1

Terminó conmigo después de cinco años, en la misma cafetería en que todo comenzó. Empoderada por leer un libro, se paró frente a mí y me mandó al carajo. Según el libro, ella me amaba demasiado y por eso sufría. Lo que es igual a que el amor significa sufrimiento. Algunos creen que eso es el amor. Cómo sea, ella sacó de ahí la fortaleza para deshacerse de mí.

Pero sólo se alejó un poco, porque después nos vimos muchas veces. Y cada vez fue una oportunidad de oro para que me restregara la mierda que defequé y que ella acumuló y atesoró. Ocasión tras ocasión el tiempo se iba en tú me hiciste esto y me hiciste lo otro. Ella siempre era la víctima y yo el victimario.

En gran parte tenía razón, porque durante los últimos tres años hice y deshice mucho de lo que no se debe hacer o deshacer. Lo más grave fue haber sido infiel. Y eso, para una mujer romántica cuyos padres se divorciaron por infidelidad, y que vive esperando que eso no le suceda, es mucho.

Su espera no sirvió, y fui infiel. El total de mujeres con quienes tuve una aventura, o dos o treinta, es 8. Quizá pueda subir a 10. Sin contar los intentos fallidos con otras mujeres. Aunque durante mucho tiempo Diana sospechó mi infidelidad, nunca supo con cuantas mujeres me revolqué. Y me descubrió por un sólo caso que casi logro disfrazar.

Tuve que atender un asunto. Ella me esperó en mi auto. El asunto tardó más de lo previsto. Cuando regresé al auto me disculpé, le di un beso, y puse en marcha el VW. Íbamos circulando por una avenida tranquila, y entonces comenzó.

-Tenías mucha basura regada en el auto –me dijo.

-Pronto la juntaré y tiraré –le dije.

-Ya limpié. Lo hice mientras te esperaba.

Di una mirada rápida al auto y vi que estaba limpio.

-¡Oh, gracias mi amor! –dije. Y puse la mirada sobre el camino.

-Encontré esto –dijo mientras estiraba el brazo y me ponía enfrente un papelito blanco.

Un par de días antes, a punto de dejar la habitación del motel, Erika quiso unos cigarros Marlboro Blancos. Levanté el teléfono, llamé a la recepción y los pedí. Mientras esperábamos, relamí el contorno de sus redondas tetas. Llegaron los cigarros y dejamos la habitación. La nota de venta era ese papelito blanco.

Diana me sorprendió con la nota, pero traté de mantener la calma y desestimarla. De inmediato le dije que estaba seguro de que mi hermano mayor la había dejado.

-A veces le presto el auto para que se vaya por allí –dije.

Pero ella no se conformó con eso y exigió que llamara ya mismo a mi hermano.

-Ponlo en altavoz. Quiero oírlo. Quiero escuchar lo que dice.

Mi hermano no agarró la onda muy rápido y, aunque se adjudicó la nota, fue evidente que no le quedó de otra. Diana no quedó conforme, no creyó mi justificación. Yo dejé la diversión por semanas. Me convertí en un novio detallista, romántico y abnegado. Quería mantener las cosas relajadas. Y estaba resultando. Hasta que llegó el libro.

Nunca antes me había sentido como cuando nos separamos. O más bien como cuando ella se separó de mí. Sentía como si al irse se hubiera llevado mis entrañas, todas las tripas, los pulmones, el hígado, el corazón. Y el lugar de eso lo ocupó una fuerte histeria que me impulsó a cometer ridículas estupideces dignas del premio al más imbécil de los imbéciles.

La primera fue entrar en la habitación de mi padre mientras él dormía. Cogí su teléfono y envié mensajes a Diana en nombre de mi padre. –Regresa con mi hijo, dale otra oportunidad –decían. Y borré los mensajes. Pero temiendo que ella contestara, le confesé el atrevimiento a mi padre. Él lo tomó con calma. Parecía entenderme.

-Volverá –me dijo-. Te está castigando muy fuerte, pero volverá.

Le creí. ¿Qué más podía hacer? Diana se había llevado hasta mis huevos. Y en una situación así sólo se puede tragar esperanza. También a ella le confesé lo de los mensajes. Era mi prueba de arrepentimiento, de honestidad y humanidad. Lo justo para decirle: mira lo que me provoca extrañarte y necesitarte tanto. Pero apreté más la soga. El libro seguía ganando.

