EL ÚLTIMO PAISAJE DE ANDRÉ CHAVANEL

EL ÚLTIMO PAISAJE DE ANDRÉ CHAVANEL

CAPÍTULO I

Alphonse Chavanel miró de reojo, desde el camastro desecho, las suaves curvas del cuerpo de Coral. Después del sexo se preguntó qué podía atraerle tan magnéticamente de ella. Su figura era desigual, rechoncha y con rollos de grasa en la cintura y las caderas. Los pechos grandes y descolgados. Nada que ver con la bella Paulette que conoció en su juventud, la mujer que le enseñó los vericuetos infalibles de la cama y de la vida. Entre el humo del cigarro, entreveía por la ventana, cubierta con cortinajes opacos de color granate, cómo la noche ya se había apoderado de la ciudad. Era hora de volver a casa.

Su mujer había dado a luz el día anterior. Había tenido que esmerarse en buscar una excusa convincente y no parecer un degenerado. Creía que Adele, al final, se quedaría convencida de que una cita en las afueras le impedía estar a su lado en esas primeras horas de su paternidad. Habían tenido un varón, André, fuerte y con el pelo muy negro. Le hizo gracia el gesto algo hosco de la criatura, que fruncía el ceño a la menor caricia. De cualquier forma, tampoco pensaba dedicarle demasiado tiempo, eso era cosa de su esposa y del ama de cría que habían traído de un pueblo bretón. Dada la cercanía de la zona, no les salía demasiado cara y en cuanto el niño destetase volverían a la normalidad con Marie, la asistenta, a la que habían tomado siendo una jovenzuela el año en que se casaron. Se había educado con su mujer, quien le enseñó a leer y escribir, así que, bastaría con ella como niñera.

Se colocó la ropa, fijó milimétricamente el nudo del corbatín granate, abotonó el chaleco estirando después los dos picos sobre la cintura. Guardó el reloj de plata en el bolsillo del costado y se puso la chaqueta de franela gris oscuro. Dejó dos billetes en un pequeño aparador pasado de moda, que cojeaba al tocarlo, donde ella llenaba de colorete las ya rosadas mejillas. Dos rayas negras anchas y bastas surcaban sus párpados inferiores, haciéndola parecer una máscara tétrica, ridícula. Guiñándole un ojo le despidió enseñando sus dientes mellados y amarillos, ofreciéndose para otro día.

—¿Volverás mañana?

Él sonrió sin contestar, cogió el bastón de fina y brillante madera oscura apretando la empuñadura de plata, inclinó su cabeza cerrando la puerta tras de sí y bajó por la escalera. El hall de aquella pequeña casa era agobiante, tenebroso. Un cubículo inmundo donde lo que pretendía ser decoración era un insulto a la vista.Sin mirar a ningún sitio enfiló la salida calándose el sombrero para que su rostro quedase lo más cubierto posible. Todos hacían igual, aunque el esfuerzo era vano. Frecuentemente lograba reconocer a vecinos en aquellos cuerpos que salían raudos del sitio acercando un pañuelo a su cara para disimular.

Antes de volver a su casa, temiendo incluso el momento, paró en el café de la plaza. Un lugar pequeño, vetusto. Solo cabían tres veladores con dos sillas cada uno. La barra de madera oscura acogía esa noche a dos hombres tocados con una gorra a cuadros, hablaban en tono bajo. Le gustaba tomar una última copa cada tarde, saboreando el agrio del coñac con el pesar de sus pensamientos más íntimos. Era un pequeño ritual que siempre llevaba a cabo solo. Incluso el camarero se dirigía a él con gestos, percibía que no quería que nadie le molestase. Se sentó mirando hacia el interior del local. Enseguida le sirvieron su bebida. Notó el olor a rancio y a humedad. Otro camarero barría el serrín del suelo y pasaba la gastada bayeta por el mármol ya sin brillo de las mesas. Cerró los ojos y sintió el calor de la bebida caer hasta el estómago. Pidió otra levantando simplemente la mano. Al cabo de una hora dejó unas monedas en la barra y salió sin haber dicho una palabra.

Llegó a su casa, situada cerca del centro, con dos pisos y un pequeño jardín delante. Una verja la separaba de la acera polvorienta. El puerto, con su olor a salitre y pescado, quedaba lejos, a la izquierda. En cambio, la iglesia, les gustaba decir que catedral, con su campanario terminado en una fina aguja calada estaba próxima, permitiéndoles disfrutar del sonido de las campanas que lo mismo tocaban a gloria que a muerte. No se oía nada en la casa. El salón estaba encendido, su mujer frente a la chimenea miraba como ensimismada los troncos arder. Cansadamente se apoyaba en los cojines del gran sillón verde oscuro que presidía la estancia. Su camisón grueso, largo hasta más allá de sus pies, estaba arrugado en torno a las piernas. Los mechones de pelo rubio se escapaban del recogido hecho al descuido. Se volvió cuando oyó los pasos. La expresión de su cara era de rencor y desconfianza. Alphonse temió que se acercase una de las interminables discusiones que, cada vez con más frecuencia, acaecían cuando él llegaba tarde. Ya le advirtió, que no dudaría en frenar cualquier intento de faltarle al respeto. Incluso la última vez le cruzó la cara con una sonora bofetada que la hizo tambalearse y caer de espaldas sobre la cama, y eso que estaba ya casi fuera de cuentas. Había ocasiones en que la expresión lánguida, llena de palidez, de su esposa sacaba lo peor de su carácter. Carecía de atractivo para él. Era sosa, sin embargo, alta y delgada, eso sí, con un pelo espeso y rubio que sabía recolocarse de la forma más atractiva; perfecta para una velada insulsa, pero un verdadero aburrimiento en la cama y en la vida cotidiana. De todas formas, tenía que reconocer que él era un poco “oscuro”. Se dio cuenta desde joven que sus gustos por las mujeres eran extraños. Le gustaba demasiado lo prohibido, los toques violentos en las relaciones, la perversión en dosis justas. Le emocionaba pensar en episodios exóticos, soñaba con poder poseer cada día a una mujer nueva y desconocida, no le importaba la edad. De cara al exterior era un completo caballero, en su vida privada la cosa era diferente.

