Capítulo I
-Supongo que vamos a tener que quedarnos hasta que esto se resuelva. Por las buenas o por las malas.
-Oh, créame Licenciado. Esto se va a resolver por las malas.
El arma apuntaba ya a su cara cuando Alejandro Monteri le espetó esas palabras como si de una poesía griega se tratara. No tenía los brazos extendidos en posición de ataque. Más bien mantenía el arma apoyada sobre sus piernas cruzadas, mientras estaba cómodamente reclinado en su silla. Descansaba el mango de una Bersa BP 9 CC de fabricación nacional cuyo punto límite buscaba una parte aleatoria del rostro todavía sorprendido de Federico Rostriaga.
Dejó de escuchar el goteo aleatorio en la canilla del baño y ya no podía estar enojado por no recordarle a Alejandra que llame al plomero. Del mismo modo, los colectivos continuaban pasando, raudos, y penetraban la ventana de la oficina con un ruido que llegaba incluso con la supresión de la imagen, demasiado lejana para alcanzarlos. Parecía la escena de una obra de teatro mal actuada, precisamente porque ninguno de los actores tenía demasiado establecido el guión. O al menos eso creía en ese instante. Pronto se daría cuenta cuán equivocado estaba.
Federico tragó saliva y buscó reacomodarse en su cómodo sillón de cuero sintético, sin hacer movimientos demasiado bruscos, para no provocar a ese extraño que tenía a un escritorio de distancia. La noche ya se había adueñado del cielo y el aire de Rosario parecía contaminarse de las carcajadas ajenas que largan los programas de televisión para una noche familiar. Una suerte de mandato de sensaciones que se imponen en el living de las casas, una orden de lo que se debe sentir, para creer que todo el esfuerzo del día valió la pena.
Debajo del arma, Alejandro tenía un pantalón de jean negro ajustado y una camisa blanca. Con los zapatos a tono y una corbata fina combinando, estaba impecablemente vestido. Nada haría pensar apenas lo vio entrar para tener una primera sesión que el joven podría representar peligro alguno. O que cupiera la posibilidad de que esté armado.
En ese momento una leve sonrisa surcaba entre medio de la boca formando pequeños hoyuelos sobre sus pómulos, como esas piedras que suelen ayudar a las ranas sobre una laguna. El prolijo peinado podía intuir que había asistido al peluquero hacía poco. Demonios, incluso existía la posibilidad de haberse cortado el pelo precisamente para asistir a su consultorio. Podía imaginarlo tomando un café antes de subir, con su historia guardada en la mesa de un bar cualquiera. ¿Quién podría predecirlo?
Sea como fuere, lo cierto es que Federico debía pensar cada movimiento, cada acción articulada con la delicadeza de un juego de equilibrio. No podía caer víctima del miedo, aunque le aterraba que un arma de fuego le esté mirando directamente a los ojos. Aun así, lo que de verdad le torturaba en ese momento era la expresión casi jovial de su paciente. Había una sensación de comodidad en semejante situación con Alejandro porque, en algún punto tenía todo bajo control, y eso es tal vez lo peor que puede pasar en un consultorio psicológico: que el control esté totalmente en manos del paciente.
-¿Esos son los famosos divanes en los que ustedes se quedan dormidos siempre? –preguntó apenas entró en la oficina. Se disculpó por los nervios y le estrechó la mano inmediatamente. A Federico no le pareció nada mal. Romper el hielo con un chiste puede ser una buena forma de comenzar una relación profesional. Muestra buena predisposición por parte del paciente, y ayuda a quebrar ese primer contacto espantoso entre un hombre que admite pasar por un momento de incertidumbre, y que está dispuesto a pagarle a un extraño para que lo acompañe en un proceso de descubrimiento íntimo y privado.
Eran las 20:30, era el último paciente del día y habían quedados solos en el consultorio. Natalia, su recepcionista, se retiraría apenas pasen a la consulta. Era una práctica habitual para un hombre sujeto a su trabajo, tal vez para suplir faltas que son más groseras y esperan en casa.
-Efectivamente, esos son los divanes en los que nos quedamos dormidos. Aunque a veces aprovechamos que ustedes están de espalda y también nos marchamos-, le respondió. Era una ingenua forma de seguirle el juego. Sería la primera vez, y no la última que debería hacerlo.
-Entiendo, Licenciado-, dijo mientras estiraba una leve mueca desde su cara. Parecía sonreír. –Tiene un precioso consultorio, imagino que no debe irle nada mal-.
Federico miró extrañado antes de contestar. Tales expresiones de confianza no suelen soltarse inmediatamente. Aunque también era cierto que estaba orgulloso del pequeño espacio que había logrado construir después de tantos años. Ubicado en el séptimo piso de un edificio en calle Córdoba, el Licenciado Rostriaga pudo abrir un consultorio que funcionaba entre un estudio jurídico (piso octavo) y uno contable (piso sexto). La privilegiada zona geográfica ya era una carta de presentación para los extraños, del mismo modo que los detalles resaltaban en cada rincón de su espacio de trabajo. Solían decirle que tenía muy buen gusto para decorar interiores.
-Imagino que no estamos acá para hablar de mi oficina -, intentó eludir.
-No, no. Claro que no. Discúlpeme la intromisión. Sucede que tengo la sensación de que acá voy a poder hablar con absoluta confianza.
-Es la idea… Alejandro –miró su agenda con la falsa intención de demostrar que no recordaba su nombre, con el fin volver de retomar la distancia suficiente entre profesional y paciente. -¿Te gustaría decirme por qué estás acá? –Sin saberlo, comenzaba una conversación en la que uno de los dos terminaría muerto.
SINOPSIS
Alejandro Monteri tiene su primer encuentro profesional con Federico Rostriaga, un prestigioso psicólogo que ha decidido darle el último turno del día. Lo que en primera instancia es una sesión más, pronto se convertirá en un duelo que conjuga el pasado, el presente y el futuro de manera inevitable.
Antiguos amores, viajes inesperados, pactos de sangre y un arma sobre la mesa. Todos los elementos fueron planeados con sumo cuidado para que Alejandro pueda llevar a cabo una posible venganza, con el fin de sacar a la luz oscuros secretos y mentiras.
Lo que Monteri no esperaba es que, a sabiendas de los actos cometidos, Federico estaba listo para poner sus fundamentos en duda. O puesto en otras palabras, se hubiera dispuesto a no ser nunca sorprendido con la guardia baja.
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