Capítulo I: La Torta

Yo no esperaba que mi vieja vendiese un riñón para comprarme una torta, por mí habría bastado con el intento de conseguir harina, ocho horas de mierda desde la madrugada en una cola. Me sentí culpable cuando regresó sudada, derrotada, con las piernas hinchadas. Estaba tan envejecida. Yo no sé si es que a cierta edad la gente envejece más rápido o será toda esta mierda socialista que nos está matando.

Ya sabía que no habría torta, y de las rumbitas de cumpleaños me había olvidado después de lo de papá, así que esa mañana, ese día de mi cumpleaños 18, fue sábado y yo solo quería reunirme con Ricardo y jugar FIFA hasta que me sangraran los ojos, pero mi mamá, mi vieja, ella no sabía rendirse; decoró como pudo, cosas prestadas, reciclaje y unas hojas impresas con letras de Word Art “FELIZ CUMPLE, LUISITO”. Estaban varios amigos y una tortica triste, chiquita, parecía un ponqué grande, y vaya que me sorprendió, hasta me dieron ganas de llorar.

— ¿Cuál riñón vendiste, mamá? —, dije esforzándome por sonar divertido.

Me costaba mucho sonreír. Mi vieja, mis amigos, e incluso mi hermano que no estaba, cualquiera podía notar que aquello conmovía por lo ruinoso. Una mierda. Por eso mi chiste del riñón salvó de las lágrimas a más de uno, incluyéndome. Laurita sí lloró, pero ella era una Magdalena, la abracé, y para que dejara de llorar le pregunté al oído:

— ¿Hoy sí me vas a dar el chiquito?

— Necio —. Se apartó de mí entre risas y lágrimas.

Pero como siempre prefería guardarme lo peor, sentía aquella celebración, aquella tortica, aquella atípica reunión matutina, cada vez más pequeña, más triste. “¿Qué coño celebramos?” me preguntaba, pero no podía decírselo a Ricardo y a Néstor que habían cruzado la ciudad para estar allí, tampoco a Laura, que había dejado de hacer la cola de los sábados para compartir aquel pequeño momento que ella llamaba especial y que a mí me parecía depresivo.

Era algo así como que despiertas en un hospital, felíz de estar vivo después de un accidente, pero has perdido las piernas, y no saben si verte con alegría o con lástima, es agridulce, como todo aquí ahora, ninguna alegría es completa en la Venezuela socialista.

Mi mamá se acercó, me bendijo con esas bendiciones largas que me susurraba y yo nunca entendía.

— Mijo, tu hermano no pudo venir, tú sabes que él trabaja con el ministro y eso es un trote.

No respondí, pero pensaba que mi hermano era bien güevón, nunca tiene vida, detrás del ministro caretabla ese que parecía una mutación de Jabba the Hutt. Y sí, le iba bien, relativamente. Bueno, ahí, pero fácil podía haber comprado una torta decente, pero estaba ocupado, siempre, incluso cuando el ministro se iba con unos culos para la playa, él allí como un güevón, trabajando mientras el tumor ese se bronceaba, comía y bebía, y se tiraba a los culitos, y comía y comía.

Mi hermano llamó, había un bullicio a su alrededor, sonaba ajetreado.

— Verga, gusano, ya eres un tipo —, dijo.

Se escuchaba mal, una larga pausa, hablaba con alguien más. Yo estaba acostumbrado a sus llamadas cortas e incompletas.

— Mira, mañana seguro nos vemos y salimos pa’ echarnos una.

Yo sabía que eso era mentira, nunca cumplía, siempre había una llamada del Tumor que le requería con urgencia. Lo seguí escuchando un rato hasta que concluyó con un “Yo te llamo ahorita”, que tampoco se cumpliría.

Nos comimos la torta que, como tantas cosas en el país, no sabía igual que antes, por los ingredientes deficientes o ausentes o de mala calidad. Néstor había dicho en otra ocasión que así era en la novela “1984” de George Orwell u Orson Wells, siempre los confundo, pero en esa novela, las cosas no saben bien porque se racionan o porque son cosas sintéticas, como café, leche o chocolate falso.

La primera vez que lo dijo yo le pedí que me leyera algo para ver si era igualito a Venezuela como él decía, pero no era igual, parecido sí, mucho más de lo que cualquier país quisiera parecerse a eso, pero por ejemplo, el dictador de la novela era una presencia intimidante, un tipo con alguna especie de liderazgo, no como Maduro que era un mamagüevo. Néstor reflexionó y finalmente estuvo de acuerdo conmigo, pero soltó una frase, una de las de él, como medio pop pero con un toque hípster:

— Somos como la versión chapucera de “1984”.

No estuvimos más de una hora después de la torta, Néstor se fue a la universidad, mi mamá quería ir a ver qué conseguía y Laura la acompañaba. —No tengo toallas sanitarias and the regla is coming xD—, me escribió por WhatsApp. —¿Nos vemos en la tarde?—, ella me miró de un lado a otro de la sala con esa mirada tan de ella. —Sí… pero olvídate del chiquito—. La miré y le hice un gesto, ese gesto pasando la lengua por la parte interior del cachete arqueándolo para simular el sexo oral, ella me reviró los ojos. —Sí eres pasado, respeta a la Sra., Hilda— seguía escribiendo. —Pórtate bien y vemos—, me estaba viendo de nuevo con esa mirada, y yo había montado una carpa en mis pantalones.

