¿Dónde está mi país que no lo encuentro?

¿Dónde está mi país que no lo encuentro?

1. Algunas veces el hombre hurga dentro de sí, y no encuentra explicación para los hechos que se muestran ante sus ojos. Sólo es un instante, pero un instante infinito. Entonces, los hombres como él, divagan, no intentan recuperar el pasado, la punta del iceberg, la niñez, la adolescencia, el enamoramiento, la rebeldía; no intentan siquiera congeniarse con los recuerdos, una voz, unos ojos, un rostro, un susurro, una mirada, una sonrisa, un café; no se oponen a que el recuerdo se diluya en un juguete, un perfume, una flor, una navaja que con el entrenamiento desbocado se convierte en insurgencia; únicamente dejan que sus pensamientos divaguen en la etérea quietud de la nada que crece apoderándose del escenario y de su persona. Son miles de espejos que invocan rostros anónimos y desconocidos. Los reflejos muestran la selva con innumerables animales salvajes o el océano con miles de tiburones dispuestos a devorarnos. Evidencian cualquier escena, cualquier imagen, cualquier mentira. Y él, hombre al fin y al cabo, se siente perdido y a gusto, reflejado como el personaje principal de aquel acontecimiento, feliz por ese período de tiempo y espacio que está robándole al bullicio. Es un instante donde deja de sentirse a sí mismo para convertirse en dueño absoluto de sí mismo. En ese lugar indefinido no hay reglas, no hay dioses, no hay ángeles ni demonios, no hay principios; no existe ni el dolor ni los chismes, ni aquellos elementos crediticios que siempre atentan la ilusión suprema de añorar una solvencia paupérrima en el instante preciso de la levedad acreedora que todo ser humano experimenta alguna vez en su vida.

Entonces, Manuel Levy, conocido poeta e irreverente trovador, levanta la cabeza y se enfrenta, como un anti héroe de videojuegos, al torbellino de infidelidad y compromiso implícito en cada una de las líneas demoledoras de la carta de Lucía, e irremediablemente, se enfrenta también, a la incomodidad insólita de sus recuerdos.

2. Sus ojos contemplan desde el púlpito a miles de personas enardecidas que vitorean su nombre. Pancartas de diferentes tamaños y colores se elevan, cual montañas, deseando ser reconocidas por su explicación y su mensaje. Luces que ciegan, se le enfrentan desde diferentes ángulos, son sirenas de inefables coche-patrullas creadas como epígrafes bulliciosas de leyes inmigratorias. El auditorio es inmenso, las luces se mueven de lugar y la tarde se va convirtiendo en un ocaso claroscuro que progresivamente se apodera de la situación. Los diversos sonidos se confunden con las voces y matices de voces que provienen de todas partes. Añora la cafería del zurdo Miguel, a las afueras de Madrid, donde muchas veces, violentando el amor y la paz familiar, se encontraba clandestinamente con Lucía, entonces se tomaban un café con leche más un croissant a la plancha, recordaban y planeaban su regreso, se besaban y con promesas de amor se despedían tan tranquilos. Ahora puede contemplar el escenario a su gusto, puede examinar sin apuros los rostros de aquellas personas que vitorean su nombre; el conglomerado simula ser una silueta femenina recostada a sus pies; distingue pechos hinchados, voces roncas y sudorosas, manos exasperadas que se abren suplicantes, muchos ojos, rasgados y redondos, millares de personas con actitudes cómplices y confianzudas. La escena es tan irreal que sus sentidos se desplazan hacia otro espacio en vez de enfrentarse al desconocimiento de su propia mirada que descendiendo hasta el ombligo del mundo alcanza satisfecha el acto recíproco del placer. Las luces de colores aturden e invocan la confusión. No se contrae, simplemente se deja llevar por la marea y claudica contento imaginando los dulces y burlones ojos de Lucía al colocar su firma sobre tan demoledora carta.

Piensa en alguna multa, algún desliz automovilístico, quizás un pleito; ¿de qué infracción se le acusaría ahora? Levanta la mano izquierda para protegerse de los reflejos de luz que remarcan sus ojos chinos. El bullicio es insoportable. Sus oídos se resienten. El gentío es descomunal, desproporcionado: ¿El coliseo Amauta? ¿La plaza de ventas? ¿La Octava, la Catorce? ¿El Madison Squard Garden? ¿La calle ocho? ¿El Port Olimpic? No sabe dónde está ni le interesa. Se siente incómodo, pero satisfecho. Desconoce los mecanismos de la nada, y es entonces cuando presume y acepta la derrota feliz de aquella batalla mental. Aun así, empieza:

“Queridos compatriotas”

Tiene rasgos orientales. Sus cabellos hirsutos y negros y sus ojos achinados, le dan un aspecto inofensivo y tranquilo. Su cuerpo grueso como el de un luchador, sus pechos marcados por los músculos y su cuello corto como los de su madre, muestran una apariencia atlética que destaca del resto de sus acompañantes. Intenta recordar qué hace ahí, quién es, más sus pensamientos se rebelan, no quieren permanecer en ese auditorio y vuelven a esfumarse de su memoria.

