toda la mañana solo se levantó para ir al lavabo media docena de veces y para hacerse un almuerzo frugal.

Por la tarde se introdujo en la que había sido la habitación de su hijo mayor y que desde hacía una década funcionaba como vestidor. Abrió el armario con un chirrido. Dirigió un breve vistazo al hombre pálido y ojeroso que se asomaba al espejo del fondo. Las medallas, los uniformes, las botas y las mochilas del interior estaban pulcras y ordenadas. Acercó su mano a la cartuchera que pendía del colgador y desenfundó la Smith & Wesson. Expulsó el tambor. Se aseguró de que la recámara estaba vacía, comprobó el correcto funcionamiento del arma y la cargó con las balas que tenía en la primera estantería del armario. Le puso el seguro y la depositó de nuevo en la cartuchera. Se vistió con una camisa ancha, unos pantalones caqui desgastados, y se puso las zapatillas de deporte que usaba para esos paseos que cada vez eran más cortos. Se colocó la cartuchera en el hombro, por dentro de la camisa, y la abotonó. Aunque la camisa era holgada, se apreciaba el bulto bajo la axila. «Mala idea», se dijo a sí mismo. Tomó una mochila de gimnasio e introdujo la pistola con la cartuchera en su interior. Se llevó la mochila hasta la sala de estar, se sentó de nuevo en el sofá y la dejó a sus pies.

Estaban emitiendo un programa de sucesos. Lo que contaba aquella presentadora sobre una niña desaparecida “en extrañas circunstancias” y un perro que se había transformado en una estrella televisiva le daba bastante igual. Después de una hora de morbo gratuito y anuncios, dos hombres con auriculares y enmarcados por el verdor de un campo de fútbol hicieron un anuncio: «en treinta minutos empezará el partido de la Champions League, que enfrentará al Fútbol Club Barcelona y al Real Madrid». Ramiro apagó la tele y descolgó el teléfono de la mesita de noche. Marcó un número de tres cifras, esperó que le contestaran con la fórmula que, por desgracia, conocía de sobra, y soltó la frase que tenía ensayada:

—Soy Ramiro Díaz Tretil. Vivo solo en la calle del Solemne Corazón, número treinta y nueve, tercero segunda. He perdido el conocimiento, me he golpeado la cabeza en la caída y habré pasado unos cinco minutos tirado en el suelo. Tengo palpitaciones, estoy pálido y sudado…

Quince minutos después una ambulancia aullaba por la Avenida del Estrecho rompiendo lo que habría podido ser un tranquilo atardecer de sábado. En su interior, Ramiro estaba tumbado sobre la camilla con el tensiómetro en el brazo izquierdo. Un enfermero registraba las constantes en una hoja.

—¿A qué hospital me llevan?

—Al que tenemos más cerca. El Clínico de la Santa Cruz.

Ramiro no dejaba de vigilar con el rabillo del ojo su mochila.

Sinopsis

Desde hace unos meses, Ramiro Díaz Tretil, el fuerte e incansable general, es una calavera pálida y sudorosa que apenas puede caminar dos minutos sin que le falte el aliento. Esta situación se podría resolver con un ingreso hospitalario y una intervención programada. Pero una lista de espera eterna se interpone entre la enfermedad y la salud. Harto de esperar, decide tomar cartas en el asunto: a punta de pistola se atrinchera en el servicio de urgencias de un hospital comarcal. «¡Hasta que no me resuelvan lo mío, de aquí no se mueve ni Dios!», grita encañonando a una anciana con demencia. Sin embargo, el general Díaz desconoce que el caos forma parte de Urgencias. Su férrea disciplina y su formación militar se verán superadas por las peculiaridades de las ocho personas que le acompañan en el encierro y la situación pronto escapará a su control…

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