Cuando cedió la puerta del ascensor, me encontré un hall en penumbra, desangelado y poco acogedor. Dejé la llave en el mostrador, donde descubrí al recepcionista de noche mirándome con ojos entornados y sin interés alguno. Me observaba como si yo fuera parte de un evanescente sueño suyo. Encogido, parecía solo un traje engurruñado, olvidado en el sillón del rincón oscuro.No se inmutó. Ni siquiera supe si lo había despertado del todo. En ese momento fui consciente de haber abandonado la habitación demasiado pronto, pero no volví a ella y preferí esperar en uno de aquellos pomposos y azulados sillones hasta que abrieran la cafetería. Desde mi mullido asiento, leí un cartel que anunciaba el servicio de desayuno a partir de las ocho de la mañana. Mi reloj marcaba las seis y veinte.

Las plantas y los muebles circundantes me parecieron aún más graves y fantasmales que la noche anterior, cuando llegué apresurado a tomar habitación en el primer hotel que había encontrado. Ahora, estaba demasiado solo entre aquellos macetones de exóticas plantas y un tanto apabullado por las gigantescas columnas redondas que sostenían el edificio. En ese ambiente de media penumbra, pensé en la desconcertante situación en que me había hundido desde mi salida de Canadá; me costaba entenderla, no era capaz de asimilarla. Y para colmo, en ese momento, tuve la sensación de ser como un garbanzo solitario en la enorme olla del vestíbulo del hotel. Ni una sola voz, ningún arrastre de sillas, ni siquiera el runrún del aire acondicionado u otra maquinaria oculta. Nada perturbaba mi estancia, hundido en el extravagante sillón de cuero azul. Aburrido, me acerqué de nuevo a recepción en donde creí que encontraría el recurrido montoncito de planos de la ciudad. Una vez allí, tuve la sensación de que el recepcionista de antes resultó de naturaleza volátil: ya no estaba y parecía no haber estado en ningún momento anterior. El hueco de recepción se encontraba sumido en una desagradable luz mortecina, amarillenta, casi fastidiosa. El lugar me sugería una oficina de reclamaciones obsoleta; solo le faltaba una reja con ventanilla para atender a los afectados ciudadanos. No encontré ningún plano.

Aprovechando que no podía hacer otra cosa que esperar, saqué del bolsillo el llavero que me había sido entregado el día anterior en el servicio de atención al paciente del Hospital Comarcal. Me lo había facilitado la enfermera responsable de dicho servicio. Me vino a la cabeza la pelusa de melocotón de su bigote, que tanto me había llamado la atención, la melenita bien arreglada y la leve mirada resbaladiza. La mujer había sacado el sobre del estridente cajón metálico de su mesa, y me pidió, con excesiva seriedad, que le firmara el recibo del contenido. El sobre tenía estampado un membrete verde del hospital en el extremo inferior derecho. Lo dejó junto a mí deslizándolo con las puntas de dos dedos. Ejecutó el movimiento con esa suavidad con que empuja una carta el crupier de un casino; me la entregó con gran dosis de delicadeza y un silencio reverente. Supuse que me estaba dando el pésame de esa manera. La descubrí observándome con curiosidad cuando me incliné a firmar, y me fijé entonces en sus cuidadísimas manos, que mantenía recogidas bajo el pecho, de manera que le confería un papel decoroso y grave ante el hijo del difunto; me pareció un gesto monjil.

La enfermera continuaba mirándome con rostro melancólico y circunstancial. Abrí el sobre y saqué un llavero que coloqué a un lado. De la anilla que mantenía unidas las llaves colgaba una tarjeta con una dirección. A continuación saqué del mismo sobre un libro con un separador de hojas que asomaba entre las páginas; unas gafas para vista cansada, con montura negra; un reloj de pulsera de escasa calidad y, sorprendentemente, la imagen de una virgencita, en la que se podía leer, sobre una chapa dorada: Nuestra Señora de la Candelaria

¿Una imagen de la Virgen?: no le era propio. Mi padre, que yo supiera, era ateo, al menos desde que tuve uso de razón. Me entraron ganas de decírselo a la compungida enfermera, pero me lo callé.

