Almas que succiona el desagüe

Almas que succiona el desagüe

Andrea Tovar

28/03/2018

I

Supongo que todo ha empezado en el momento en que Verónica ha llegado a casa, cuando se ha lanzado a hablar sin preocuparse de la niña siria bajo los escombros que salía en pantalla y mi emoción desbordada. Se ha puesto a contarme algo de no se quién, un chico muy guapo de veintidós con el que ha estado hablando en el Café Madrid durante no sé cuánto tiempo. Pienso «no, por favor, otra vez no, justo cuando ya había confiado en la soledad, otra vez una mierda de las tuyas». En cambio me callo y escucho, supongo que con cara de pocos amigos.

Le he preguntado «¿no crees que deberías apagar el radar mientras estés comprometida?» y ella ha cacareado un montón de estupideces sobre la emancipación sexual que le suelta Cari, su coach motivacional, para aliviarle la conciencia a ochenta pavos la hora; y yo me planteo que su coach y mi jefa en la librería tienen el mismo nombre y quizá todas las Caris sean insulsas y un poco retrasadas en general, aunque buenas personas.

Pues justo después de soltarme esas chorradas me ha preguntado qué me pasaba. No podía creerlo, pero así ha sido. Tonta de mí, he confiado en un feedback que por primera vez llegaría, en todo este tiempo. Le he hablado de la bola de fuego de mi garganta y de la sensación de irrealidad, de alejarme de todos. Ella ha contestado, como buena imbécil, «sí, a mí me lo vas a contar, yo en el salón de estética tengo que alejarme a ratos de todo el mundo» y le he dicho «no, hostia, es distinto, joder», y si no he tenido agallas para meter las palabrotas se me han quedado pegadas a la punta de la lengua y quizá me las haya tragado y se hayan sumado a la fuerza destructiva de la bola de fuego.

Acto seguido me ha pedido cinco minutos. Cuando me escapaba una lagrimilla ella ha dicho «tengo la cara muy grasa, necesito una ducha, ahora seguimos». Y he tenido la sensación de que si volvía en cinco minutos y tenía que convivir con ella en los mismos ocho metros cuadrados me prendería fuego a lo bonzo.

Entonces me he ido a mi habitación y he leído cuatro veces un párrafo porque no me enteraba de nada y el libro es bueno y no quiero saltarme cosas. He desistido.

Por fin me quedaba dormida, tapándome el sol radiante de los ojos con un peluche gigante de una jirafa que sustituye al que solía ser mi novio; y ella ha abierto la puerta como quien abre, qué sé yo, una puerta cualquiera de una habitación desierta donde no hay nadie intentando dormir la puta siesta para evadirse de su presumible depresión de bola de fuego. Me ha mirado, se ha reído y ha dicho «vengo a por el peine». Y ha tenido las pelotas de cepillarse las extensiones frente a mi espejo mientras me daba la vuelta y la bola de fuego se encendía otra vez.

A veces tengo momentos maravillosos justo al despertarme, un segundo o dos, en los que no hay fuego. Ni peluches de jirafas. Ni horas inacabables de tedio y de los piii de la caja registradora, aquí está su García Márquez, tome su Dolores Redondo, buena elección, muy original.

En realidad cuando este texto ha empezado a tomar forma ha sido en la ducha. Antes de eso no tenía nada que decir, porque muchas veces quiero matarla y muchas veces me las aguanto.

Justo antes, fumaba frente a la ventana en braguitas y miraba los coches pasar y me daba cuenta de que el Ayuntamiento ha habilitado el carril bus y taxi para bicis, de manera que ahora se lee BUS TAXI BICI SOLO, e imaginaba un autobús, un taxi, una bici y un café solo discurriendo por el carril. Trataba de buscar rentabilidad a esta idea para vendérsela a los publicistas puestos de coca y ginebra, por lo que estaba sumamente ocupada, pero cuándo le ha importado eso a Verónica. Ha vuelto a entrar a la habitación diciendo que se iba a trabajar y que tenía que repasarse los tirabuzones en mi enchufe, porque mi enchufe es el único que aguanta su jodida plancha, y eso es así porque no le da la gana de ir al chino a comprar un ladrón, aunque gane tres veces más que yo y todavía me racanee diez euros del alquiler y haga las cuentas quinientas veces para asegurarse de que no le robo cual judía avara.

Vestida como un putón verbenero, se quejaba. Que si tenía que trabajar aunque fuera viernes por la tarde, que si se trataba de su salón de estética y que si ella era socia capitalista; y no se daba cuenta de que es una peluquería, no un salón de estética, y que su novio viejo se la ha pagado íntegramente a cambio de sus polvos y un anillo en el dedo, y que ese vestido que dejaba ver sus vergüenzas no era lo más adecuado para conservar la salud cardiovascular de las setentonas de sus clientas.

