Capítulo 1

Chava

Salió del metrobús y caminó hacia la salida. Giró la cabeza hacia el norte y se sorprendió de ver la avenida Insurgentes incomprensiblemente vacía a las siete de la tarde. ¿Pasaría algo? Quizá algún embotellamiento al norte que impedía el flujo hacia el sur. Se sintió animado, una especie de alivio, casi nostalgia de sus años de adolescente, cuando lo normal era que la avenida se viera así, cuando no había presiones, ni apresuramientos. Se aflojó el nudo de la corbata, suspiró y cruzó la calle con una tranquilidad inusual para caminar el último tramo hacia casa, sobre Porfirio Díaz.

Anduvo despacio sobre la acera del lado del parque. Corrigió su posturaencorvada y miró como por primera vez hacia la copa de los árboles. Echó los hombros hacia atrás y tosió. Falta de costumbre. Sus pulmones no recibían a menudo tanto aire en un solo respiro.

Lo intentó varias veces más hasta que logró pasar el aire sin convulsionarse y ya más relajado, sonrió al ver a los perros husmeando entre el pasto, a los niños escapando de sus madres y a los comensales que departían alegres en el arte-café que tenía mucho éxito a escasos meses de su apertura.

Chava creció ahí, en La Deportiva: una zona de aire señorial, que parecía una continuación de su parque hundido. Calles escoltadas por árboles inmensos de gruesos troncos añosos, con enormes y sólidas raíces que, en algunas cuadras, amenazaban con salir del subsuelo y partir la banqueta en dos.

Era un barrio de clase media con reminiscencias de alta sociedad. Casi no había edificios porque los vecinos se resistían con firmeza a la construcción de condominios que no sólo degradarían el paisaje de la colonia, sino que casi con seguridad, atraerían a gente que, ¿cómo decirlo?, no era de su clase.

Ya padecían suficiente al ver que en los últimos diez años, muchos de los antiguos habitantes perdieron su estatus original y poco a poco pusieron a la venta sus casas para cederlas a oficinistas; otros, dejaron sus terrenos por la creciente inseguridad que se vivía. Era inaudito. Cada vez con más frecuencia sabían de algún vecino que había sufrido robo a mano armada, de otro al que le quitaron el carro a punta de cuchillo, en fin, los que quedaron, se abocaron a colocar rejas en ventanas y puertas y a discutir en las juntas vecinales la conveniencia de contratar patrullas e instalar todo un sistema de alarmas.

Veían con tristeza e impotencia que su barrio, antes rodeado de camellones arbolados, ahora era cercado por ejes viales. Impotencia. Con un dejo de enojo y temor, advertían la presencia de gente “extraña” rondando por sus calles y dejando, indolentes, su huella: regadero de bolsas de papas, latas de refresco, cervezas… vaya, la debacle.

Era el principio del abandono y por eso, con severidad aunque no siempre con éxito, intentaron por todos los medios fortalecer lo poco que les quedaba de clase alta o, al menos, lucharían por no perder el membrete de clase media.

Querían que su colonia volviera a ser la tierra de condes que les habían contado que fue antes de la Revolución; querían que el parque volviera a ser ese verde espacio con flores y escalinatas abiertas y no el nido de ratas que paseaban libremente sobre los pastos secos y se cruzaban con las ardillas, haciendo ya casi imposible reconocer uno de otro animal. Ya ni las fuentes tenían agua y, qué mejor, porque de lo contrario se convertían en balnearios gratuitos y se veía el desfile de personas que descendían de camiones para zambullirse como si se tratara de albercas públicas. Lo peor era que con los bañistas llegaban vendedores ambulantes que, a su juicio, no eran otra cosa que delincuentes potenciales.

Qué diferencia con lo que era treinta años antes, cuando la familia Del Pino -la familia de Chava- llegó a la colonia. Era una zona apenas urbanizada que todavía formaba parte del barrio de San Juan, ubicado al final del parque, en terrenos de lo que había sido una ladrillera.

No era una colonia de lujo, pero era medianamente exclusiva, tranquila, céntrica y alejada de las miradas, tanto de maleantes -quienes no tendrían mucho botín que recolectar-, como de políticos y empresarios encumbrados -a quienes no les redituaba en su imagen. Los nuevos habitantes se mezclaron con familias de antiguos trabajadores de la ladrillera quienes, poco a poco, se emplearon como conserjes o pusieron pequeños negocios mecánicos o de fritangas en los alrededores.

Los Del Pino compraron una antigua casona que ocupaba un cuarto de manzana sobre la calle Joaquín Capilla, entre Rodolfo Guzmán, mejor conocida como el “Santo”, y Porfirio Díaz.

Ahí se instalaron Don Ernesto y su esposa Doña Estela y ahí nacieron sus tres hijos, Ernestito, Mariana y Salvador.

