Galicia en el año de Nuestro Señor de 1146.

La mañana del domingo había sido muy fresca, aun así la mayoría de la aldea había acudido a misa. Después de la comida, los que pudieron se acercaron hasta la bodega para tomar un vino y, de paso, ver si iría el hermano Anxo. Las familias se apretujaban unas con otras alrededor de las mesas, además de por el frío que hacía para así poder disfrutar de la historia que contará hoy…si es que venía finalmente.

Fuera se había levantado un viento suave y amenazaba lluvia pero eso no asustaba a los paisanos que seguían llegando poco a poco. El hermano Anxo no era muy dado a contar historias. Sin embargo, si era muy amigo del vino de balde y sabía que en la bodega nunca estaba vacío su vaso, bien porque algún paisano se lo rellenaba para que continuara con su relato o el mismo bodeguero para mantener la clientela que se quedaba embelesada atendiendo a sus palabras. El vino le soltaba la lengua fácilmente y le traía a la memoria muchas aventuras de su juventud, de sus correrías por Tierra Santa y otros países. Nadie sabía realmente de dónde era, aunque muchos sospechaban que era de por allí cerca pues, de cuando en cuando, reconocían su acento o soltaba alguna palabra que les era familiar.

La puerta se abrió de nuevo y entró por fin, le acompañaba otro monje más joven que nadie conocía, con paso tranquilo se dirigió hacia la única mesa que estaba vacía, se acomodó y le dijo unas palabras a su acompañante, el cuál sacó unos pergaminos, tinta y varias plumas. Se quedó callado mirando a los vecinos que permanecían absortos observándole sin pestañear siquiera. Hizo una mueca con la boca y se rascó la calva retirándose la capucha de su hábito. En su mesa habían depositado una jarra de vino y dos vasos, vertió un poco en uno de ellos y se lo llevó a la boca, saboreando el trago. Después habló lentamente:

–Mi nombre es Anxo Quiroga, los más ancianos me conocéis por mi gesta en la Cruzada. Sin embargo, en esta fría noche de invierno, a refugio en esta bodega, no contaré otra de mis aventuras en Tierra Santa –hizo una pausa, volvió a beber un trago y pasó la mirada lentamente por todos los asistentes. Todos estaban boquiabiertos escuchando, incluso los niños prestaban atención, las velas apenas alumbraban a su alrededor y todos guardaron un silencio absoluto alrededor de las mesas para no perderse nada de la historia, las ráfagas de viento se habían recrudecido y golpeaban furiosas las ventanas de madera desvencijadas que, de vez en cuando, conseguían abrir la puerta de la bodega.

Se secó los labios con la manga y continuó;

– Allí cometí muchos pecados contra Dios y contra los hombres y mancillé mi alma para mi condena eterna. Al término de la empresa decidí ingresar en “La Compañía de San Judas Tadeo” para purgar mis faltas y fortalecer la flaqueza de mi alma. Estaba formada por caballeros que buscaban la redención en sus actos. Casi todos habían combatido en la Cruzada y, de alguna manera, habían ofendido a Dios. Al término de ésta, volvimos a Roma y algunos de ellos, de noble estirpe, propusieron al Papa la creación de la Orden para ocuparse de casos especiales donde tuviera que intervenir la Iglesia. Éste proclamó una bula en la que les concedía el permiso con la condición de que vivieran a bordo de una coca anclada en el puerto de Roma.

Hoy contaré lo que aconteció en esta aldea hace más de cuarenta años, una historia de la que nunca se quiso hablar pero que casi todos conocéis…–de repente se paró y guardó silencio.

Todos los presentes se sobrecogieron y los más ancianos se santiguaron, los jóvenes se atemorizaron al verlos porque enseguida intuyeron que se refería a los sucesos ocurridos en el monasterio de los que prácticamente no hablaba nadie y, los que lo hacían, era a escondidas y en voz baja.

Dio otro trago generoso para darse valor y continuó;