Lima, 08 de febrero del 2018

Querido Levy:

No sé si estoy o no en este país que no puede ser el nuestro. Me niego a entender y a soportar todas sus intrigas e insinuaciones. Me resisto a sus manoseos nocturnos, sus robos, sus comentarios mitómanos y absurdos, su histerismo, su miseria social y cívica, su dolor, ay, por la puñetera, qué rollo. Ellos dicen que estoy friqueada, palteada, muñequeada. Que estoy con rochabús. ¿Nos criamos aquí? ¿Somos oriundos de estas tierras?: Las desconozco, vale. El cruce de peatones no existe. Los autos las ignoran, los peatones también. Las entrañas de las pistas tienen huecos tan grandes que hasta un coche podría hundirse en ellas. Los semáforos están ciegos, los carros del servicio público cada vez más viejos. Los policías reclaman coimas, mi amor, porque el sueldo que perciben es vergonzoso. Cuando se les sale el indio nadie se salva de darles para la gaseosita.

La enseñanza se ha distorsionado en leyendas urbanas, violentas y decepcionantes. Los maestros ya no leen, no tienen tiempo, están taxeando. Los médicos se han olvidado del juramento hipocrático, ¡la han anestesiado!, y los dolores se pasean por los hospitales como fantasmas en huelga buscando sus cuerpos. Conociéndote como te conozco, gordito lindo, esta imagen te parecerá absurda, y no podrás creerla, (por eso te envío fotos, y también por eso, le he puesto semejante título a esta carta), pero te juro que, literalmente, los negociantes informales han tomado la ciudad con todo tipo de prebendas. Revolotean como avispas en un panal distorsionando la capacidad económica de la oferta y la demanda y te cierran con tu adquisición, te meten cabeza ¡Esto es una guerra declarada contra la indiferencia, por Dios! ¿Por qué nunca nos dimos cuenta de tanto peloteo?

Los canales de televisión utilizan un léxico lacónico, deformado, inútil, mortal. Nuestro país está agonizando, y lo triste, amorcito mío, es que no hay relevo, el futuro generacional está gangrenado, diezmado por las drogas, el alcohol, el tabaco y otros vicios modernos. Los jóvenes cada vez más obtusos y sin ideales: ¡Gilipollas! ¡Cholos de mierda!

Cuando enciendo un cigarrillo, los del barrio me dicen toca tu fallo, pasa tu incendio, pásame el cáncer. Al sentir en carne propia la delincuencia, que es moneda común en las calles de nuestra ciudad, me dan ganas de cagarme en los huesos de los muertos de todos los gobernantes de esta patria que me tiene tan dolida y cabreada por la insípida sociedad civil que nos acompaña y de la cual no podemos esperar nada de nada. Se supone que donde el sector público y el sector privado se enfrentan, aduciendo incompetencia de equilibrio, eso me lo enseñaste tú, la sociedad civil debería convertirse en un puente que identifique los problemas planteando soluciones imaginativas que aporten seguridad, a nivel colectivo y a nivel local, en los barrios inestables y sin mínimos de asistencia social de nuestra patria.

Quizás para mí sea difícil hablar ahora de nuestro país objetivamente, porque no lo entiendo, nuestros compatriotas se han convertido en gente incomprensible que me preguntan, sin ningún tipo de tino, por supuesto, dónde está tu machete, tu gilberto, tu machuca rico, tu montaner, tu mariachi; gente de un esquema de vida inexpugnable, a veces ridícula, a veces sufrida, a veces inverosímil, que no dicen gay sino rosquete, cabro, brinchi, brócoli, chimbombo, que no escupen sino que te meten pollo ¿O seré yo a la que no entienden?, ¿o seré yo la diferencia?, pero por qué, si soy la misma que hace años jugaba en estas calles, correteando detrás de las amigas y los amigos al chapa-chapa, mateando aquel balón indignante que se rezagaba en el camino al punto de nuestras esperanzas. Sí, soy la misma que ayer, dando la cara, discutía con los vecinos cuando se quejaban por nuestras voces altisonantes que se colaban irresponsablemente a sus casas.