Por eso, verla así, abandonada a la melancolía y el tedio, mirando el fuego como si el discurrir del mundo dependiese de ello, le ponía frenético. Debía contenerse, sobrepasarse con una recién parida no era algo demasiado positivo. No quería enfrentarse a ella ahora. Le pidió que se acostase, él estaba cansado después del día tan atroz que había tenido presentando su trabajo de contabilidad. Preguntó por el niño. Ella esbozó una tenue sonrisa, estaba bien y comía con ganas. Inclinó su cabeza, subió las escaleras y se oyó cerrar la puerta del dormitorio tras de sí.

Adele siguió la figura de su esposo con la mirada. Le daban igual sus explicaciones falsas, sus mentiras continuas casi desde el mismo día de su matrimonio. Era una mujer infeliz hasta extremos inconfesables. Se casó con el primer hombre que le destinaron. Sus padres vivían con acomodo gracias a la pequeña empresa de telas de su familia paterna, la cual suministraba tejidos a toda la comarca. Conoció a Alphonse en una excursión que hicieron a la costa con motivo de uno de los viajes de negocios de su padre. Él estaba presente en la firma de un acuerdo con el tendero de un almacén de aquel pueblo pesquero, estrafalario, con olor a pescado y humedad. Ella había crecido en Rennes, rodeada de casi todo lo que se puede desear cuando se es hija única. Alphonse debió de ver en ella la oportunidad de medrar en la vida, sabiendo que sería la única heredera. Él era apuesto, pero no un Adonis. Sus modales eran secos pero educados.

Parecía un hombre de mundo y pronto se imaginó de su mano descubriendo todo lo que adivinaba fascinante de la vida. Se equivocó del todo y demasiado tarde. Sin apenas transcurrir el tiempo era la esposa de Alphonse Chavanel y residía en una casita vieja apresuradamente acondicionada en una población cerca de un mar bravo adornado por más meses de lluvia que de sol. Abandonó amistades y familia. El vacío que dejaron no lo llenó él, sí sus rarezas, sus caprichos, sus órdenes, sus infidelidades. Al instante comprendió la violencia del carácter de su marido. Como única familia política tenía una cuñada que vivía cerca de París, mayor que él, soltera y con la que apenas había contacto, aunque sí asistió a la boda haciéndose notar con lágrimas y ademanes ridículos. Él no hizo de Adele su refugio sino su campo de batalla, ella era la diana en la que desahogar sus frustraciones.

No quería recordar más. Ahora que era madre era un poco más feliz porque el bebé llenaba su corazón de nuevos sentimientos, ocupaba su tiempo, hacía parecer absurdo el sentimiento hacia su marido. Nada salvo aquella criatura era la destinataria de su amor. Se volcaría en él dejando que le sobrepasase la fría indiferencia que le despertaba ese hombre que seguía siendo un desconocido para ella.

Esta noche no le esperaba. Simplemente había bajado al salón a contemplar el fuego, en silencio. Una especie de liberación la rodeaba cuando él no estaba. Y quería disfrutarla. Recordaba sus paseos por París cuando viajaba con sus padres y frecuentaban salones de música, exposiciones de escultura o pintura. Siempre disfrutó con la cultura, pero temprano se dio cuenta de que era un universo vedado a la mujer, por considerarla ignorante o poco válida para ese terreno. Dibujaba muy bien, su padre era su mayor valedor, desde pequeña le animó a hacerlo y de mayor encuadernó sus dibujos para tenerlos siempre con él. También ese trozo de su vida se quedó en Rennes. Cuando falleció su padre — no hacía más de tres años —, se supo de sus deudas. La insolvencia hizo que tuvieran que vender casi de saldo el negocio, apenas quedó nada tras pagar a acreedores y obreros. Su madre se recogió en un pequeño pueblo en Bretaña hasta que falleció, dos años antes, en soledad con la única compañía de una hermana viuda también. No estuvo a su lado en la hora de la muerte, él no se lo permitió. Fue condenada entonces a vivir perpetuamente dependiente de un Alphonse aún más arisco y odioso desde que conociese que no heredaría ninguna fortuna. Escuchó el llanto del niño, subió despacio las escaleras decidida a pasar la noche en el cuarto al lado de su hijo. No volvería al lecho conyugal. Ella ya había cumplido con su parte del contrato. No compartiría con él un segundo más de convivencia íntima. Le daba igual lo que opinase.

SINOPSIS

André Chavanel se enfrenta a todo y a todos por llegar a ser lo que quiere: pintor. Su pasión por los colores, la luz, los reflejos que cada momento deja en los objetos y los paisajes ha conducido su vida por los caminos más inverosímiles. Su manera de ser le hace alejarse de cualquier afecto, su enfermedad le envenena la vida. Lucha por alejarse de lo cotidiano, de lo impuesto, tanto en el arte como en las maneras del siglo XIX. Sabe que nunca será feliz, pero su pintura es su credo y su salvación. Tres personas le marcarán: su madre, su amigo Fabrice y la hermana de este, Anäis. Cada momento es una incertidumbre para él, no sabe dónde estará mañana, ni siquiera si mañana estará vivo.

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