Muy pronto noté mi depresión. Estaba jodido hasta la médula. La ausencia de la mujer a quien desplacé tantas veces por ir a probar otros muslos, me estaba arrastrando al infierno. Y seguí cagándola. Comencé a aparecerme por su trabajo, rondaba por el estacionamiento, echaba vistazos a su auto. Lo hacía tratando de parecer normal ante las personas que andaban por allí. No creo haberlo logrado.

Una tarde recibí una llamada telefónica. Era la madre de Diana. Sus vecinas le dijeron que la noche anterior descubrieron a un hombre, con mi media filiación, trepado en el árbol que estaba frente a su casa. El hombre estaba espiando, mirando hacia su puerta. Esa fue la primera vez que me amenazaron con romperme el culo a patadas.

-TENGO FAMILIARES QUE SON POLICÍAS. NO ME OBLIGUES A PEDIRLES QUE TE VISITEN Y TE PARTAN LA MADRE –me dijo la señora. Y colgó.

Aunque siempre me ha gustado trepar árboles, prefería arreglármelas distinto. Por entonces ya había dejado el trabajo, estaba casi sin dinero, fumaba todo el tiempo y casi no comía. Sin darme cuenta, mi carne casi se pegó a los huesos. Estaba enfermo, ansioso y abandonado. Y deseaba la muerte, una rápida y sin trámites.

Algunas noches me arrodillé en medio de la oscuridad de mi habitación, y partido en llanto miraba hacia arriba y suplicaba la muerte. El sufrimiento puede convertir en cristiano a cualquier idiota. Yo era un idiota y fantaseaba que al otro lado de mi jodida realidad había una fuerza que podía resolver mi miseria con tan sólo mover un dedo o dar la orden.

Una noche estaba por entrar en mi casa y una camioneta se estacionó tras de mí. El copiloto se asomó y me invitó a una fiesta. Acepté, me subí a la parte trasera y nos largamos. Al llegar, la fiesta ya había terminado. Ni nos bajamos y fuimos a dar un paseo. Yo iba sentado en una caja de herramientas, justo detrás de los asientos delanteros. Bebíamos cerveza.

Después de una hora, nos pusimos de regreso. En algún momento vi que subíamos la cuesta rumbo a mi casa. Seguí conversando con el copiloto. El conductor ya no conversaba. De pronto miré al frente. Cuando desperté estaba sentado justo en medio de conductor y copiloto. Ellos estaban inconscientes. Me moví. Mi pie izquierdo estaba atorado con el pedal del freno. Mi rostro estaba caliente y empapado de sangre que no dejaba de brotar.

Los mirones ya estaban congregados. Quise salir de ahí. Forcé mi pierna y la liberé. Bajé y me fui caminando hasta mi casa, sin un zapato, cojeando y escurriendo rojo. El hijo de puta se quedó dormido justo cuando viraba hacia la izquierda, a dos cuadras de mi casa. Y nos estrellamos contra un muro de contención.

La muerte que había estado implorando me dio una visita para decirme que yo era un buen tipo, pero que se estaba cansando de mi juego. Casi me muero mientras Diana dormía o bailaba o festejaba su insurrección al profundo amor que me profesó durante cinco años. Sí, claro. Y yo seguía perdiendo. De eso tengo una cicatriz en la nariz que siempre me recuerda lo importante que es no darlo todo, menos las pelotas.

Después de eso volví a ver a Diana. Y era el mismo cuento, aunque algo había cambiado. Ella ya no se limitaba a culparme, ahora también me castigaba. De una u otra manera, verla era como asistir por voluntad propia a que me azotaran un látigo en el lomo. El simple hecho de acceder a verme, a sabiendas de que le pediría regresar, para reafirmarme su negativa, era la más básica y obvia de sus maneras.

El erotismo era otra. Ése, en esas circunstancias, es un arma poderosísima. A cada nuevo encuentro Diana llegaba con ropa más ajustada, sugerente y sensual. La cabrona sí que sabía hacerlo bien. En una ocasión llegó con una blusa negra, escotada y bien ceñida a las tetas. Me encantaban sus tetas. Y se paró frente a mí.

-Estos senos –dijo- no son perfectos, pero fueron todos para ti, y tú los despreciaste.

Mientras lo dijo puso sus manos debajo de ellos y los meneó discretamente para mí.

Nunca he leído el libro del que sacó sus súper poderes, pero me atrae saber en qué capítulos se refiere a los métodos de tortura y castigo hacia el ser amado, demasiado amado. Quizá no existe tal capítulo. Lo que sí existe o puede hacerse realidad es el convertirnos en lo que más odiamos. Eso puede ocurrir, y le ocurrió a Diana.