Ricardo y yo nos fuimos en dirección opuesta a la de Laura y mi vieja. Ricardo sudaba como sudan todos los gordos. Era un chamo que había crecido en un hogar que tenía las maneras, y no estaba acostumbrado al trajín de las camionetas, todo el camino estuvo despotricando sobre la escasez de baterías, que todo es un peo, que este año sí se iba pa’l coño… Pero no se iría, o al menos su padre no se iría, ni le apoyaba en la idea de emigrar, y la razón era simple: su papá era chavista, o madurista, en fin, gobiernero; aunque yo podía ver y él podía sentir que ya no gozaban del mismo nivel de vida de antes, su papá seguía estoico, aunque silencioso cuando se trataba de temas políticos.

— Marico, de pana, ¿cómo haces tú para andar en estas perolas todo el tiempo?

—¿Qué más me queda, won? Yo he moldeado mi carácter en las camioneticas, soy uno con ellas—, dije conteniendo la risa burlona que sabía tanto le molestaba.

—Chamo, qué horrible, odio el centro y este calor, estoy loco por comprar la batería del carro, todavía soy el 312.

—312… Pero avanza más o menos, en carnaval eras más de 600. Le dije.

—Sí, bueno, ahí. Ya estoy en el grupo 7, subí más o menos rápido porque depuraron la lista de gente que no estaba cuando la pasaron—, dijo con un cansancio, con una resignación opaca, que no era reconocible en Ricardo, tan peleador, tan altivo.

Al fin llegamos, el gordo se quitó la camisa frente al aire acondicionado, tenía la espalda peluda, parecía un puto cavernícola. Yo solo quería fundirme en su sofá y jugar FIFA, estaba cansado de todo y aquel cuarto era el bunker que por años logró aislarnos de la mierda del país. Ricardo odiaba al gobierno, incluso en la época de la Mortadela Intergaláctica, pero ahora estaba revelado, echaba espuma por la boca nomás de ver o escuchar a Maduro.

Yo no lo sabía entonces, pero aquella sería la última vez en mucho tiempo que jugaría Playstation con el gordo. A veces, cuando miro hacia atrás, me gustaría haberlo abrazado, haberle dicho algo más amable que “gordo seboso” o “Majin Boo”; era como mi hermano, nos conocíamos desde 5° grado.

Recuerdo que en principio le tenía miedo porque era muy agresivo y tosco, de allí lo de Majin Boo, pero luego “viciamos” juntos con el Mu, el WoW y el Lineage y nos hicimos buenos amigos.

También éramos alcahuetes mutuos, yo lo ayudé a que perdiera la virginidad con una chama, haciendo segundas y eso, la chama era lo que uno decía “Federica pero Ricarda”, era medio lisa y también interesada Y el gordo, que prácticamente vivía solo, me dejaba usar su cuarto para estar con Laura.

Esos éramos nosotros y, pese a todo, la vida era sencilla, y aun lo que vino después, esa época de cuando cumplí los 18, la veo tan diferente, tan distante, y éramos tontos, inocentes, quizás aún lo sea.

A veces cuando cae la noche tengo ese sentimiento, como en el estómago, un miedo que duele, es como cuando papá se fue, es así. Han sido muchas noches con ese desasosiego, por tantas razones distintas, una detrás de otra. No digo que no, no digo que no pensé en desistir, en morir, pero a la vez había tanto en que pensar, alguna lucecita brillando que te daba esperanza, y seguí.

Hoy la gente dice que fui valiente, yo no lo creo, simplemente fui un tonto a merced de unos bárbaros, simplemente para mí fue un juego, fue catarsis, y para ellos, para ellos no sé qué fue, porque en el fondo dudo que creyesen que yo era eso que decían, solo fue una trama que crecía y crecía y yo estaba en el medio, como un personaje de culebrón, maltratado, jodido, pisoteado. ¿Sabes?, la muchacha ciega que es hija bastarda, que la violan y va presa, y uno decía “ya basta, déjenla en paz”, y mi abuela y mi mamá pegadas al televisor, odiando a los malos y compadeciendo a esa pobre muchacha ciega paralítica que estaba presa… Y bueno, así como escriben los culebrones alrededor del dolor de ese personaje, así me pasó. La trama crecía y yo era incapaz de saber cómo, solo estaba allí, en medio de ese remolino. Estaba solo, solo y preso, ante una noche oscura que no terminaba.

Sinopsis:

De aquella Venezuela Saudí referente de la economía de libre mercado y la democracia más sólida de Latinoamérica, nada queda. Del comercio pujante solo una sombra de calles marchitas, por las que famélicos y atribulados venezolanos, buscan la supervivencia. La añoranza de lo que alguna vez fue, el país perdido de los que se van, el infierno para lo que se quedan. Decena de personajes intenta escapar de la cárcel que se volvió su propia nación, saltando a cualquier lugar… saltando al vacío.

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