Para los que no la conocen, o aquellos que únicamente creen conocerla, Murcia pese a ser la séptima ciudad española por cantidad de habitantes, puede ser una ciudad pequeña, recogida y tranquila. Sin embargo, unos pocos, aquellos que saben mirar tras las fachadas y leer los rostros, son capaces de sentir en sus calles el sutil aroma tan característico que desprende la podredumbre tras un desesperado intento de camuflarla.
Escenarios y calles por donde, durante la jornada, discurre la actividad frenética de sus habitantes, ocupados y ruidosos, que caminan deprisa, que tapean en las terrazas, ríen y parlotean a voces, mientras los estudiantes madrugadores se mezclan con aquellos que regresan a sus casas tras sus obligaciones nocturnas, ajenos a lo que esa ciudad es capaz de tejer en las sombras, en aquellos lugares donde no llega un sol que calienta, impertinente, y cuyos rayos parecen aplastarte contra ladrillo y asfalto.
Precisamente al caer ese sol, Fuensanta Serrano, cruzaba la plaza del Teatro Romea de camino a comenzar su jornada laboral. Desde hacía ya tres años, la empresa para la que trabajaba, ocupada del mantenimiento y la limpieza del Palacio Episcopal, la había destinado allí, donde durante tres horas diarias, de nueve a doce de la noche, se ocupaba prácticamente sola, de las tareas de limpieza del edificio.
Pese a que caminaba deprisa, iba observando cómo los empleados de los distintos negocios, la mayoría pequeñas tiendas de ropa, con las persianas medio bajadas, cuadraban las cajas y realizaban tareas de inventario. Mientras que para unos acababa el día, ella tenía todavía por delante unas duras horas de trabajo que a esas alturas de semana comenzaban a hacerse ya interminables. Otras compañeras de la empresa, bastante más jóvenes, llevaban esos aparatos mp3 para hacer más llevadera la tarea, pero según su propia opinión, toda esa tecnología le quedaba ya muy grande, y lo único táctil que manejaba con soltura era el mando de la televisión.
Aunque realizaba aquel trayecto a diario, nunca dejaba de ralentizar el paso al llegar a la plaza del Cardenal Belluga. Allí, junto a la majestuosa fachada de la Catedral, se encontraba el Palacio Episcopal, de estilo barroco, hoy sede de la Diócesis de Cartagena y construido allí como residencia en el siglo XVIII, exclusivamente para contemplar dicha fachada catedralicia, entonces recién terminada.
A Fuensanta, que apenas pudo acabar el colegio, y nada sabía de arte y arquitectura, poco le importaba que fuesen jónicas las pilastras que flanqueaban el arco de entrada al palacio, o que el escudo del balcón sobre éste fuese de un obispo o de un marqués, pero sin duda sabía que aquella postal de la plaza era posiblemente su rincón preferido de la ciudad. Era un espacio abierto, inmenso, donde uno podía alejarse lo suficiente para contemplar la majestuosidad del conjunto, y pese a que se consideraba una persona bastante religiosa, no era precisamente ese rasgo de los edificios lo que le confería su belleza. Aprovechándose de esto, la mitad norte de la plaza se encontraba ocupada por las terrazas de restaurantes, bares y heladerías siempre rebosantes de turistas y algún que otro lugareño consciente de su pequeño tesoro.
A las nueve en punto, Fuensanta se encontraba ya ataviada con su uniforme de trabajo, consistente en una bata azul y zuecos de goma, y con sus instrumentos de trabajo perfectamente preparados en un carrito con ruedas que iba arrastrando por los pasillos. A esa hora, ya no quedaba casi nadie en el edificio, y aunque no hubiese sido así, para casi todos los que allí moraban, ella, una limpiadora más cercana a los cincuenta que a los cuarenta, era tan invisible como las ondas de radio.
La noche transcurría en un silencio tan solo alterado por el escurrir de la fregona, el entrechocar de los cubos y el débil murmullo del exterior de la plaza que se fue extinguiendo poco a poco. Por norma general, iba encendiendo y apagando luces conforme limpiaba las distintas zonas del edificio, y por tanto el resto del inmueble quedaba sumido en la más absoluta oscuridad. Por eso cuando, a las doce menos diez, se disponía a emprender el camino de regreso al cuarto de la limpieza, una luz que provenía de un despacho del piso superior al otro lado del patio, le llamó la atención.