Chava, como le decían todos, era uno de esos niños a los que siempre se les vio jugar en la calle, cuando todavía era posible porque casi no había tránsito vehicular y los hijos de los vecinos eran de confianza.

Los fines de semana se anotaba antes que nadie en los tochitos organizados en la calle del Santo. De adolescente, ya era un líder natural, dirigía gritos por igual a Pepe, el treintón, ya un viejo para el resto de los muchachos, que a Betito, el niño que seguía atento todas las jugadas.

Era el único güero de la familia, aunque no menos guapo que su hermano mayor, Ernestito, el vivo retrato del padre, apiñonado y de cabello oscuro, objeto de atención de las jovencitas que vivían por ahí.

Pero Chava era él atlético. Su cuerpo parecía tomado de una revista de fisicoculturismo. Músculos formados, no por vanidad, sino por un entrenamiento constante y pasión por los deportes.

Cuando joven, estuvo a punto de irse a Estados Unidos contratado por un equipo de fútbol americano, pero renunció a su vocación para seguir los pasos de Don Ernesto, abogado.

Después, con la excusa de obtener el grado de doctor, se fue a Londres, su resguardo durante trece años. De los tribunales al pub, cervezas y risas. Intento constante por escapar de esa risita cínica y burlona permanentemente dibujada en el rostro de su padre, una imagen que lo persiguió desde niño. Una boca chueca que sólo anunció martirios.

Se veía de nuevo a los ocho años, corriendo a esconderse apenas oía que Don Ernesto, ese hombre fornido de casi dos metros de estatura, llegaba a casa.

Chava, nervioso, se metía a los clósets o debajo de una cama. Era inútil. Cuando creía que el peligro había pasado, que su padre se había entretenido en otros asuntos o que se había ido a su recámara, salía sigiloso de su escondite sólo para descubrirlo ahí, a un paso del que había creído su refugio.

El niño, con las manos sudorosas, se quedaba paralizado con la vista fija en esa boca que a las mujeres les parecía sensual y a él, horriblemente enorme.

-Te estoy esperando para jugar- decía en tono amenazante.

Y empezaba el suplicio: las luchitas, en donde el menor recibía puñetazos sólidos en la panza y en las costillas.

-¡Un tremendo punch le dejo ir!- narraba, emocionado, como si fuera un locutor profesional, el adulto convertido en verdugo.

Pobre Chava, terminó siempre con la cabeza abierta, sangrando o ensuciando la alfombra por el vómito provocado luego de tanto golpeteo juguetón. Ahí, tirado, limpiándose la boca y tratando de recuperarse volvía a ver, como entre nubes, la boca chueca sentenciando:

-¿Ves cómo eres un cerdo? ¡Ay, de mí!, tuve dos hijas y sólo un varón que no eres tú méndigo güero enclenque.

Aun así, Chava quería y admiraba a Don Ernesto porque era un abogado bien conocido. Se sentía orgulloso de su casta: su abuelo, sus tíos, su hermano, todos los Del Pino eran abogados famosos.

-Tu abuelo sí que era el mejor. Fue miembro de la Suprema Corte y mucha gente iba a su casa a consultarlo-recordaba con cariño Doña Estela.

-Y, ¿mi papá?-preguntaba el menor de los Del Pino con ansiedad.

-Mmm, ¿por qué no te vas a jugar?-respondía nerviosa y frunciendo el ceño.

Chava vivía atormentado. Alumno brillante pero siempre con culpa: por ganar en la maratón de la escuela; por haber sido nombrado el jugador más valioso en el club Lobos de fútbol americano; por anotar treinta puntos en un partido de basket.

Don Ernesto nunca dejó de presionar a su hijo.

-Los Del Pino somos abogados, no andamos con esas mariconerías de deportistas ni jaladas por el estilo. Aprende a tu hermano-le decía al joven cada vez que se daba cuenta de que había un nuevo trofeo en la casa.

Chava, herido en su orgullo, se prometió demostrarle que sería mejor abogado que él y Ernestito, quien tampoco se cansó de humillar al menor en cuanto veía una oportunidad.

Por eso no quiso regresar de Londres hasta que su madre se lo imploró. Su padre había huido. ¿De qué? Pregunta sin respuesta.

Chava, que no tenía más compromisos que laborales, se despidió con tristeza de sus amantes, de sus amigos. No podía dejar a su madre sola.

Apenas puso pies en su tierra se lanzó a la búsqueda de trabajo con antiguos compañeros de Universidad. Aunque camaradas, lo rechazaron.

-Chava, no es personal, es que eres un Del Pino- sugirió su asesor de tesis, el Doctor Burgoa, a quien Chava le confió su desconcierto.

Fue entonces cuando empezó a averiguar qué había sucedido en sus años de ausencia: hurgó en archivos y notas periodísticas. Acudió a cenas en las que se enteró de rumores acerca de la fortuna familiar sin origen claro; su padre estaba ligado a mafias y enredos. Pero no logró recabar pruebas ni a su favor ni en su contra, así que se dedicó a limpiar -o confirmar- la honradez de su apellido de la única forma que sabía hacerlo, trabajando.