—En el año de 1101 llegó al Santo Padre de Roma una misiva de socorro del abad de un pequeño monasterio gallego llamado de “Santa Cristina”, nada presagiaba entonces que ésta sería mi más grande hazaña. Para entonces yo ya era caballero con siete escuderos, tres de ellos castellanos: Juan, Anselmo y Pedro; dos italianos, Filippo y Constantino; un germano, Heiner y, por último, el franco Emile. En la misiva se citaban sucesos inexplicables, muertes en extrañas circunstancias y ciertas prácticas heréticas por parte de algunos lugareños, aquello inquietó lo suficiente al Santo Padre para mandar a un caballero de La Compañía para investigar los hechos ocurridos. No tengo que aclarar que la empresa recayó sobre mí. Se discutió sobre cuál sería la ruta más propicia para llegar a los confines del mundo. Nuestro Maestre nos sugirió el camino que hizo el Obispo Godescalco de Puy cincuenta años antes. Sin embargo, aquel itinerario partía desde los Condados Catalanes hasta el Reino de Aragón y discurría por la insegura frontera que formaban los territorios cristianos y Al-Ándalus, acercándose demasiado a la taifa de Zaragoza. Finalmente, se decidió recorrer el camino de Arles que era transitado por francos, italianos y germanos desde muchos años atrás, lo que lo hacía mucho más seguro y transitable, además estaba lleno de monasterios y hospitales donde poder cobijarse de tormentas y recibir remedio médico en caso de necesitarlo. Habría que atravesar varios ríos grandes y caudalosos y en esa ruta se encontraban los puentes que los cruzaban. Nos dirigiríamos desde la propia ciudad hasta Touloese[1] y después hasta el puerto de Somport, donde atravesaríamos las montañas Pirenaicas y, desde allí, descenderíamos hasta Jacca[2], donde nos uniríamos a los peregrinos hasta Santiago para terminar en este monasterio. Pero el viaje no iba a ser fácil, duraría varios meses y muchos peligros nos aguardarían.

Algunas semanas después zarpamos hacia la Ciudad de Arles en el Reino de los Francos, allí fuimos acogidos de buen gusto por nuestros hermanos. La embarcación partió de nuevo a Roma y nosotros continuamos a caballo.

A buen seguro que ninguno de los allí presentes habían oído jamás el nombre de ninguna de las ciudades que había dicho el hermano, pues en toda su vida, con seguridad, no se desplazarían más de unos miles de varas del lugar de su nacimiento. Aun así, asentían como si lo entendieran porque nadie quería interrumpir al hermano en su relato con preguntas que ellos creían fútiles.

–Todos sabíamos que ocho monjes guerreros no iban a pasar desapercibidos durante el camino, nuestros hermanos de Arles nos proporcionaron hábitos comunes de monjes y nos sugirieron que abandonáramos allí mismo nuestras monturas, pues los monjes no acostumbran a ir sobre caballerías, un detalle que se nos había escapado… Así es que emprendimos el viaje con lo puesto y tres mulas que cargarían todo nuestro equipo militar y la poca comida que podíamos llevar.

Casi tres semanas después de partir alcanzábamos las afueras de Touloese, ya estábamos a medio camino de las montañas Pirenaicas. Nuestra comitiva no había pasado desapercibida, muchos peregrinos solitarios y algunos grupos pequeños se nos habían unido, pudimos comprobar que siempre buscaban la compañía de otros para que su número ahuyentara a asesinos, bandidos y salteadores de caminos. Muchos de ellos venían desde los confines de Germania e incluso de muchos más lejos, hablaban en lenguas totalmente desconocidas para cualquiera de nosotros y tenían costumbres muy diferentes pero su devoción por el Santo era fuerte y soportaban las adversidades del viaje como buenamente podían. Enfermaban y morían o se quedaban recibiendo cuidados en los hospitales que monjes y frailes atendían. Emile, el franco, agradeció regresar a su cuna aunque solo fuese de paso, le reconfortaba, hablaba con todo el mundo, la posibilidad de hacerlo en su lengua era algo que no quería dejar pasar, aunque en Tierra Santa había muchos compatriotas suyos. Pero los caminos del señor son inescrutables, al abandonar Touloese cayó enfermo de unas fiebres que no supimos atajar a tiempo, falleció una noche al amparo de la luna, le administramos las exequias y lo enterramos en suelo bendecido. Los siete continuamos nuestro peregrinaje hacia el imponente puerto de Somport, al pie de las no menos imponentes montañas Pirenaicas. La ascensión no era fácil, aunque las mulas superaban muy bien este obstáculo. Poco a poco, el ascenso era más duro y los peregrinos se iban distanciando más de nuestro grupo y las bestias. Las noches eran frías y las ropas escasas. Alrededor de las hogueras se rezaba y se contaban historias del camino y del Santo al que íbamos a rezar, incluso se contaba que en la cima había un lugar santo, “templo de Dios, lugar de recuperación para los bienaventurados peregrinos, descanso para los necesitados, alivio para los enfermos, salvación de los muertos y auxilio para los vivos» llamado hospital de Santa Cristina de Somport. Aquello les daba aliento para poder soportar las penurias que nos brindaba la intemperie.