No era raro que, en ocasiones, se dejasen alguna luz encendida al salir de las habitaciones, y como no era la primera vez que daban queja a su empresa culpándola a ella de esos despistes, dejó el carrito junto a las escaleras y se dirigió hacia allí. Una vez en el piso superior y al ver, al final del largo corredor, cual era la habitación iluminada sonrió para sí misma. Quizá aún tuviese reservado un buen final para aquel día.
En cuanto hubo avanzado hasta la mitad del pasillo oyó un fuerte estrépito en el piso de abajo que creyó reconocer como el sonido de su carrito al volcarse con todos sus cubos, fregonas, escobas y productos de limpieza.
— ¿Hay alguien ahí? —gritó asustada. Sólo obtuvo silencio como respuesta.
Sin saber muy bien lo que hacer, si recular a comprobar lo sucedido o continuar hacia la estancia iluminada, fue consciente de lo sola e indefensa que se encontraba ante una posible agresión. Nunca antes lo había considerado.
Eran cerca de las dos de la madrugada cuando Ulises, al ir a poner la alarma despertador, se percató de las tres llamadas perdidas que tenía en el teléfono móvil, la última de hacía apenas unos minutos. Eran de la comisaría y pese a que podía haber esperado hasta el día siguiente sin temor a represalias, una parte de él se alegró profundamente de tener una excusa para no volver a meterse sólo en la cama.
No le dieron muchos datos desde la central al margen de que el aviso lo habían dado desde el palacio episcopal y que allí debía dirigirse. Ulises tenía alquilado un pequeño estudio abuhardillado a espaldas de la catedral, y la torre de la misma dominaba la vista desde la ventana que había en el techo sobre su cama. Tardaría apenas cinco minutos en llegar. Se puso unos vaqueros tan concienzuda como estratégicamente rotos y, sobre una sencilla camiseta negra de manga corta, la camiseta de juego de los Boston Celtics. No era la imagen más apropiada para ir a trabajar, pero él no se caracterizaba precisamente por su formalidad a la hora de vestir, y en ocasiones ni a la de actuar y además, esta noche, la urgencia y la hora del aviso constituían excusa suficiente.
La plaza estaba en absoluto silencio, y solo los destellos azules intermitentes de un coche patrulla alteraban la turística escena. Cerca de la entrada, unos municipales ofrecían lo que parecía una tila a una alterada señora de avanzada edad, a la que habían protegido del fresco de la madrugada con un chaquetón policial por encima de los hombros. Un jovencísimo agente montaba guardia al pie de las escaleras como si le hubiesen encomendado la misión más importante de su carrera.
— Señor, no puede pasar sin identificación.
— Soy el detective Del Hierro agente, me están esperando.
Con las prisas, había olvidado coger la placa y la cartera, y dada la pinta del novato, Ulises se figuraba que el acceso le iba a costar al menos una llamada de teléfono. Por el contrario, nada más escuchar su nombre, el agente se hizo a un lado faltándole poco más que hacerle una reverencia.
— Es… un placer conocerle señor. Arriba le esperan el comisario y el forense.
Cuando ya iba por la mitad de la escalera, el joven añadió titubeante:
— Si me permite decírselo señor, en la academia es usted una leyenda.
— Me entristece oír eso, agente. Los hombres nunca estarán a la altura de su leyenda — Contestó mientras se perdía en la oscuridad del piso superior.
Al llegar arriba se dirigió a la única habitación iluminada. Allí el inspector Blánquez paseaba nervioso por la habitación mientras Matute hacía fotografías a un viejo escritorio de madera. Sentado ante el mismo, había un hombre de unos cuarenta años amordazado y con los brazos atados a la espalda. El cuerpo estaba echado hacia adelante por el peso de la cabeza y, pese que la postura dificultaba verle el rostro, parecía tener las mejillas surcadas de sangre.
Abel Matute estaba considerado uno de los mejores forenses de todo el territorio nacional, siendo su físico tan estrafalario como su apariencia. Para dotarle de tan curioso aspecto, unas entradas, tan avanzadas que ya habían superado la línea entre las orejas, se compenetraban a la perfección con un ensortijado pelo negro, largo y descuidado. Tenía una gran nariz aguileña, ojos saltones, las mejillas hundidas, la mandíbula prominente y una perilla oscura tan desatendida como el resto del conjunto. Solía vestir siempre con camisetas publicitarias de cualquier negocio de mala muerte, con una camisa de cuadros, por encima, a modo de chaqueta. Pero si por algo se caracterizaba, por encima de todos sus rasgos, era por ser el médico forense con tantos eufemismos para referirse a la muerte como poco respeto hacia la misma.