A partir de graduarse de la universidad, le dio rienda suelta a la fiesta, al desmán, a las borracheras. Lo supe por casualidad, tiempo después, cuando ya tenía superada la adicción y la co-dependencia. Apareció una noche, en un bar, en el festejo de cumpleaños de una amiga en común. De pronto se sentó junto a mí. Y comenzó la conversación. Nada profundo. Ambos lucíamos muy bien. Yo la había superado. Y parecía que ella a mí. Pero el asunto no acabaría hasta que ella lo decidiera.

Regresó al entorno en que nos conocimos y que yo frecuentaba. Al coincidir cruzábamos saludos y algunas palabras. Ella llegaba sola y yo también. En mi caso ya había otra mujer, en el grupo, que me interesaba. Pero eso no le importaba a Diana, y ni la detendría. Al finalizar una parranda del grupo, se me acercó a preguntar a dónde me iría.

-A mi departamento –respondí.

-Llévame –me dijo. Y la llevé.

Esa madrugada cogimos. No fue una sesión como las que teníamos antes de separarnos, que ya eran casi pornográficas y a los dos nos fascinaban. Pero fue un buen re comienzo que fuimos puliendo en cada una de las demás veces que repetimos la ocasión.

Teníamos esos encuentros con frecuencia, pero no dejé de tener tratos con Viena. Viena era bellísima y tenía uno de los mejores culos que he podido probar. Seguía en mi radar, y con Diana no tenía una relación formal. Viena no tenía novio y era clara la posibilidad de que yo lo fuera. Cuando los tres coincidíamos en el grupo, por supuesto que Diana percibía lo que teníamos Viena y yo.

La Diana que re apareció en mi vida estaba muy de acuerdo con el sexo casual. Varias veces, en la madrugada, me llamó por teléfono para decirme: estoy afuera de tu departamento. Ábreme. Y, literal, la abría. Fue en una de esas madrugadas cuando, después de coger, encendió un cigarro y lo fumaba mirando fijamente el techo. Yo estaba de pie frente a ella, y desde allí noté cómo parecía estar acariciando un pensamiento.

-La odio –dijo.

-¿A quién? –pregunté.

-A Viena –contestó-. La odio.

No dije más, pero ella continuó.

-Soñé con ella. No me gusta soñar con ella. Pero este sueño fue muy agradable. Soñé que la mataba. Y tú me ayudabas a hacerlo. ¡La odio tanto!

Al escucharla sentí miedo, verdadero miedo. Diana seguía fumando, perdida en sus pensamientos, mirando el techo. Estaba ahí, desnuda, deliciosa, blanca como siempre. Su mano derecha daba vueltas sobre los restos de semen que le arrojé en el vientre. Era como si estuviera acariciando una presea. Lo hacía ver tétrico y escalofriante. Pensé que estaba loca. Fue un pensamiento serio. Y decidí no volver a verla nunca más.

Lo último que supe de ella es que comenzó una relación con un tipo muy mierda con quien yo hacía mis desmanes, un tipo peor de corriente de lo que yo pude ser, el tipo que me tapó las infidelidades, a quien yo le tapé las suyas, un alcohólico fracasado y oportunista que alguna vez quise como a un hermano, pero que deseché para ir por mejor camino y mejor solo que mal acompañado.

Creo que ese fue el último arañazo con el que Diana quiso castigarme. No tanto por serle infiel, como sí por no haber sido el hombre que ella quería, uno que le diera lo que ella esperaba, incluido el tirar del gatillo. Y yo sin ganas de decirle que no me importa.

Una mujer despechada siempre se convertirá en lo que más odia. Cuida tus pelotas.

2

Estaba sentado a la barra de la cantina MOC. Bebía un brandy con coca-cola mientras el cantinero me daba la espalda y lavaba algunos vasos, perdido en sus propios pensamientos. Yo no pensaba en algo particular. Estaba aburrido y me sentía solo. Era el mismo tipo de soledad que me impulsaba a contactar a las mujeres con quienes podría tener sexo casual. Tenerlo era una manera de vaciarme y olvidar por un rato mi vida miserable.

No recuerdo cuánto tiempo había pasado sin estar con una mujer, pero seguro ya era demasiado, y sin duda quería estar con una. No había conseguido la posibilidad, por eso estaba ahí. Esa noche, beber, pareció la única alternativa. Y me fui a con MOC, a ese espacio triste con paredes verdes, como el verde de los hospitales públicos, y su olor a orina rancia mezclado con los boleros, aún más tristes, que sonaban desde la consola de monedas.