Ante la insistencia de su ex alumno, Burgoa cedió y lo colocó en uno de los bufetes de mayor prestigio en el país, precisamente el suyo, ubicado en Coyoacán.

No le fue fácil ganarse el respeto de sus compañeros y jefes. Miradas burlonas, de lástima, o enojo. Cada noche regresó a casa confundido, agotado no solo por el trabajo sino por intentar descifrar lo que nadie se atrevía a decir abiertamente. Tuvo que poner especial cuidado en cada caso, pero demostró, uno a uno, que sus procedimientos eran conforme a la ley, que cobraba lo justo a sus clientes y a veces, ofrecía servicios gratuitos a personas de bajos recursos económicos.

Un año después de su regreso, renunció al bufete Burgoa. Al ser un despacho famoso, punto de referencia para reporteros y empresarios, Burgoa decidió mantenerlo a la sombra, en la atención a clientes de poca monta, para protegerlo y protegerse de chismes y ataques.

El menor de los Del Pino observó a diario los esfuerzos de su maestro por ayudarlo, responder a las llamadas en las que lo acusaron de “encubridor de delincuentes”.

“Hay que ver la ignorancia de la gente. Arrasan con todos por igual”, decía todavía rojo del coraje después de colgar, peinándose los pocos cabellos canos que le quedaban con la palma de la mano.

Chava sólo lo miraba con profundo agradecimiento. No le provocaría mayores problemas. Redactó su renuncia y decidió forjarse un nombre de manera independiente.

La profesión cambió su fisonomía y ánimo. A los cuarenta, era un hombre maduro, demacrado por tantas presiones. Parecía más alto porque bajó un poco de peso sin que por ello perdieran forma los músculos que le dieron fama en su juventud.

Pocos lo veían. Por su cuenta, con algunos amigos que también estaban en el desempleo, abrió un pequeño despacho en San Ángel que creció rápidamente. De boca en boca lo fueron recomendando hasta crear una cartera de clientes considerable.

Pero su culpa infantil nunca desapareció, se mezcló con la angustia de los rumores y la huida de su padre; se fundió con la tristeza de la vocación frustrada hasta que su ánimo se transformó en aflicción permanente. Aunque generoso y de buena charla, apenas sentía un poco de alegría, de inmediato temía algún desastre, un desenlace terrible. Luego de una carcajada, parecía arrepentido y se quedaba callado, pálido. Novias iban y venían, pero ninguna pudo apaciguar el tormento interno en el que Chava vivía.

Casi podía ver ese túnel oscuro, con forma de boca chueca, esperándolo, paciente, ya cometería un error. Entonces, desesperado, hacía memoria; revisaba cada uno de sus actos, la atención a su madre y hermana, ahí no había reproche, sentía la misión cumplida. Los pendientes del trabajo. Cerraba los ojos y repasaba en silencio cada minuto del día, cada encrucijada o caso turbio que llegó a su bufete: ¿serían trampas que le ponían ex clientes resentidos de su padre para cobrarse facturas pasadas?, o quizá ¿fraudes hechos por su propio progenitor como para probar eso del amor filial?

Su trabajo tenía un sabor amargo, constante evocación de esa profunda desolación que sentía en el alma. Se ponía nervioso, los ojos nublados y las manos temblorosas.

Por eso ya no manejaba. Prefería usar el transporte público y además, el tráfico era insoportable. El metrobús fue la salvación. Lo dejaba casi frente a la puerta de su oficina y de regreso, en la parada frente al parque.

Esa tarde, pasó por la cafetería y aspiró el olor del grano. Dobló en la esquina y caminó media cuadra más hasta llegar a la entrada de su casa. Buscó en la bolsa de su pantalón. Encontró la llave y la introdujo en la cerradura. Estaba a punto de abrir el portón cuando escuchó un rechinido de llantas. Volteó con curiosidad y en segundos, de la puerta de la camioneta negra que había parado de golpe detrás de él, bajaron tres hombres gordos que lo sujetaron aprisa y lo subieron al vehículo que nunca dejó de estar en marcha. El chofer aceleró y la camioneta se esfumó a toda velocidad.

Vecinos

Sinopsis

En un barrio clasemediero, Chava, el menor de los tres hijos del prominente abogado Ernesto Del Pino, desaparece. El evento desconcierta tanto a la familia como a los vecinos quienes ven su vida diaria severamente afectada.

Durante la investigación, a cargo de un grupo de policías de élite que no escapan a la tentación del chismorreo y la corrupción, comienza a develarse el profundo estado de descomposición tanto de las relaciones familiares, como las del barrio, al fin reflejo de una sociedad que no atina a encarar la rapidez de los cambios y de una vida cada vez más violenta y que, de manera inevitable, pone de relieve la propia contradicción interna.

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