Al fin conseguimos llegar a la cumbre y alcanzar el monasterio-hospital, los monjes nos recibieron con regocijo, cosa que nosotros agradecimos, aunque más nos reconfortó el calor de la hoguera bajo un techo y una jarra de vino. Les dimos nuevas del éxito de la Cruzada y la recuperación de la ciudad donde fue crucificado nuestro señor Jesucristo, se celebraron misas, curas a los enfermos y, después de descansar varios días, partimos hacia Jacca[3] descendiendo la agreste cresta. Dejábamos atrás el reino Franco y nos adentrábamos en los reinos Cristianos de la península. Lentamente el tiempo se fue haciendo más benévolo hasta alcanzar la ciudad. Nos hospedamos en la pequeña iglesia de San Juan, la que también contaba con un modesto monasterio y una hospedería muy cerca de la catedral, que nos maravilló por su tamaño. Llevaba en construcción más de veinte años en los que se había levantado la planta del edificio y algunas dependencias para hacer posible la vida religiosa. Partimos de allí hacia Ponte de Arga[4], donde se decía que hacía varios años se había construido un imponente puente que cruzaba el río Arga, uno hecho de piedra con siete arcos y lo suficientemente ancho para poder pasar a la vez una carreta y un hombre a caballo. Algo que ninguno de nosotros habíamos visto jamás. Se hallaba allí por coincidir en ese punto todos los caminos que llevan a Santiago. En sus alberges y calles se encontraban peregrinos de todas las patrias cristianas e incluso infieles conversos. Nosotros nos vimos obligados a permanecer en esta villa varios días, pues una de las mulas cojeaba. Pudimos admirar la arquitectura del fabuloso puente paseando por la ribera del río y disfrutar del mercado de verdura y animales, se organizaba una vez a la semana en una gran explanada a las afueras… También se podía comprar fruta, vino, quesos y herramientas para las labores del campo, cacerolas, ollas, platos y cubiertos de madera o metal. Y con tanto enfermo por la fatiga o por la enfermedad había toda una suerte de drogueros, herboristas y charlatanes que ofrecían un sinfín de remedios y elixires curativos a unos precios modestos que los peregrinos podían pagar, aunque no sin esfuerzo y que tampoco les servirá de mucho, porque ya que a buen seguro eran inocuos o, en el peor de los casos, mortales. No faltaban fornicadoras, sodomitas y todos los pecados más horribles a los que un hombre puede dejarse arrastrar. Pero no todo era malo, también acudían bufones y títeres que con sus piruetas y cabriolas arrancaban una sonrisa a los cansados peregrinos para mendigabar alguna moneda. Trovadores que nos cantaban y contaban historias lejanas, unas verdaderas y otras inventadas.

Al tiempo que sanaba la pata de la mula enfermaba de gravedad Filippo, aquejado del mal del costado. Habíamos oído hablar del hospital de San Lázaro, que había abierto sus puertas recientemente y del monasterio de Santa María la Real de Irache que estaban en la ciudad de Stella.[5] Nos dirigimos hacia allí sin demora pues apenas había medio día de marcha. Al reanudar el camino, de nuevo se nos unió un joven de nombre Sebastián que viajaba solo debido a una promesa hecha al Santo por la buena recuperación de su esposa aquejada de fiebres de un mal desconocido. Le acogimos de buen grado y partimos. Nada pudieron hacer por el hermano Filippo que murió tres días después, era el segundo que perdíamos en el viaje y aún no habíamos llegado a nuestro destino. A veces los designios de Nuestro señor son difíciles de entender, pues había querido que sobrevivieran a las penurias en Tierra Santa, a las enfermedades propias de la guerra, al viaje de ida y al viaje de vuelta, para después morir aquejado de un mal para el que no se conocía cura alguna. Este nuevo golpe del destino nos afectó profundamente, retrasando nuestro viaje algunos días más en los que Sebastián no dudó en quedarse a nuestro lado.

Con el ánimo bajo, continuamos hacia Santiago. Otros peregrinos se nos habían unido, algunos nuevos y otros que habían preferido esperar y partir con nosotros. La próxima villa a la que debíamos llegar era Grugnus[6], pero hasta allí debíamos sortear diversos ríos y afluentes que ya nos habían prevenido, eran mortales al beber sus aguas. Sebastián nos aconsejaba sobre ellas pues él era natural de aquellas tierras. Nos advirtió de uno en concreto que fluía con aguas saladas, para sortearlo nos sugirió un desvió seguro que bordeaba una gran alameda. El anochecer nos sorprendió en el camino, encendimos hogueras y nos dispusimos a dormir allí al raso. La noche no era muy fría pero la proximidad del río la hacía muy húmeda. Nos enroscamos en nuestros hábitos y nos dispusimos a dormir. A la mañana siguiente llegaríamos a nuestro destino.

