Apenas abrió los ojos al desplegarse la mañana borrosa, León comenzó a hilvanar sus obligaciones del día. Estaba ansioso, pues le correspondía la ronda matinal de saludos. Se incorporó, se sentó al borde de su lecho y depositó sus pies sobre el suelo tibio. Como ocurría desde hacía muchos años, le dolían todos los huesos, por lo que debía realizar pequeños movimientos ondulatorios en todos los miembros de su cuerpo y esperar un buen rato para que su estructura ósea se acomodara en su sitio antes de iniciar el proceso de incorporarse. Mientras, recorrió su habitación con los ojos: aún seguían allí el par de sillones mullidos con los cojines bordados con punto de cruz, los inquietantes Girasoles de Van Gogh colgaban sobre la pared Este y los cientos de fotografías de todo tipo continuaban clavadas con chinches metálicos sobre el muro Oeste. La ventana dejaba traspasar la luz solar a través de la ligera cortina floreada, si bien ignoraba qué había tras los cristales. Estaban también allí, bajo esa ventana soleada, su amplia mesa y sus aparatos de trabajo.
No estaba 12, su asistente, aunque sabía que ello no significaba que estaba solo. De alguna manera que ignoraba, 12 era omnipresente. Todo lo sabía y todo lo entendía. No había nada que él (o ella, aún no estaba muy seguro) no hiciese para lograr su confort. Era dueño de una infinita calma, aunque era también insistente para instarlo a trabajar. Por eso sus materiales e instrumentos estaban siempre preparados sobre su mesa, que incluía grabadora, papeles, toda suerte de lápices, el gigantesco teclado con las letras cubiertas de esponjoso terciopelo, las decenas de lupas, la conexión automática con el sistema de control de vídeos…. En fin, todo estaba dispuesto.
Su trabajo era ordenar sus recuerdos, y lo hacía junto con un puñado de hombres y mujeres adultos que no superaba el número 500. Hasta donde sabían, ellos eran los últimos seres humanos que quedaban en el planeta, y eran todos ancianos.
León tenía origen latino y había vivido toda su vida en América del Sur. Alguna vez fue profesor de biología en una escuela para niños indígenas; él se acordaba muy bien de esos años de su vida. Era un hombre trigueño con los ojos color pardo muy claro, casi amarillos, estatura media y complexión media. Se enorgullecía de tener abundante cabellera sobre su cabeza, lo que lo distinguía del resto, que eran calvos, o casi calvos.
Todos habían sido rescatados desde diversos lugares del globo terráqueo, en las más diversas condiciones de salud, por los seres de ojos plateados que ronroneaban cuando se aproximaban entre sí. León recordaba muy bien el día en que se topó con 12. Él ya contaba cerca de 70 años y se desplazaba caminando en algún punto de la cordillera andina con una marcha tremendamente lenta, lo que se explicaba por el frío y el hambre perenne que era parte de su vida en aquella época. Cuando se encontraron, León constató enseguida que 12 correspondía a un ser en perfecto estado de salud, sin signos aparentes de privaciones de alimentos y agua, lo que lo puso inmediatamente en alerta. Este ser, sin embargo, le prodigó una sonrisa ingenua y amistosa que no había visto en a lo menos 30 años, y que tuvo la virtud de calmarlo completamente.
Al principio nadie percibió diferencias entre ellos y los nuevos seres, pues tenían la misma apariencia. Es decir, eran bípedos, tenían la sangre caliente y poseían un corazón que palpitaba. Aparentemente consumían menor cantidad de oxígeno y soportaban mejor los vaivenes de las temperaturas ambientales de esos tiempos. Por ello, podían recorrer sin dificultades grandes distancias a plena luz del día sin afectarse por los potentes rayos del sol. Era claro que poseían un corazón más fuerte, pues todos podían escuchar sus latidos a varios metros de distancia. Eso y el color de sus ojos era la sola cosa que los diferenciaba de la especie humana.
Nadie se percató cuándo ellos llegaron. Al principio los culparon del desastre, pero a medida que los años pasaban todos terminaron por aceptar que el comienzo del fin nada tuvo que ver con ellos, sino con muchas otras causales, dentro de las cuales las antropogénicas eran una entre muchas otras. Aparentemente, al momento de llegar solo estaban en misión de investigación. Ahora todos sabían que estos seres eran historiadores, y su único objetivo era conocer la civilización humana.