Soy la misma, les insisto, pero no me reconocen. Soy la negra, aquella niña que tenía miedo a las inyecciones, ¿por qué no me recuerdan? o es que estoy tan cambiada que ya no puedo reconocerme ni a mí misma, o es que nunca viví por aquí, pero entonces, mi amor, Manuel, mi rey, ¿cómo reconozco el aroma a barrio de distrito, los cerros húmedos, el sabor a tarde enamorada, el colegio infantil donde nos dimos el primer beso, la noche y sus borracheras? No quiero pensar más, porque a veces siento que hasta mi propio pasado me desconoce: ¿cómo es posible que yo no sea ni yo misma? ¿Dónde está mi país que no lo encuentro? Tú me enviaste. Te exijo una respuesta pronto. Si no, ya sabes, cobras.

Se despide de ti,

Lucía

Posdata: Imagino que sentirás la misma impotencia que yo al intentar convertir esas jergas peruanas al idioma de Cervantes. Je, je, je. Te compadezco cholito judío.



3. De pronto el silencio crece apoderándose del escenario, y a mí se me viene encima todo el nerviosismo de la primera cita de amor con Lucía. No entiendo cómo llegué a esta tribuna. Mi mente se niega a colaborar, el sudor brota indeseablemente, y desde ahí en libertad y sin guía, resbala por mi piel, como miles de hormiguitas despistadas corriendo unas detrás de otras en una caminata infernal, inundando de humedad todo el cuello de la camisa. Innumerables de ellas brotan por los poros de todo mi cuerpo y se hacen fuertes y siento su grandeza avanza desnudándome de pasiones.

El tacto de mis manos descubre que estoy trajeado. En un acto reflejo bajo la mirada y observo un traje francés de colección de moda. El corte es magnífico, los pliegues excelentes, los botones denotan un detalle elegante y varonil: La cabeza de un león tiene estampado en dorado y alto relieve el siguiente enigma: מגן דוד.

4. Parece que lo hubieran hecho para él. A su gusto y medida. La intensidad del silencio lo aturde y se obliga a romperlo. Recuerda, en una vaguedad de siglos, sin tiempo ni espacio, la pose magistral de los grandes oradores de su juventud, entones se arregla el nudo de la corbata y moviendo el cuerpo, con disimulo, como si un escozor apocalíptico lo estuviera atormentando, prosigue:

«Como todos, he perdido muchas cosas en la vida, pero aun así he sobrevivido: Estoy…»

Después de un mínimo espacio de tiempo, que se podría considerar como intenso, y forzando su puño en un ademán de fuerza acusando al suelo, soltó lenta, pero enérgicamente, la palabra que de verdad lo unificaba con ese conglomerado desconocido que bullía ahí abajo manifestándole su cariño:

» Pre-sen-te».

5. Aplausos. Gritos ensordecedores. Mi nombre nuevamente paseándose por los aires de esa tribuna; la gente que no conocía me reconocía en mis palabras. Palabras que intentan redimirme invocando un recuerdo, más bien, una promesa que se filtra por mis tuétanos y mis nervios. David había muerto en esa intervención tan estúpida y sospechosa. Lucía y Alma América están en Lima. Sólo falto yo para dar inicio a nuestro truncado Proyecto de juventud ¿o será una invitación a la muerte? ¿O será alguna acción desvalida?

6. Te admiran, eres su líder, su referente, ¿por qué? ¿Quién eres tú para despertar semejantes pasiones? Por más que intentas recordar, el intento se te va al vacío. No puedes concentrarte. No encuentras explicación para aquellas palabras, las dices como autómata, como si fuese un discurso aprendido con anterioridad. ¿Qué estás diciendo? ¿Qué tienes que decir? ¿Para quién? ¿Por qué? No existe lógica. Lo único que sientes en ese atardecer es la pasión de aquellas personas que te despiden. Y por qué a ti. ¿Adónde te vas?:

“En el exilio, como en cualquier otra circunstancia, la razón de la vida, es la vida misma. No la muerte. Ni las borracheras”.

Dos palabras resuenan en tu garganta: Exilio y borracheras. ¿Acaso eres un exiliado, un refugiado en un país extraño? ¿Acaso eres uno de los grandes borrachos de la historia? ¿Te admiran, por hablar de las borracheras y del exilio? Te niegas a aceptar esta teoría y dejas que las palabras sigan fluyendo por tu boca, sin control, libres, como el sudor que desordenadamente está empapando la humanidad de tu camisa:

“Hoy, en este mi viernes histórico deseo compartir con ustedes parte de ese vivir, a veces torcido, de vez en cuando leal, a veces denigrante, otras, inverosímil y maravilloso”.

7. Qué estaba diciendo. ¿De qué viernes hablaba? No me entendía ni a mi mismo. Me estoy despidiendo, pero de qué, ¿de quién?, o mejor dicho de quiénes, ¿por qué?:

“Ahora, compatriotas, inconscientemente, la razón se difumina en mis recuerdos y los ojos de mi memoria se nublan y distorsionan la realidad. Tengo miedo, queridos amigos, de esconderme en lo oscuro del silencio. Temo no despertar o despertar en algún lugar desconocido donde todo sea parálisis y desconcierto. De verdad, siento el mismo nerviosismo de niño que desordena el mundo con sus travesuras insurgentes, sabiendo que se quedará sin sus propinas devaluadas, sin calle y sin jugar al fútbol”.

