De la muerte y de la vida del General Sendagorda

De la muerte y de la vida del General Sendagorda

1—

El frescor del amanecer le golpeó en el rostro y se adentró en su alma sin que ninguno de sus pensamientos pudiese evitarlo. Odiseo Sendagorda Bramante, más conocido como General Sendagorda, con las manos engrilletadas a la espalda, subió tambaleándose los cuatro peldaños mohosos y desgastados que le conducían al patio, dejando atrás el húmedo cubil en el cual había trascurrido la que se predecía como su última noche. La portezuela estaba ya abierta, dejando ver al fondo del rectángulo, adosada a la pared, una pequeña estantería casi repleta de libros. Hacia ella le encaminaron los dos guardias de asalto republicanos agarrándole de los antebrazos. Al llegar a la estantería, con una gruesa cuerda le ataron a ella, y allí quedó por unos instantes el llamado general Sendagorda contemplando como el escuadrón de fusilamiento aprestaba sus armas a la espera de la correspondiente orden del capitán.

Evidentemente le habían concedido uno de sus dos deseos, morir junto a sus libros. El segundo, esperar a que los hubiese leído todos para fusilarlo fue considerado una exageración. Un sargento de asalto, sin pedirle ni permiso ni consentimiento, le colocó una oscura y mugrienta capucha que le cubrió el rostro por completo Al sonar el grito de “fuego”, el arroyuelo de húmedo calor que le recorrió la ingle fue su última sensación en vida. Después de ella ya solamente alcanzó a sentir el trallazo en su pecho. Cuando iba quedando colgado de la estantería, el llamado general Sendagorda llegó a compararse con el incontinente Menelao Zambrano, Mariscal Mayor de la República, conocido como El Macho,también muy incontinente.

Odiseo Sendagorda murió sin entender nada de cuanto le estaba sucediendo. Hacía dos días que un grupo de guardia de asalto había acudido a su casa, de buena mañana; le habían esposado y sin decirle ni por qué ni para qué, le habían metido en un furgón sin ventanas para trasladarlo a Nueva Ítaca, la capital de Nueva Esparta. En ella, le mantuvieron durante todo un día encerrado en una habitación con las contraventanas cerradas y una simple bombilla colgando del techo. Sin retrete, tuvo que hacer sus necesidades en un rincón, ante el silencio que sus exigencias obtuvieron por respuesta. Sin duda alguna, el catre en el cual estaba sentado no recordaba en nada los mullidos sofás, butacones y rinconeras del salón del “Jardín de Elena”. Y las cucarachas que veía corretear por las esquinas estaban muy lejos de las “troyanas” que se exhibían por entre la clientela, reclamando atención para sus encantos tenuemente recubiertos con lencería fina. Tampoco se oía ninguna suave melodía ni la humedad pegajosa se veía desvanecida por el aroma del humo de cigarrillos o por los pegajosos perfumes de las “troyanas”. Todos aquellos recuerdos del salón, de las chicas, de las coloridas cristaleras y las recargadas arañas de cristal habían quedado muy atrás.

Sin poder precisar cuánto tiempo había trascurrido, la puerta se abrió dejando penetrar un poco de aire nuevo.El guardia, desde el dintel, dejó en el suelo una pequeña bandeja con un bocadillo y una jarra con agua. Odiseo volvió a solicitar un lugar donde evacuar sus necesidades, pero tampoco obtuvo respuesta. La puerta se volvió a cerrar y ya no se abrió hasta lo que adivinó que era la mañana siguiente.

  • — Vamos, general, el tribunal te aguarda — gruñó el sargento de asalto, al tiempo que le ayudaba a levantarse tirando de su brazo —. Antes te asearás un poco y te pondrás estas ropas. No puedes presentarte ante el tribunal lleno de mugre y oliendo a pestes.

Pasó a un cuarto de baño cercano, se lavó la cara, se peinó mesándose los cabellos, después de haberlos mojado con agua y se embutió en un pantalón gris y una camisa de color pardo. Se sintió ridículo cuando su imagen se reflejó en el pequeño espejo. Aquellas prendas le estaban inmensamente grandes, como dos tallas, y le sobraba tela por pies y brazos. Decidió enrollar las perneras y las mangas acortando sus largos y mejorando un poco su imagen. Lo que no pudo evitar fueron los colgajos de la camisa y la bolsa de las asentaderas. Aquello desdecía completamente de su persona y de su cargo. Odiseo nunca había sido un petimetre, pues ni el lugar de su nacimiento, ni su cuna, ni sus andanzas se lo hubiesen podido permitir. Pero lo cierto es que le gustaba vestir aseado, pulcro, pobremente, pero digno Su madre, en múltiples ocasiones se lo había anunciado:

— Eres la viva imagen de tu padre, Odiseo.