Eran grandes caminantes y recorrieron todas las ciudades y todos los rincones del globo. Escalaron todas las montañas y sondearon todas las cuevas. Fue así que encontraron sobrevivientes, algunos al borde mismo de la muerte, y construyeron para ellos el refugio, que era el lugar donde León pasaba los últimos días de su vida, que aparentemente había sido larga.
La mayoría de los sobrevivientes habían permanecido ocultos durante años en grupos pequeños y organizados. Algunos se habían instalado en subterráneos de antiguas edificaciones y otros habían optado por escondrijos en montañas y cuevas fuera de los límites de antiguas ciudades y poblados.
León se puso en pie con calma y se dirigió hacia la puerta para iniciar la ronda a lo largo del corredor, un paso después del otro. Su asistente entendió desde el principio que esta actividad debía realizarla sin su ayuda.
El corredor estaba dotado de barandas a cada costado y León se aferraba a ellas con firmeza, pues temía caerse y quebrarse algún hueso, e incluso no poder levantarse jamás. Él tenía el récord de nunca haber caído y eso lo llenaba de orgullo. Le gustaba transitar por él, pues le parecía que concentraba todos los sonidos que él conocía y que alguna vez había escuchado, desde cantos de aves y motores de maquinarias hasta el llanto de un bebé.
Golpeó con sus nudillos dos veces la puerta 16, como lo habían acordado hacía años.
Estoy – respondió del otro lado la siempre cantarina voz de Luisa.
Saludos – le respondió él.
No llamó a la puerta 17, pues la última vez nadie le respondió, si bien no recordaba con certeza cuándo había sido aquella última vez. Además, habían quitado el felpudo ante la puerta, lo que era un indicio claro y tácito que ya nadie estaba del otro lado. Recordó también la mirada infinitamente triste de 12 cuando le dijo con su acento plano e imperturbable que Don Jacinto se había ido.
Ocurrió durante el sueño. 17, su asistente, estuvo presente y le sostuvo la mano, como él había solicitado. Dejó mucho testimonio sin entregar sobre su mesa – le había informado 12. Además, le aseguró que no había sufrido al irse.
Recordó que la primera vez que había visto tristeza en los ojos plateados de este ser calvo que estaba siempre a su lado fue para su cumpleaños número 100. No recordaba cuánto tiempo atrás había ocurrido ese evento, pues no habían celebrado los aniversarios siguientes. Por lo menos, él no lo recordaba.
Aquella celebración se había clavado en su mente por dos cosas, la primera de las cuales fue el olor a las velas encendidas, que lo trasladó inmediatamente hacia las fiestas de cumpleaños de su infancia de barrio. La segunda fue la tristeza enorme que percibió en los ojos de su asistente, pues él dominaba perfectamente bien la escala temporal de los humanos.
Continuó hacia la puerta 18, golpeando dos veces con sus nudillos.
Estoy – le contestó del otro lado la voz apenas audible del querido Ramón. Le pareció que ya pronto se iría también, como le había ocurrido a Jacinto. Le atormentaba pensar en aquello, pues había tejido una profunda amistad con él.
Al parecer, el sentimiento de proximidad con Ramón se debía a que ellos habían llegado juntos. Así lo entendió cuando despertó del letargo y había escuchado su inconfundible voz apenas audible hablar con alguien. Pensó que le hablaba a él y abrió los ojos, pero no pudo ver nada, pues durante el letargo no fue dueño de su cuerpo. Es decir, lo que su cerebro ordenaba hacer, en realidad no lo hacía. Si creía caminar, o beber, o hablar, en realidad no caminaba, ni bebía, ni hablaba. Solo creía que lo hacía. Después entendió que eso se debía a que su cerebro, y todo su cuerpo en realidad, estaba en proceso de “reparación”, como decía su asistente, que no distinguía entre “reparar “y “sanar”.
De su proceso de letargo León solo recordaba que el recinto donde se encontraba era cálido y estaba con toda seguridad perfectamente aseado, pues el aire que ingresaba a sus pulmones no le generaba irritaciones y carecía de olores, como era habitual en esos tiempos. Él ignoraba que durante ese proceso se encontraba en una habitación junto con una docena de sobrevivientes que recibían el mismo tratamiento, que consistía básicamente en hidratación y administración de sales y medicamentos para sanar sus organismos.