Pasadas varias horas Juan, uno de los escuderos castellanos, se levantó para aliviar sus necesidades, se separó del grupo y se acercó a uno de los matorrales. Cerca de allí vio de lejos a Sebastián que estaba junto a uno de los peregrinos que nos acompañaban, allí también se encontraban cinco personas más que no conocía…

Su sentido de soldado le dijo que se agazapara y observara sin hacer ruido. Sebastián continuaba hablando con el peregrino, entonces le asestó un puñetazo y lo tiró contra el suelo, otro de los presentes le propinó varias patadas y un tercero desenvainó un gran puñal con el que lo amenazaba…

– ¡No sé lo que llevan en las mulas los monjes! No los conocía hasta que me uní a ellos en Ponte de Arga. Por favor, no me hagáis daño. –Sollozaba.

El hombre que empuñaba el cuchillo lo degolló sin compasión. Juan salió corriendo hacia nosotros dando voces, nos despertamos y fuimos hacia las mulas casi a tientas, cogimos nuestras armas como pudimos pero para entonces los cinco asesinos ya estaban allí. Sebastián habló el primero:

–Vaya con los monjes, resulta que son soldados…

Los cinco nos rodeaban y nosotros nos colocamos en posición defensiva, espalda con espalda en círculo. Excepto Pedro, otro de los castellanos que permanecía en el suelo junto a dos peregrinos, los demás habían huido de allí lo más rápido que habían podido…

–No somos soldados –le contesté–. Somos Cruzados –y diciendo eso me quité el hábito como pude para enseñar las vestiduras de la Orden. Los demás me imitaron. Heiner, que había sido el más rápido de todos, le dio tiempo a ponerse hasta el yelmo.

Los cinco bandidos guardaron silencio pero no se atemorizaron, al contrario, la ira les hizo arremeter con más saña. Uno de los atacantes lanzó un estoque que desvié sin problemas, no eran rivales para nosotros, no estaban instruidos en el manejo de las armas, ni tenían la determinación de un soldado curtido en batalla. Solo eran salteadores de caminos, bandidos, asesinos y puede que violadores o algo peor…. Con un rápido movimiento le alcancé en un brazo haciéndole un corte profundo. El hermano Heiner prefirió la lanza y, con ella, le atravesó a la altura de la panza haciéndole caer de rodillas frente a nosotros con los intestinos desparramados por el suelo. Juan y Anselmo envistieron con furia de lobos sobre corderos. No tuvieron ninguna oportunidad, Sebastián y el que faltaba tiraron las armas y pidieron clemencia. Algo que les fue concedida atando a ambos a un árbol. Para entonces los peregrinos que habían huido ya estaban de vuelta con nosotros, nos acercamos hasta Pedro que permanecía tumbado y comprobamos que había muerto degollado en el suelo durmiendo junto a dos peregrinos más, desangrados como cerdos…

La ira nos consumía a todos, entonces Sebastián comenzó a gritar:

–¡Clemencia, por favor, no me ahorquéis!

–¿Clemencia decís?, ¿dónde estaba vuestra clemencia cuando matasteis al hermano Pedro o a los otros tres peregrinos?

–Eso fue un accidente, no teníamos intención de matarlo, solo que nos dijera lo que escondíais bajo las mantas en la mula. Solo buscábamos el botín, no queríamos matar a nadie pero no hablaba…

–¡Estúpido! El hermano Pedro fue hecho prisionero en Tierra Santa y los infieles le cortaron la lengua, no podía hablar…

Con gesto lento miré a los ojos a Heiner, Anselmo y Juan

SINOPSIS

“La Hora de las Brujas” es una novela que te arrastrará en un descenso por los secretos más oscuros de la Edad Media gracias a los relatos del hermano Anxo que los vivió en primera persona. Un viaje a través del Camino de Santiago dando así a conocer el día a día de aquellos primeros peregrinos que cruzaban la Península Ibérica hasta la agreste y desconocida Galicia del siglo XII, donde siete cruzados se enfrentarán a un cruel y sangriento aquelarre de meigas en un monasterio en lo más recóndito y solitario de los bosques gallegos.


[1] Actual Toulouse

[2] Actual Jaca

[3] Actual Jaca

[4] Actual Puente la reina

[5] Actual Estella

[6] Actual Logroño

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