Nada más cruzar la puerta, el inspector Blánquez se abalanzó inmediatamente sobre él.
— Por fin ha llegado, Del Hierro. Quiero que salgamos de aquí antes de que despunte el primer rayo de sol. No quiero mirones, no quiero publicidad y, sobre todo no quiero circos mediáticos. Esta historia podemos intentar resolverla lo más discretamente posible o puede estallarnos en la cara y convertir mis días en un infierno. No hace falta que le diga lo que prefiero.
— He captado el concepto Inspector pero, si me permite, todavía no sé ni de qué coño me está hablando.
— No me joda detective, Matute le informará ahora debidamente. Le he llamado porque quería que viese la escena con sus propios ojos. Cuando lo haya hecho lárguese a dormir unas horas porque lo necesitará y no puedo prometerle cuando volverá a tener ocasión de hacerlo. Mañana lo quiero en mi despacho a las ocho de la mañana- Con medio cuerpo ya en el pasillo, se giró y añadió examinándolo de arriba a abajo- Y por el amor de dios, venga con un atuendo un poco más acorde con la discreción que le he pedido.
Durante la conversación, Matute apenas levantó la mirada al escuchar su nombre, y todavía ahora, seguía a lo suyo, tomando fotos de detalle, con cierto entusiasmo y media sonrisa. Estaba disfrutando.
— Un encanto de hombre eh, te saca de la cama a las dos de la madrugada, te recibe con exigencias y aún le queda morro suficiente para criticarte el vestuario.
— Tú lo has dicho, se hace querer. Y bien, ¿Que tenemos, Matute?.
— Lo más curioso y entretenido desde que me trasladaron aquí. Echaba de menos topar con un macabro hijo de puta que diese color a mi trabajo. La víctima, aunque aún tenemos que corroborarlo, se llamaba Tomás Valente, y trabajaba aquí, en el Palacio episcopal, concretamente en este despacho, donde aún no sabemos bien a qué dedicaba su tiempo. Lo que sí sabemos es que antes de asumir la temperatura de la habitación[1]-me guiñó un ojo con exageración para remarcar su original apunte-, este pobre desgraciado las pasó canutas.
Tras decir esto, el forense dejó la cámara de fotos sobre el escritorio y se dirigió al cadáver levantándole la cabeza de modo que pudiese verle el rostro.
— Como podrás observar le han extraído ambos globos oculares, que por cierto no han aparecido, y si no estoy equivocado — hizo una pausa teatral —, lo hicieron en vida. Mañana podré darte más detalles.
El despertador del móvil sonó a las siete y cuarto de la mañana. Había estado tumbado en la cama cerca de tres horas, pero en un estado de constante duermevela generado por la excitación ante el nuevo caso que se le presentaba. Se vistió con la misma ropa que llevaba la madrugada anterior aunque, recordando las últimas palabras de Blánquez, prescindió de la camiseta de los Celtics. No tenía ganas de discutir tan temprano, y menos la mañana en que debería «negociar» las condiciones para trabajar en aquel homicidio.
Tanto Blánquez como su camisa a medio abotonar tenían aspecto de llevar días encerrados entre esas cuatro pareces. El teléfono estaba descolgado, y el escritorio plagado de carpetas con informes y fotografías de la escena del crimen. En una de las desconchadas paredes del despacho, sobre una pizarra, había escritos algunos nombres, direcciones y números de teléfono. Al verlo llegar, el comisario pareció volver de repente de un larguísimo ensimismamiento.
— Del Hierro, por fin ha llegado. Tenemos muchísimo que hacer. Dentro de unas horas este teléfono va a echar humo exigiendo detalles y aclaraciones sobre el asunto de anoche y -hizo especial hincapié en la palabra- «necesito» poder tener algo que decir.
Ulises cogió una silla frente al escritorio, la giró de manera que quedase frente a la pizarra y se sentó sin esperar a que le invitasen a hacerlo.
— Aún no le he dicho que vaya a quedarme. Usted mismo aprobó la semana pasada mi solicitud de vacaciones, y habría estado en mi derecho de no descolgarle siquiera el teléfono esta madrugada.