Lamentablemente, muchos sobrevivientes fueron diagnosticados con daño mental y no fueron ingresados al refugio, si bien sí pasaron por el periodo de letargo para sanar sus cuerpos, y este antecedente era ignorado por todos. Lo que ocurrió es que la gran mayoría de ellos no pudo resistir los tormentos de la realidad y fueron abrazados por la locura, quizás como forma de evasión.
Más tarde León se enteraría de que Ramón no le hablaba a él en esa oportunidad, sino que hablaba solo; al parecer, adquirió esa costumbre durante sus años de ocultamiento en solitario para no perder el don del habla. Eso le dijo él mismo una vez que conversaron sobre ese periodo de sus vidas, y le confesó que su único objetivo en esos tiempos era no olvidar su condición humana.
Te recomiendo que hagas lo mismo – le dijo – eso te salvará de perder la razón. A modo de respuesta, León le contó de que había leído varias veces el volumen de “La Guerra y la Paz”, que recurría habitualmente a la lectura de un antiguo diccionario ilustrado de la Lengua española y que construía versos con palabras seleccionadas al azar de dicho diccionario. No le contó de todo lo que escribió como resultado de sus exploraciones en la cordillera, pues consideró imprudente hablarle sobre la magnitud del desastre. Esa información la compartía únicamente con 12.
Estoy – le contestó la voz metálica y contrariada de Aniceto al otro lado de la puerta 20. Él era el más joven de todos. Al parecer, no pasaba de los 50 años, aunque no podría asegurarlo. Al principio todos se aproximaban a él, quizás con la secreta esperanza de empaparse de su juventud. De nada sirvió ¡claro!
Aniceto carecía de vivencias del tiempo anterior al fin, pues era muy joven cuando la tierra donde él habitaba comenzó a desmoronarse por el excesivo calor. Aún era un niño cuando vio fallecer a todos los miembros de su familia y quedó completamente solo, en algún lugar de la Cordillera andina. Aprendió a sobrevivir en las montañas. Como carecía casi de educación formal, no pudo nunca localizar en el globo terráqueo que le mostraron su lugar de procedencia, aunque sí estaban todos seguros que procedía de américa del sur, pues su lenguaje se asemejaba al español.
Todos sabían que él fue de los primeros en llegar al refugio, y fue el único que llegó caminando y en el más completo estado de conciencia. Durante el tiempo del letargo no hubo gran cosa que reparar en su cuerpo, pues era muy fuerte y había logrado sobrevivir a las más enormes carencias de alimentos y agua. Cuando lo encontraron, hacía ya varios años que no había intercambiado palabras con otro ser humano. Él no podía asegurarlo, pues no se había preocupado de llevar la cuenta del tiempo. Basándose en todos los acontecimientos que recordaba haber vivido, tales como la lluvia que no cesó durante 5 años seguidos y la sequía abrazadora que duró 10 años, calcularon que había vagado por las montañas andinas durante 20 años en la más completa soledad.
Comunicarse con Aniceto era difícil para todos, pues tenía la asombrosa particularidad de parecer ausente. Había aprendido a mimetizarse con los elementos, de manera que siempre se posicionaba en un mismo lugar de la habitación y permanecía allí quieto como una piedra. Si estaba calmado, sus movimientos eran de una lentitud exasperante, aunque podía escabullirse en un instante de cualquier lugar sin el menor ruido ante cualquier señal de alarma. Dada su juventud, todos sus testimonios se basaban en su experiencia de sobrevivencia, y cada vez que hablaba de ello todos quedaban mudos durante horas.
Estoy – le contestó la voz dulce de julia al otro lado de la puerta 21. Ella no hablaba mucho, pero se sabía que desde el inicio se había avocado con verdadera pasión al trabajo. Había sido escritora y conservaba intactas sus ansias de crear. Si bien a todos se les había pedido que dejaran sus testimonios, al parecer Julia no estaba obligada a ello, pues no pudo nunca desligarse de su don de crear mundos ficticios. Finalmente, ella había optado por hacer ambas cosas. Como resultado, sus testimonios eran inmensamente entretenidos y plagados de detalles, y todos los escuchaban siempre con mucha atención.