Volví a fijarme en la imagen. Era el único objeto que no encajaba de entre todas aquellas pertenencias de mi padre. ¡Una imagen de la Virgen! La enfermera descubrió mi cara de extrañeza cuando la escrutaba con curiosidad, y pudo leerme el pensamiento. Seria y circunspecta me aseguró haber retirado de la mesilla, en persona, todo lo que me estaba entregando en ese momento, ni más ni menos.

—En la habitación no hubo ningún otro paciente, era individual —me aclaró—. La ropa se la llevó la señora que lo cuidaba. Las enfermeras de planta me han dicho que se llamaba María.

Aquellas llaves que había recibido el día anterior, las tenía ahora frente a mis ojos, tintineantes en la vacuidad del hall del hotel. Su existencia me resultaba un misterio. ¿Qué hacía tal manojo de llaves en la mesilla del lecho de muerte de mi padre? No eran las de nuestra casa de Málaga, eso era evidente. Su existencia no tenía mucho sentido. Me quedé mirándolas con interés por enésima vez. No sabía qué debía hacer con ellas. Las mantuve suspendidas de la anilla y observé de nuevo que una de ellas era de seguridad, sin duda de una vivienda; las dos pequeñas debían de ser de un buzón o de una cajonera y la tercera tenía toda la pinta de abrir un portal. Un llavero con unas llaves de lo más habitual en el bolsillo de cualquier persona. Volví a leer lo que decía en la etiqueta de plástico: Edificio Sanlúcar. Tercero B.

Aburrido de mirarlas y sin poder encontrarles un significado coherente, las volví a meter en el bolsillo del pantalón, me repantingué y debí dormirme en profundidad, porque, de pronto, me encontré con las luces de la cafetería que se estaban encendiendo. La puerta de cristal esmerilado se abrió y un par de camareras vestidas de oscuro miraron hacia el vestíbulo en busca clientes. Pero por allí estaba yo solo, medio atolondrado. Ninguna otra persona había madrugado más que yo. Tardé solo unos segundos en levantarme y caminar hacia la cafetería. Desayuné sin demasiadas hambres.

Cuarenta y cinco minutos después, y antes de iniciar los trámites post mortem de mi padre, me encontraba ya en la puerta de la vivienda a la que supuestamente pertenecían las llaves. Pulsé un par de veces el timbre para asegurarme de que no había nadie en su interior. Tampoco nadie me explicó si estas llaves eran para entrar en aquella vivienda o su entrega tenía una finalidad distinta. Me sentía sobre todo intrigado, y también algo temeroso. Tras un silencio prolongado en el descansillo de la escalera, abrí y, al hacerlo, me sacudió en la nariz un olor denso a cerrado. Frente a mí solo tenía oscuridad, aunque no tanta como para no distinguir las siluetas de los muebles y la situación de las ventanas. Di un par de pasos y me giré para localizar el interruptor de la luz pero no lo encontré. Aquel espacio necesitaba con premura un baño de luz y renovación de aire. Dentro, me orienté por la raya de sol que entraba entre el cortinaje; así que llegué hasta él, lo abrí, y penetró una avalancha de luz generosa que me cegó unos segundos.

Descubrí tras los hermosos ventanales un paisaje de mar y palmeras que hubiera asombrado a cualquiera. Noté que el aire de la casa se renovaba por momentos. La luz exterior se prolongaba incisiva hasta el último rincón de la vivienda con una luminosidad casi agobiante, cegadora entre tanta pared blanca. Me encontraba en un entorno desconocido y seguía sin saber por qué había ido allí. Curioseé por la vivienda con las manos en los bolsillos y evidente prudencia, siempre distanciado de los muebles y de los objetos que me circundaban, como si sintiera que alguien me pudiera estar vigilando para no apropiarme de alguna cosa. Había determinado dejar la puerta de la calle abierta.

Me detuve ante la puerta del único dormitorio, iluminado por una amplia ventana. No entré, me lo impidió el recato, pero desde fuera pude observar una cama ancha con un par de mesitas de noche a juego con el armario. La paredes eran azul celeste; las puertas del armario empotrado, blancas. Seguí el recorrido como si estuviera en una galería de arte o en un museo. Me paraba de vez en cuando a observar con curiosidad los objetos que me encontraba, examinándolos con meticulosidad. A veces los tomaba en la mano y les daba vueltas sobre sí mismos, igual que si no hubiera visto nada semejante en mi vida: una cachimba de marfil sin usar, una vieja radio de galena, una botella de cristal con conchitas, un objeto indefinido de cerámica, un destilador de aguardiente en tamaño estantería. Y todo lo volvía al mismo sitio que había ocupado, con la precisión y el cuidado con que un joyero deja en el expositor las alhajas o los relojes que ha mostrado al cliente.