8. Sin buscarlo fue encontrándole sentido a su discurso. Aún no recordaba qué hacía ahí, pero estaba seguro que se despedía de todos, sus palabras fluían y no se podía negar a contentarlos. Si no, cómo se enfrentaría a lo desconocido, cómo enfrentarse a esa pasión que vitoreaba su nombre, cómo desistir de ese mensaje que llevaba dentro escrito como un enigma. Hablaba de ese lugar inexacto donde reposa el caminante perdido en la noche de la vida, compartía de ese lugar de donde nadie ha regresado, lugar quieto, oscuro, fúnebre. Hablaba del miedo, de aquel niño que era él mismo, describía sus travesuras insurgentes, sus castigos sin paga cuando no retenía el aprendizaje del abecedario y la j y la ñ se le extraviaban en su destino. Sabía que la manecilla pequeña del reloj marcaba las horas y la grande los minutos, pero no podía descubrir el trayecto del tiempo en ese cacharro que colgaba de una de las paredes de su sala:

“Sí compatriotas, desde hace muchas noches estoy meditando en volver a nuestro país”.

No desea continuar, las palabras caen de sus labios enredándose en tartamudeos indescifrables; por fin, las lágrimas vencen su serenidad. Busca instintivamente un pañuelo en el bolsillo izquierdo del saco y lo encuentra, ¿quién colocó ese pañuelo justamente a

hí? Suena su nariz con delicadeza, sin embargo, no puede contener la tristeza que se le ha presentado de la nada como su mensaje. Lo intenta, mas no logra contenerse. Es necesario para él que las palabras sigan dando forma a su discurso. No puede permitirse enmudecer de repente:

«La duda me entristece. Y me confundo más, compatriotas, cuando insospechadamente, de mis labios brota un “no puedo” aún más triste que yo mismo. Y me pregunto, y creo que todos ustedes se preguntarán conmigo: ¿Qué nos pasó? ¿Cuándo nos percatamos que habíamos salido del Perú, pero que el Perú jamás había salido de nosotros? ¿Por qué no insistimos en su sabor a tierra húmeda? ¿Acaso nuestro corazón en aquel tiempo no deseaba reconocer aquel terruño, su sierra, sus ardientes y perdidos ejercicios selváticos y sexuales? ¿Por qué tuvimos que desprendernos de sus raíces, confiar en manos de otros extranjeros nuestra cultura? ¿Por qué abandonamos en desiertos las risas de aquellos niños quemados de frío que confiaban en nosotros como si fuéramos su futuro? ¿Por qué olvidamos nuestra concepción entristecida de la política, nuestras convicciones de entrega y desprendimiento?”.

La tristeza ha cedido a la vehemencia de sus palabras. El sudor ya no controla su cuerpo. El hormigueo y el escozor apocalíptico han desaparecido entre sus ropas. La tarde está despejándose; viene de vez en cuando una brisa marina que reposa sobre su cuerpo sudoroso, supone en su imaginación el cuadro…



SINOPSIS


Lima 1982, cuatro universitarios de la facultad de Historia de una universidad local, Manuel, Lucía, David y Alma América, preparan su proyecto de tesis y para ello deciden hacer su trabajo de campo en la ciudad de Coracora, provincia de Ayacucho. Por circunstancias que aún en estos años, 2018, no entienden, son detenidos, ultrajados y asesinados (David).

Lo que se quiere contar en realidad es la odisea de estos cuatro jóvenes que son arrancados de su patria por amenazas contra su vida. Así como su integración en una sociedad que no es la suya y que se ve reflejada en las cartas que envía continuamente Lucia a Manuel Levy.

Las vivencias, tanto en Lima como en Madrid, son recuerdos, monólogos personales y mensajes que se entrecruzan a lo largo de la novela.

El nudo de la historia radica en encontrar el verdadero motivo por el cual tuvieron que ser desarraigados de su realidad, violenta y ninguneada, pero suyas al fin y al cabo. Con ese propósito regresan a Lima y al descubrir los motivos verdaderos de aquel gobierno corrupto para ordenar su exilio, impotentes lo minimizan, al tener que enfrentarse ahora a la desaparición de Alma América.

Se internan en una búsqueda por las diferentes regiones del país. Al rescatarla de un grupo disidente de subversivos, Manuel Levy, dice: “Pirémonos, nosotros ya no somos de aquí, nunca debimos regresar”. A lo que Alma América termina diciendo: “Tampoco somos de allá”.

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