Estoy – le contestó Dámaso. Parecía malhumorado, lo que era inusual. Él había sido artista de circo y era un hombre muy alegre, aunque no se sentía cómodo en su tarea de dejar testimonios. Se sentía agobiado en su cuarto y había olvidado completamente sus últimos años antes del letargo.
Golpeó ahora en la puerta 30, la última del pasillo, y su corazón se aceleró, como siempre le ocurría. Estoy – le respondió la inconfundible voz de Clara. Y él respiró hondo.
Clarita, como la llamaba León en secreto, parecía tener 20 años menos que él, pues se movía con ligereza y agilidad, pero había celebrado también su cumpleaños número cien y conservaba todas las velas en una cajita. Era tremendamente inquieta y una gran parlanchina. Podía hablar durante horas sin perder el hilo del tema de conversación. Él la adoraba silenciosamente, pues le recordaba una amiga que alguna vez tuvo, en su chascona adolescencia. No estaba seguro de dónde provenía ese sentimiento de ternura y sosiego que ella le inspiraba, y ese era un tema que por ningún motivo hablaría nunca con 12.
Le encantaba la habitación de Clarita, pues estaba repleta de toda suerte de utensilios que ella atesoraba con verdadera pasión, desde una colección de llaves y cerrojos expuestos en uno de los muros, decenas de pequeños cofres de los más diversos materiales hasta botellas de legítimo vidrio.
El rincón en la habitación de Clarita que a León le resultaba particularmente atractivo era la mesa circular de apenas un metro de diámetro con dos primorosas sillas elaboradas en fierro fundido. Sobre la mesa redonda había siempre un florero de vidrio de angosto cuello largo y un retrato con una fotografía en tonos sepia en la que se podía ver a dos jóvenes mujeres bebiendo algo humeante mientras charlaban con sus codos apoyados en una pequeña mesa redonda. León no había bebido nunca café, o al menos no lo recordaba, pero le gustaba imaginar que la muchacha que se veía en la fotografía era la misma Clarita que bebía café con una de sus amigas mientras esperaba que él se les reuniera para continuar con una charla que sin dudas era plenamente alegre y desenfadada.
Mmmm, es todo – pensó, y comenzó el lento retorno hacia su cuarto, en la puerta 12. Como siempre, un paso después del otro, sin prisas.
Ya estaba su asistente en el umbral de la puerta.
No es fácil ser el último de la especie – murmuró para sí mientras cruzaba el umbral de la puerta de acceso hasta su cuarto.
León sentía una enorme responsabilidad sobre sus hombros, por lo que se abocaba con todas las fuerzas que podía reunir a la tarea de recordar su vida antes del letargo. Quería que su testimonio fuese lo más detallado posible, lo cual le exigía grandes esfuerzos para recordar toda suerte de detalles.
Se sentó en su sillón mullido enfrente de la pared Oriente, pues los girasoles amarillos lograban activar su memoria, quizás porque el recuerdo que él tuvo plena conciencia que correspondía al primero de su vida fue el enorme Girasol en el jardín de su casa de infancia en torno al cual zumbaban las abejas. Probablemente él era un niño muy pequeño, quizás un bebé, cuando se topó con esa gigantesca flor amarilla que asomaba tras la ventana abierta.
¿En qué quedamos ayer? – le preguntó a 12, que lo miraba con ansiedad.
Usted recordó el día en que encontraron la caverna en la montaña – le contestó 12, que ya había clasificado cuidadosamente ese recuerdo en su pantalla de notas.
Cierto – contestó León, con la mirada fija en el Girasol de la pared.
Ese día había estado explorando las montañas junto con una cuadrilla de otros 4 jóvenes. No buscaban nada en particular, aunque tenían muy claro que la ciudad nada podía ofrecerles.
León supo tempranamente que la precaria organización que había surgido no sería suficiente para garantizar la supervivencia de la comunidad a la que pertenecía, que estaba formada por la red de sus vecinos y amigos más próximos a su núcleo familiar.
SINOPSIS: León es un hombre anciano sobreviviente de un hipotético desastre ambiental. Él vive en un refugio que ha sido construido por seres que no son humanos, cuyo objetivo es mantener confortables los últimos días de un puñado de ancianos sobrevivientes y recabar sus recuerdos. A lo largo del relato se desplegarán las vivencias de los personajes en diferentes etapas de sus vidas y situaciones de sobre vivencia en un contexto de desastre ambiental.
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