Enseguida llegué a la cocina. Me gustó porque soy un entusiasta cocinero; tal afición la heredé de mi padre. Su amplitud podía satisfacer las demandas de un exigente aficionado a la cocina. Podía servir a su vez como comedor e incluso hacerse vida ordinaria allí mismo, pues disponía de una gran mesa de madera blanca y una ventana encarada al mar. Dentro de la cocina encontré un cuarto mucho más pequeño que esta, donde compartían sitio lavadora, pileta, tendedero y armario con útiles de limpieza. Estando allí, me abordó la incómoda sensación de encontrarme demasiado alejado de la puerta de entrada, y como si hubiera estado escondido en lo más recóndito de la vivienda como un ladrón, salí de nuevo azorado y con prisas al espacio abierto de la sala de estar.

Otra vez allí, me fijé en una de las estanterías, en donde encontré tres libros mal apilados y, junto a ellos, una foto enmarcada. La miré sin tocarla, como si no quisiera ser impertinente con el grupo de personas que figuraban en ella. Acerqué la cabeza sin mover los pies, las manos a la espalda, con la prudencia de quien pudiera sentirse observado. En ella posaba un grupo de bañistas en una playa con el mar al fondo, eran mujeres y hombres. En ella reconocí a mi padre con un brazo alzado en actitud de saludar al fotógrafo. Sentí un leve vértigo, parecía estar saludándome a mí. ¿Qué hacía mi padre en esa foto, en una casa extraña y con gente que yo no conocía? Experimenté una ligera sacudida.

Me fui con el portafotos hasta el sofá. Por mucho que me empeñara no conseguía reconocer a nadie más en aquella instantánea. Ningún rostro me era familiar y desistí de hacer conjeturas con seres que veía por primera vez en mi vida.

Desde mi asiento, seguí recorriendo con la vista el resto de las estanterías hasta llegar a la mesa del ordenador. Sobre ella, parecía abandonado el propio ordenador cerrado. A cada lado, un altavoz; el ratón sobre la tapa y un cubilete con rotuladores y bolígrafos en una esquina. La mesa tenía una cajonera con tres compartimientos que me llamaron la atención. Mientras los miraba sentí un deseo inaplazable por saber qué contenían. Antes de acercarme a husmear en ellos, cerré la puerta de la calle; pero los cajones estaban cerrados con llave y por un momento me decepcioné.

Insistí con algunos tirones más pero ninguno se abrió. Entonces caí en la cuenta de que alguna de las llaves que me habían entregado en el hospital podría ser de la cerradura de esa cajonera y saqué el llavero del bolsillo. Probé con una de las dos pequeñas y acerté a la primera. La llave giró y el cajón superior cedió a la tracción de mi mano. No había nada en los dos superiores, pero en el inferior encontré una carpeta con resobados folios impresos. En la primera página leí lo que supuse un título: De agosto a mayo. Entendí que lo que tenía en las manos era el borrador de un relato, o algo que pretendía serlo. Sentí una curiosidad tremenda por leer aquello y, estando aún de pie, ojeé el contenido de aquel puñado de folios grapados con clip en el lado izquierdo del fajo; un puñado de folios que ni siquiera tenía cubiertas. Leí algunos párrafos sueltos de páginas al azar y constaté que no aparecía el nombre del autor por ningún lado. Tras comprobar que el conjunto estaba numerado y ordenado volví con él al sofá y leí el comienzo:

Como estaba previsto, el preocupado profesor acudió aquella mañana de febrero a la cita con el urólogo, para lo cual salió de su casa a eso de las diez de la mañana. Aquel martes de febrero, nada más despertar, notó en el tono de los músculos y en la flexibilidad de las articulaciones que, la crisis psicosomática provocada por el mal tiempo, había pasado. Incluso advirtió en el pene un conato de erección instantes antes de levantarse de la cama, aunque a decir verdad se le vino a menos enseguida…