—2—

Odiseo Sendagorda Bramante no salía de su estupor. Allí estaba, en una sala que destilaba olor a madera podrida, a tablas repletas de moho, sentado sobre algo que en su día debió ser una butaca, ahora sin la mitad de sus antiguos muelles, con los restos de una tela que fue terciopelo o algo similar, completamente descolorida. Hundido en aquel butacón, Odiseo tenía que incorporar su torso para poder respirar, al tiempo que contemplar aquella mesa alargada que tenía delante de él, colocada encima de una tarima de poco menos de medio metro de altura. Odiseo tomó la decisión de sentarse en el borde de la butaca, con el trasero encima del mismo chasis. Desde su posición podía ver las piernas, por debajo de la mesa, y el rostro, por encima de ella, de tres militares de mirada penetrante, con gesto rebuscadamente circunspecto e idéntico en todos ellos. En el centro, un cabeza calva, rematadamente calva, un rostro vulgar con una delgada línea de bigote que, con timidez, le bordeaba la comisura del labio superior, adornado con un mentón pronunciado que pretendía fortalecer su posición en aquel estrafalario escenario. Una sonrisa incipiente daba a todo su rostro una apariencia cáustica. Odiseo empezó a calibrar a quién le recordaba aquella sonrisa. La madera sobre la cual se apoyaba empezó a clavársele en el trasero y ese incipiente dolor le alejó de sus pensamientos y cábalas acerca del personaje que le contemplaba desde una rebuscada altura. No cabía duda que todo había sido predispuesto a fin de que el acusado se sintiese lo más incomodo posible, con el añadido de forzarle a mirar hacia arriba con el deseo de intimidarle. Sin embargo, a Odiseo Sendagorda Bramante, a quién sus hombres llamaban general Sendagorda, aquello no le significaba ningún estropicio en su auto estima. Había soportado demasiadas fastidios en su vida como para que aquella puesta en escena le afectase demasiado.

  • –¿Tú y yo nos conocemos? — exclamó Odiseo sorprendiendo con su repentina pregunta al militar calvo.
  • — Cállese, general. Aquí somos nosotros los que hacemos las preguntas — replicó el interpelado —. Además el juicio todavía no ha comenzado para que usted nos venga con monsergas como esa.

Su voz sonaba aflautada a pesar de su empeño en impostarla, resaltando las vocales y dejando que las consonantes sonasen más graves. Odiseo dejaba que su mente rebuscase en su pasado, intentando recordar dónde y cuándo había oído aquella voz tan peculiar. Estaba convencido que no era la primera vez que contemplaba aquel rostro, ni que sus oídos habían escuchado aquella sibilina voz. Sin embargo, también estaba seguro que, en aquellos momentos, poca importancia podía tener recuperar sus recuerdos.

— Sendagorda, está usted ante el tribunal republicano para responder a la acusación que pesa sobre usted. Cuando se dirija a mi será bajo título de “presidente”, mejor “coronel presidente”. Póngase en pie — dijo el auto titulado coronel presidente

Odiseo, ya de pie, se atusó el bigote, recorrió con su mirada a aquel triunvirato que le contemplaba como oveja despellejada, para acto seguido preguntar;

  • —¿Y vosotros no tenéis nombre?
  • — Esa no es cuestión que le afecte, acusado.
  • — No, si a mí no me preocupa nada. Era simple curiosidad — dijo Odiseo —. Aunque, si tenemos que estar mucho tiempo aquí, me haría favor si pudiese cambiar ese butacón maloliente e incómodo, por una silla, una simple silla.

Aquella escueta petición produjo una conmoción en los tres militares. Comenzó un conciliábulo a susurros, con cabezadas de asentimiento y de negativa. Odiseo los contemplaba, sorprendido del efecto que habían tenido sus palabras en aquellos tres curiosos personajes. El de la derecha, con estrellas de comandante, daba la impresión que siempre sonreía, aunque, al contemplarle detenidamente, Odiseo comprobó que la sonrisa no era tal, sino una mueca de sus labios como si algún músculo elevase la comisura produciendole en una perenne sonrisa. El que había dicho que era coronel seguía siendo una incógnita para Odiseo. Estaba convencido que en algún resquicio de su mente existía un recuerdo de aquel rostro, de aquel calvo chulesco. En cuanto al tercero, otro comandante, sin duda alguna le había costado esfuerzo llegar hasta la tarima y aposentar sus más de cien quilos en la silla, cuyo asiento era desbordado por una rueda de grasa. Éste era el que más asentía a todo cuanto susurraban los otros dos.