Por eso he ido a la ducha. Para huir, de nuevo, de los mismos metros cuadrados que ella ocupaba de manera ilegítima. Intentaba serenarme y la ducha se inundaba porque las tuberías no tragan y no te permiten darte una buena ducha relajante, sino solo una ducha de mierda para quitarte la mierda, rápida, sin más historia. Me he demorado unos minutos extra en sentir el chorro caliente y el agua me llegaba casi por los tobillos.

Y qué sorpresa. Adivinen quién ha vuelto a asomar las extensiones. Se ha maquillado más –un día se le caerán las pestañas por el peso de la roca de rímel- y yo me he sentido como una presa de Auschwitz lavándose las vergüenzas con la máxima dignidad posible ante su nazi particular, porque créanme, no hay nada peor que estar enfadado y desnudo.

El texto ha brotado cuando he oído el portazo y me he quedado flotando en el agua atascada y en la mierda que acababa de desprenderse de mi cuerpo, y he pensado que era el mejor momento de toda la semana y que estoy sopesando si apuntarme a meditación para conseguir un estado que el silencio y una ducha obsoleta pueden darme siempre que no haya una pesada del coño dando la vara. He mirado una gota muy brillante y solo he pensado lo brillante que era y lo bien, y lo lento, que bajaba por los cristales, y luego he supuesto que es ella la que siempre los ensucia con ese pelo tan largo con esas extensiones tan feas. En mi cabeza ella agitaba la suya de un lado a otro, manchándome la mampara. Sus cosas invaden mi casa, la que fue la casa de los dos, no de una jirafa sino de una persona, la persona que más quiero, mal que me pese, y a la que menos tengo de todas las que más quiero.

Supongo que en el escrito mental había más poesía, he pensado algo de lo bueno que sería el relato y de cómo convertir mi bola de fuego en algo que me haga rica y famosa para que la jirafa se arrepienta, pero está quedando esto, como sospechaba. He pensado más cosas, he pensado que nunca dejo de pensar.

Quizá la historia hubiera empezado esta mañana, en algún punto se ha torcido el día, o quizá la semana nació torcida o el mes o el año o los últimos años de mi vida. Quizá debería dejarlo todo y darme a la bebida o al budismo. O quizá es solo que tengo una compañera de piso que es una auténtica cruz y me va a hacer ganarme el cielo si no me quema el infierno antes en esta tierra del Señor.

x

No me veo capaz de despegar el culo del plato de la ducha, me han abandonado las fuerzas. Siento los gérmenes penetrando en mis orificios. Descubrí cuántos eran, si dos o tres, cuando él introdujo un dedo por alguna parte. Quizá ahora que él ya no los usa, que no tienen fin, más que servir de puerta de salida para el envoltorio de los hijos que no tendremos jamás; vuelvan a coserse internamente. Un himen a grandes puntadas.

Los chicos tienen las cosas mucho más fáciles porque todo les sale por el mismo sitio. El mundo es bastante obvio para un chico. Un chico es capaz de decir: te quiero. Te quiero a rabiar. Quiero una vida entera contigo. Morirme a tu lado. Y de pronto, un día, mientras haces piii en la caja registradora para vender un Vargas Llosa, pensar, uy. Estoy atascado. Como la tubería de esta ducha.

Y no mirar atrás. Y pasear encadenado a otra alma distinta a la tuya.

¿Y yo? ¿Y mi alma?

Mamá solía decirme que si apoyaba el culito en el desagüe de la bañera, el remolino me sorbería el espíritu. A mí eso me acojonaba viva, aún no soy capaz de sentarme tranquila sobre el tapón descorchado. Esas cosas se fijan a la conciencia y ya no se van nunca. Me da miedo quedarme catatónica si ahora mismo mis dos o tres agujeros se dirigen hacia el sitio equivocado.

Echo un vistazo al desagüe y suelto una carcajada triste, pues no hace falta siquiera tapa, del atasque de intestinos de este apartamento. Si ahora me arriesgara y venciera el gran temor de mi vida, no pasaría absolutamente nada.

Quiero salir de aquí.

Correr desnuda, no mirar atrás. Quiero abandonar esta casa y sus fantasmas. Las cosas siguen vivas cuando las personas se han muerto aunque sigan vivas, y yo tengo que lidiar con ello diariamente. Pero si salgo disparada, en pelota picada, puede que me salve.

Si no le pongo remedio, un día toseré demasiado fuerte y la bola de fuego carbonizará los cimientos de este edificio. Eso no le hará gracia al portero ni a los diecisiete vecinos, a la señora que pasea al caniche o a la familia medio-burguesa que discute y ríe a partes iguales al otro lado de las paredes de papel cebolla. Nosotros, antes, la jirafa humana y yo, reíamos cuando les ofrecíamos un espectáculo de audios pornográficos. Nos gustaba imaginar a la esposa frente al plato de sopa de la cena, o las magdalenas de los niños de la merienda, o el croissant del desayuno, con la gota de sudor discurriendo por la frente, apretando las piernas para reprimir, o potenciar, ese cosquilleo inguinal. Cuánto nos reíamos, antes de que hiciera zumo con mi corazoncito, qué felices éramos cuando él era más familia mía que mi propia familia.