— Ulises no me joda. ¿Me ha visto cara de querer desayunar corazón esta mañana? No me obligue a sacarle el suyo. Sabe mejor que nadie que esas vacaciones le hacían tanta ilusión como ahorcarse en el puente viejo. Si se las tomaba era porque la ley le obliga a tenerlas y esta era una fecha tan buena y tan mala como cualquier otra. No creo que nadie fuese a echarle de menos. Ya se ha encargado usted bien de ello.
— No le discutiré que existe la posibilidad de que decida aplazarlas, pero sabe tan bien como yo, que una vez aprobadas y habiendo comenzado ayer, no tendría ni por qué estar teniendo esta conversación. Bien es cierto que, por otra parte, el caso me ha llamado la atención y dado lo preocupado que lo tiene, estoy dispuesto a ceder a su petición únicamente con un par de condiciones insignificantes.
— Es usted un bastardo mal nacido Del Hierro, lo sabe, y lo que es peor, lo disfruta. Si cree que voy rebajarme a darle cualquier chorrada que se le pase por la cabeza con tal que hacerme ver quién manda, va usted listo. Se tomará sus vacaciones y a la vuelta me encargaré personalmente de que se ocupe de asuntos tan acordes con su valiosísima persona como custodiar la puerta del ayuntamiento.
— No se encienda comisario, créame que no pretendo hacer un concurso para ver quién la tiene más larga -le habría gustado añadir que para eso no tenían más que preguntarle a su mujer, pero quedarse con aquel caso le interesaba de verdad- , simplemente me gustaría poder trabajar con la máxima comodidad y garantías, y para eso me gustaría hacerle únicamente dos peticiones. La primera es sencilla y es que, por lo que más quiera, no me llame cada cinco minutos para pedirme adelantos. Yo le mantendré informado de cada avance si es que lo hay, e incluso me comprometo a redactarle un email cada noche con los detalles de la investigación. La segunda ya es un poco más peliaguda, pero sé que sabrá complacerme. Con todas las jubilaciones, traslados y nuevas incorporaciones, todavía no he encontrado un compañero del que pueda fiarme al cien por cien, al que pueda aguantar y que acepte mi modo de trabajar tal cual, sin sugerencias ni cuestionarme. Y dado que no tenemos tiempo para poder buscarlo entre los nuestros, necesito que hable con su homónimo en la Guardia Civil y me consiga a Jara para ayudarme con la investigación.
— ¿Jara? ¿Gabriel Jara Buendía? .Estará usted de coña. Le estoy pidiendo discreción, mano izquierda y evitar titulares sensacionalistas ¿y me pide al Cabo del miedo?
— Ese apelativo tiene ya muchos años, las personas cambian, hombre. Ha vuelto al cuerpo ¿no? dele una oportunidad. Además, sobre la primera petición podría mostrar cierta flexibilidad, la segunda le advierto que no es negociable.
El comisario dirigió a Ulises su mejor y más trabajada mirada de odio y, después de tragárselo, miró su reloj y suspiró resignado.
— Solo puedo decirle que haré la petición formal esta misma mañana, pero no le prometo nada —aunque en el fondo sabía que para Quijada, su colega y homónimo en la Guardia Civil, la posibilidad de quitarse de encima a ese energúmeno durante una temporada iba a caerle como regalo del cielo—. Le aseguro que si alguien se arrepiente de esto será usted. Le haré responsable directo de cualquier altercado, conflicto, accidente o denuncia que su «compañero» pueda provocar, y pagará hasta las últimas consecuencias. Espero que le haya quedado claro.
— Como el agua, comisario. Y ahora deje de perder el tiempo con sus amenazas y deme hasta el último detalle de mi nuevo caso — Ulises sacó un pequeño cuaderno del bolsillo trasero de su pantalón y miró a su jefe con su mejor sonrisa desquiciante.
BREVE SINOPSIS
La sede del palacio episcopal de Murcia es el escenario de un macabro asesinato. Las investigaciones de un joven y muy peculiar inspector de policía (Ulises Del Hierro) llevarán a relacionar las muertes con el controvertido tema de un estudio académico que podría abrir ciertas puertas que alguien está dispuesto a dejar cerradas. Ayudado por su aún mas controvertido ayudante, apodado el Cabo del miedo, y con grandes dosis de un humor tan negro como la trama, seguirán los pasos del asesino mostrando una visión muy distinta de la ciudad que podríamos imaginar, demostrando una vez más que no hace falta cruzar el charco para tener escenarios y protagonistas a la altura de una buena novela negra. Personajes hipnóticos y muy bien definidos que nos harán partícipes tanto de la historia como de todo lo que les rodea.
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