  • — Si es muy complicado, retiro lo dicho y me quedo donde estoy — dijo Odiseo —. No deseo causar molestias al tribunal ni crear un problema insoluble. Igual recuerdan lo que dijo Einstein acerca de que el optimista encuentra una respuesta a cada problema y el pesimista un problema en cada respuesta.
  • — ¿Acaso insinúa que no sabemos contestar a su petición? — gritó el coronel Presidente.
  • — No, no…, solamente pretendía ayudarles. Vamos, que me quedo donde estoy y punto.
  • — No se me chulee, generalito, que el horno no está para bollos — se atrevió a exclamar el comandante de la sonrisa mecánica.

La mirada que el coronel presidente le lanzó fue sumamente explícita; allí solamente mandaba él, y nadie más.

  • — A decir verdad y confidencialmente, coronel, eso de general es pura inventiva de los soldados. A mí nadie me nombró jamás general ni nada parecido. El cabo Persianas, un día que iba más borracho de lo normal, para darse pisto me llamó “general” y todos aplaudieron.Y desde ese día me quedé con eso de “general Sendagorda”.
  • Ante el silencio del tribunal, y concretamente la mirada de estupor del calvo presidente,
  • Odiseo prosiguió:
  • — Y siguiendo con la verdad, tampoco sé si me llamo Sendagorda, ni Bramante. Odiseo, sí.Todo eso es cosa de mi mamá, que cogió sus apellidos y me los endosó. Sin más. Mi mamá era toda una mujer, echada para adelante, sin prejuicio alguno. De seguro que si les cuento su historia y la mía se quedarían sorprendidos del coraje de mi mamá. Expedita Valentina Sendagorda Bramante se llamaba. Ya murió la pobre. Y dos veces, por cierto. Pero eso es una historia más larga y…
  • — ¡Cállese! ¡Cállese! — grito a plena voz el presidente —. ¿Pero en dónde se cree qe está usted? ¡Esto es un tribunal de la República! ¿Entiende? ¡De la República Democrática de Nueva Esparta! Y usted es un pobre desgraciado que ha intentado atentar contra ella. Es usted un contrarrevolucionario que no merece más perdón que la horca.

La calva del presidente, a medida que iba soltando su perorata, semejaba una bola de billar roja, al tiempo que su rostro se encendía haciendo resaltar un hilillo espumeado que se desbordaba por la comisura de los labios.

—Tranquilícese, coronel — susurró Odiseo —. Está usted echando espumarajos por la boca y le va a dar algo. Que solamente hablaba de mi madre, no de Satanás. Y le advierto que eso de la horca me parece de muy mal gusto. Yo no soy general, pero sí un soldado del Macho, y a los soldados se les fusila, no se les ahorca — Odiseo se rascó la cabeza al tiempo que añadía —, bueno a alguno si le ahorcamos, pero para ahorrar balas, nada más. Y siempre, que yo recuerde, se le pidió opinión.

  • — ¡Cabrón general o lo que sea! ¡No vuelva a abrir la boca si no es a preguntas mías! De lo contrario le sacaré de la sala y el tribunal continuará sin su presencia — amenazó el presidente.
  • — Pues, si lo hace así, será de lo más aburrido para ustedes, presidente. Usted mismo decide. Aunque debo adelantarle que no me ahorcará, por mi madre que no lo hará. El Macho no se lo permitirá. Si conozco yo al Macho.
  • El presidente insufló sus pulmones de aire, a continuación lanzó un suave soplido exhalándolo por completo, agarró el vaso de agua, tomó un sorbo y, poniéndose de pie, se dirigió al acusado.
  • — General Sendagorda Bramante, el Presidente de la República Democrática de Nueva Esparta, se llama Mariscal Mayor Don Menelao Zambrano, no es el Macho. Ese es mote que unos contrarrevolucionarios le han colocado para desprestigiarle, para difamarlo sin motivo alguno. Y en este tribunal, en mi tribunal no consiento…
  • — ¿Contrarrevolucionarios? — interrumpió Odiseo —. Será contrarrevolucionarias, señor coronel. Que el apodo salió de las féminas no de los hombres. Bueno, luego ellos ya lo asumieron como propio, pero así fue cómo surgió. Y yo no lo veo tan difamatorio, sino todo lo contrario. El que a uno le llamen Macho es síntoma de que cumple. ¿O no le parece a usted, coronel?