Di un buen trago al brandy y revisé mi agenda telefónica en busca de algún contacto femenino que hubiera olvidado para contactar. Y nada. Había tratado con todas. El diablo las había reservado a todas para su orgía de ese sábado en la noche. Y para burlarse de mí, dejó el trasero ridículo y escurrido del cantinero, justo frente a mis ojos. Fue una buena burla, lo acepto. Pero no era todo, había más para el maldito Santiago.

De pronto, la pesada y pestilente calma fue sorprendida por el escándalo de unas personas que entraron en la cantina. Eran un tipo con aspecto vulgar, acompañado por dos toscas y carnosas putas. Volteé hacia la puerta y los vi entrando, los recorrí con la mirada, y regresé a mi vaso de brandy. Llegaron ebrios y con buena fiesta, arrastraron las sillas y se sentaron. El Cantinero por fin movió su culo y fue a tomarles la orden. Lanzaban risotadas y gritos. Parecían estarlo pasando muy bien.

Estaban tan bien juntos, que ni siquiera repararon en mí. Yo era otra cosa más a su rededor. Y como yo no tenía otra cosa qué hacer, algunas veces volví a mirarlos. En una de esas veces vi a una de las putas parada frente al tipo, y ella se levantó la falda y le enseñó el coño. Su coño estaba muy peludo y negro, y como detenido desde abajo por unos muslos prietos y abultados. La visión no era como las que yo imaginaba para masturbarme, pero de inmediato me sentí excitado.

Regresé la mirada a mi vaso y comencé a pensar una manera de unirme a su fiesta. Pero más que no tener ideas, me faltaba la confianza para intentar cualquier cosa. Y entonces el resto de mi estancia se fue en beber solo, con la verga dura y caliente, y sintiendo como mi sangre bombeaba mis entrañas vacías y carentes de lo que el mundo entero, me parecía, estaba disfrutando. Estuve ahí, así, hasta que tomé otra decisión.

Pagué la cuenta, bajé del banco, y les dije provecho en un intento, no de ser gentil, sino de llamar su atención y ser invitado. Pero igual me ignoraron. Y salí del lugar. Afuera no estaba pasando nada, ni gente ni aire ni gatos negros, ninguna desgracia o felicidad. El mundo parecía estar en coma y respirando sólo lo suficiente mientras llegaba la inminente muerte. Pensé que estaba como abandonado en una nave hundiéndose.

En esa misma calle, a cincuenta metros hacia abajo de MOC, estaba la casa en que dieciocho años antes fui consciente de las puterías de mi madre. La casa tenía el número 25-A, y estaba arriba y a lo largo de una posada de mala muerte, marcada con el número 25, en la que ocurrieron muchas de las primeras escenas pornográficas, violentas y viles, que he visto en mi vida… continúa

SINOPSIS

Esta novela es una secuencia desordenada de vivencias de Santiago Garbuk. Vivencias que, él cree, promovieron que algunas personas, más o menos importantes, lo desterraran de todo lo que alguna vez lo consideró un integrante.

Santiago tiene 39 años y vive solo, a 300 kilómetros de donde hizo casi toda su vida pasada. Al recapitular su actual situación, él se autodenomina “El maldito”, pero no por creer serlo, sino porque ejercer su derecho a ser quien es, bueno o malo, y así diferenciarse, le ha otorgado ese valor ante los demás.

Casi todas las tardes va a la cafetería Roma Mía, pide un café tipo americano, lee hasta sentir el impulso de escribir, pone la Sterling sobre la mesa, y escribe lo que lo hace maldito ante los demás. Escribe lo que le llega, sin forma ni orden. Todo es un ejercicio sarcástico y burlón hacia sí mismo, es su manera de exhibir su humanidad y la de los demás, y con ello la ironía, la mentira, la fragilidad, y el cinismo ante la propia miseria de las personas que conoce y ve.

Ensayando al Maldito es una exhibición cruda y directa de su pasado y presente, y también de lo cotidiano que, para él, no es más que un circo, una huida en estampida, una simulación de la humanidad que, para él, no logra su cometido, y de la cual también procura separarse. Porque prefiere ser verdadero y cínico, en vez de un payaso más. Ser quien es, porque siéndolo se siente muy bien, y ya no le importa que muchos lo crean un maldito.

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