Cómo puedes fiarte de la vida, me digo, observando fijamente los últimos segundos de esa gota brillante y limpia que caía por los cristales hace un rato, antes de que se funda en el charco enfangado de mi ducha.

Voy a salir de aquí.

De la ducha. Aunque no pueda salir corriendo desnuda por el carril de BUS TAXI BICI SOLO. Voy a levantarme, a cubrirme con el albornoz y a no pensar que justo al lado del mío, de color rosa, estaba el suyo, de color azul, como los sexos de los bebés, qué maravillosamente organizados éramos, todo metidito en sus celdas, sin posibilidad de errar.

—¿Diga?

—Buenos días —saludo, porque mi jefa, Cari, dice que hay que saludar siempre. Que eso distingue a una persona educada de una persona que no lo es. Eso dice mi jefa—. ¿Fontanería Los Gil?

—Sí, diga —repite, deseando ahorrarse esos quince segundos de trámite y cortesía banal que no se monetizan.

—Tengo una tubería atascada o algo. La ducha no traga.

—¿Desde cuándo le ocurre?

Casi me río en voz alta, pero al fontanero de Los Gil no le haría mucha gracia. Intento ceñirme a la literalidad de la pregunta y no contestar que quién sabe, que quizá es de hoy, quizá de esta semana, o del último mes, o año, o de los últimos años de mi vida.

—Pues ha sido progresivo, me parece —respondo, y creo haber dado en el clavo—. Antes una podía ducharse medio bien, pero hoy se ha taponado por completo.

—Vamos para allá. —Los fontaneros, los cerrajeros, todos hablan en plural, aunque luego solo aparece uno.

En el rato que media entre la llamada y su dedo presionando el telefonillo, yo me seco el cuerpo, palpo con cuidado la zona de los agujeros para comprobar que siguen ahí, que no se han cosido por dentro. Me coloco una sudadera gigante de mi ex, la que esnifo cuando me siento particularmente desgraciada, como hoy, aunque su olor me deje mareada la pituitaria. Escribo esta mierda.

Llega el señor fontanero y examina la otra mierda, la de la ducha, y me mira con cierto asco. Me peino el flequillo con una sonrisa para no repugnarle tanto. A él no le importa enseñarme la raja del culo al agacharse para desatornillar un redondel que hay en el suelo. Le llama el «bote sifónico», y a mí esa palabra me recuerda a algo, pero no consigo acordarme de qué.

—Esto está lleno de pelos —dice el señor fontanero, y saca un matorral enorme, un par de hojas de cuchillas de afeitar y algo que no quiero saber qué es.

Deposita la plasta grisácea en una bolsa blanca.

—Ya está. Son ciento cincuenta euros.

Voy a sacar dinero con él escoltándome. Le entrego la pasta. Hace ademán de llevarse el pastel negro, pero le pido que me lo deje. «Como recuerdo», bromeo, él no se ríe. Llamo a Verónica para informarle de que me debe setenta y cinco. Ella pide acreditación de la mierda, le envío una foto. Aduce que eso no se ha formado en seis meses, que esa mierda será también de mi ex. Ofrece prorratearla, ella pagará en proporción al tiempo que haya vivido conmigo. Pienso que seis años frente a seis meses sale a muy poco. Pienso que esos pelos no son de mi ex, porque mi ex tenía el pelo aún más corto que yo. Que esos pelos son de ella, de Verónica, y punto. Que antes, la ducha tragaba estupendamente.

Pero me callo. Como de costumbre.

Porque pedir dinero a mi ex es una excusa perfecta para volver a verle.

SINOPSIS

El día que Mati cumplió dieciocho, sus padres le regalaron su divorcio. Entonces, entre papá o mamá, eligió a su novio, Sergio. Se mudaron a un apartamento de cincuenta metros cuadrados con dos habitaciones y un aseo.

Cinco años y pico después, Sergio hizo maletas y la cambió por otra, una «mujer», no una simple niña, una de esas que tienen las cosas claras. Así que Mati sobrevive en el escenario de su amor difunto junto con Verónica, la esteticien más cabrona y menos empática del mundo, porque con el salario de la librería no le da para pagar otro alquiler que no sea el suyo de renta antigua. Entre esa opción y vivir con papá y su nueva esposa, o con mamá y sus gemelos in vitro, casi prefiere el infierno.

Eso mismo tiene en la garganta. El infierno.

Un bola de fuego que no extingue el agua atascada de su ducha. Normalmente Mati lleva cuidado de no dejarse sorber el alma por cualquier desagüe, pues al menor traspiés, uno cae directo en el remolino y queda inerte, desplomado en el plato de ducha. Sin embargo, algo ha debido salir mal, porque ya no siente nada.

Mati intentará recuperar su alma de varias formas. Afortunadamente, las fuerzas del universo le tienen reservada también alguna lección entre tanta mierda atascada.

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