Camino lento. Empieza a llover. Hace mucho que no llueve. Me pongo contenta. Pateo un sapo. Mi hermano va junto a mí y llora. Lo miro de soslayo, volteo al otro lado del camino. Pienso en lo bonito que sería que mamá viera llover. También lloro. Hace calor, una mosca zumba. Los tordos vuelan en medio del cielo azul y hacen –cuar, cuar. Su aleteo me perturba un poco pero continúo al mismo paso, miro mis zapatos desgastados y sigo pensando.

Mamá matabamoscas – dice Antonio- Yo no digo nada. Solo pienso en lo bonito que crecerán los girasoles con esta lluvia que aunque insípida, es refrescante.

Llegamos, todos comienzan a llorar, en especial la abuela y Antonio. Yo no lloro, me aguanto y finjo ser fuerte

Sepultamos a mamá en la tumba del abuelo, le dejaron flores de las más bonitas que haya visto nunca, ella estará feliz en el cielo, debe estar allá, era buena.

Regresamos, todos vamos dispersos. El sendero es verde pero el cielo es negro. Ahora la lluvia insípida se convierte en tormenta, los sapos se hacen presentes para buscar comida siempre que llueve, es por eso que lo patee porque se atraviesan al caminar.

Antonio vuelve a llorar por mamá. Lo consuelo y lo abrazo. La tía Petra nos apresura, estamos empapados.

Llegamos al pueblo. Las campanas repican, hoy es domingo, hay misa de siete. Ha dejado de llover en el trayecto. Tengo frío y Antonio también, nos bañaremos con agua caliente al llegar –pienso-. Miro mis zapatos, están llenos de lodo, tendré que lavarlos.

Entramos a casa. Papá no ha vuelto aún, en el cementerio se apartó de todos, no asimila que mama no volverá.

Toño y yo miramos el retrato de mamá. Nos sentamos frente a la ventana, el sol comienza a descender por las montañas, la noche se acerca. Recordamos. Ahora estamos solos en el mundo.

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