El coronel por un instante casi se sonrió para, al oír las risitas de sus colegas, descargar un sonoro manotazo sobre la mesa al tiempo que lanzaba a aire su grito, en un intento de recuperar su autoridad;

  • — ¡Silencio! ¡Basta ya!
  • — Ya me callo, presidente coronel, ya me callo — exclamó Odiseo, para luego añadir —. Seguiré el consejo de Beethoven “no rompas el silencio sino es para mejorarlo”. Por cierto, ¿sabe quién fue Beethoven?

Odiseo se apercibió que aquello podía acabar mal, en el sentido de verse colgado por el cuello, y la imagen no le satisfizo nada.

El coronel presidente, se incorporó levemente y gritando ordenó a los guardias de asalto presentes que retirasen la butaca y la sustituyesen por una de las varias sillas que había en la habitación. Luego mandó que fuesen a por una cuerda, sentasen al acusado y le atasen las manos a la espalda. Aquel gesto pretendía estar repleto de autoridad, pero en modo alguno implicó efecto alguno en Odiseo.

  • — Agradecido, coronel, agradecido. Tenía la espalda destrozada, aparte de las posaderas, naturalmente.
  • — Señor secretario, proceda a leer el pliego de cargos, sin dilación —. Ordenó el presidente esforzándose en aparentar serenidad y temple.

El llamado general Sendagorda comprobó que el señalado como secretario no era sino la bola de grasa situado a la izquierda del coronel presidente. El dicho secretario ensayó levantarse, pero, al segundo intento desistió de ello y, sin más protocolo, inició la lectura del documento que tenía entre manos:

— Odiseo Sendagorda Bramante, conocido como general Sendagorda, está usted acusado de delito de sedición, traición a la República Democrática de Nueva Esparta, levantamiento contra la legítima Constitución de la República e intento de asesinato del Presidente de la República, Mariscal Mayor Don Menelao Zambrano. Tales acusaciones surgen de los hechos siguientes debidamente probados

El secretario prosiguió con un relato de acciones capitaneadas por Odiseo, contando con la colaboración de un grupo de tropa a sus órdenes. A medida que el obeso secretario iba soltando parrafadas y más parrafadas, Odiseo se preguntaba de dónde habría sacado esa sarta de mentiras, historias imposibles y supuestos hechos de los cuales nunca había tenido la más leve noticia. Fue en aquel preciso instante en el cual se apercibió que todo aquello no era sino una pantomima para acabar con él.

— Odiseo, estás muerto — susurró entre dientes.

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SINOPSIS.

El leitmotiv de la obra se halla en la venganza, como sentimiento contrapuesto a la vocación de servicio del protagonista, Odiseo, y de otros personajes definidos por su personalidad. Es la madre, Expedita Valentina, la que se venga de la nuera, Aurelia Venerada, echándola fuera de su casa, como represalia por haber cazado a su hijo; es la nuera la que se venga de su suegra primero y del marido olvidadizo, después. Nos hallamos ante historias paralelas y cruzadas; las de Odiseo entreveradas cuando su falso juicio; las de Expedita Valentina, en el recuerdo del padre de su hijo; las de Aurelia Venerada, en su espera y en su posterior huida; las del filántropo Aquiles Rupérez y su Gran Troya, en la cual reina un régimen especial de distribución de la riqueza; las del cruel Menelao, el Macho, con su ansias de conquista del poder.

Todos se vengan unos de otros, menos Odiseo que deberá morir sin entender nada de lo que le está sucediendo. Odiseo será el bien útil para todos, que no sabe sacar provecho de su utilidad. Colecciona libros que no lee, repite frases sin entender plenamente su significado, y sirve a una causa que ve lejana como meta pero próxima como ambición, ser general. Una ambición que no es tal, sino el reflejo de un deseo que su madre le inculcó desde la infancia a semejanza de su desconocido padre. Un padre sobre el cual Aurelia se inventa una historia ejemplar, convirtiendo a un simple vagabundo polaco en un ser idealizado, tan idealizado que hasta llega a ponerle Romerito por nombre.

De otro lado, el tío Francisquillo, mentor y maestro, representará la civilización, la instrucción para Odiseo, a quién inculcará un cierto amor a los libros. Los protagonistas son huéspedes de un inhóspito e impreciso paisaje de trabajo y esfuerzo en donde sobreviven a duras penas, y en el cual sus gentes son habituales anfitriones de una indeseada visitante, la muerte. Las historias arrancarán y acabarán en el alba de un día lluvioso, frio y oscuro para Odiseo, en contraposición al amanecer radiante, abierto a un futuro esplendoroso para aquella muchachita, Aurelia Venerada, a quién, cuando tenía 16 años, le encantaba jugar al escondite. Aunque, de lo que realmente disfrutaba era de que la encontrasen.

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