Me extrañé. Deje la mirada escapar por el ventanal. La cristalera permitía entrar con ganas un mar que parecía metálico. Yo seguía con la carpeta negra en las rodillas y el cuerpo abatido sobre el respaldo. ¿Quién era el autor de las cuartillas escritas? Me pareció imprudente seguir leyendo esas páginas y me levanté para volverlas al cajón. ¿De quién sería la vivienda en que me encontraba y a la que había podido acceder sin ningún impedimento? En realidad, no sabía dónde estaba. No me constaba que mi padre tuviera un apartamento en este enclave costero. Si fuera de su propiedad, estaría repleto de libros, cañas de pescar y alguna que otra cometa colgada de las paredes. Además, nosotros habíamos vivido siempre en Ciudad Jardín, un barrio de Málaga, y a ese domicilio he acudido siempre que he vuelto de visita a España; la última vez, seis meses antes. En ningún momento me había hablado de un apartamento como este. Tal vez se tratara de un alquiler de larga duración, lo que justificaría esa foto de la estantería, por ejemplo, y también el hecho de que al enfermar aquí lo hubieran atendido en el Hospital Comarcal, donde por desgracia falleció. Pero lo de enterrarlo en Estepona, no lograba entenderlo.

Volví a mirar desde el sofá la fotografía que descubrí en la estantería y sentí por primera vez algo más que una nostalgia. No se trataba solo de una tristeza melancólica, era además la necesidad de tener a mi padre junto a mí en el cálido sofá del extraño apartamento, a la vista de un mar de invierno que, seguro, nos hubiera unido otra vez aquella mañana. Lo eché de menos.

Un par de minutos después, salí a curiosear el exterior desde el balcón. Bajo él observé a un diligente camarero que preparaba la terraza de una cafetería. El muchacho desplegaba las sombrillas que un momento antes había arrastrado desde el interior del local como si arrastrara cadáveres, y me parecieron, conforme las iba abriendo, flores gigantes de color pastel que estallaban de sopetón en medio del soso adoquinado del Paseo Marítimo. En ella solo había un cliente a esas horas de la mañana: una mujer mayor que tal vez brincaba los sesenta años.

La señora juntaba las rodillas con recato y parecía mirar al mar como embelesada. Había dejado el bolso crema sobre su regazo y lo tenía cogido firmemente con ambas manos. Luego observé que miraba también absorta al café, un tanto cabizbaja, como si la taza y ella se hubieran prestado a una recogida conversación. La miré con algún interés desde la terraza del apartamento, acodado en la barandilla. Quizá me llamó la atención el hecho de que fuera la única persona que a esas horas no transitaba por el Paseo Marítimo practicando deporte o caminando. Pero no, no debió de ser por eso.

Me pareció muy arreglada para ser tan temprano. El vestido blanco de estampados grises y negros resultaba muy elegante. Se mantuvo mirando el mar un buen rato. Cuando por fin decidió tomar la taza, al alzarla tuve la sensación de que nuestras miradas se encontraban. Y no solo eso, creí además que aquellos ojos se posaron en los míos durante unos segundos para apartarlos después con cierto recato. Tras unos segundos, me metí en el apartamento.

De agosto a mayo, leí de nuevo en la carpeta que había buscado otra vez en el cajón en un intento de descubrir alguna señal que me orientara, pero resultó vano. No me decía nada. Como tampoco me lo decían los objetos que estaban a la vista. No tenía ni idea de quién dormía en la cama del único dormitorio ni quién cocinaba y comía en la mesa de la cocina. Me acerqué de nuevo a la puerta de la habitación y, tras dudar un instante, decidí entrar a curiosear en el armario. Un armario tan grande como la propia pared en la que estaba empotrado.

Cuando abrí, sentí vergüenza y temor a partes iguales…

SINOPSIS

León recibe la noticia de que su padre está a punto de morir. Viajará con urgencia a España desde Canadá, en donde se encuentra trabajando como médico. Nadie le ha dicho por qué está a punto de morir, ni por qué razón se halla ingresado en un hospital apartado del lugar en el que siempre ha residido. Desconoce también quién hizo la llamada.

Al llegar a España, León descubre aspectos insólitos de la vida de su padre que le atañen incluso a él mismo. Su estancia en España se convertirá en la azarosa búsqueda de una misteriosa persona de quien incluso desconoce su identidad. Había sido una búsqueda iniciada por su padre pero inconclusa por su fallecimiento. León se siente obligado a seguir con ella.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS