«Estoy inmovilizada, apenas puedo moverme un milímetro, el cuerpo que hay sobre el mío impide que me aleje de él. Sus fuertes manos aprisionan mis muñecas, sosteniendo mis brazos por encima de mi cabeza. No reconozco el lugar dónde estoy, está anocheciendo y el suave viento es frío, me hace estremecer.
Tampoco reconozco los ojos de un gris claro que me miran intensamente con una expresión que no logro descifrar. Su cara está tan cerca de la mía que no consigo ver más allá de sus ojos, esos que parecen querer engullirme.
– ¿Qué se siente Leah? Te odio.
Justo en ese momento logro sentir un suave contacto contra mis labios, se intensifica por segundos antes de que pueda ser consciente de que me está besando, quiero rechazarlo, quiero apartarlo de mí, pero no soy capaz. Mi boca se abre en contra de mi voluntad y el desconocido profundiza el beso con rabia, con una intensidad desconcertante.
– Te odio Leah, desde lo más profundo de mi corazón. ¿Qué se siente cuándo te odian sin motivos?
Siento como las lágrimas recorren mis mejillas, soy incapaz de retenerlas. ¿Por qué? ¿Por qué duele tanto? ¿Por qué siento esta opresión en el pecho? Es como si mi corazón fuera a detenerse de un momento a otro, a causa del intenso dolor que sus palabras me hacen sentir. Quiero gritar, pero no puedo, no puedo hablar y no puedo moverme. Estoy paralizada en medio de ningún sitio, todo lo que puedo sentir son mis pies descalzos sobre la hierba fresca, el tronco de un árbol a mi espalda y el hombre que tengo sobre mí, inmovilizando cada fibra de mi ser.»
– ¡Leah! ¡Leah! ¡Leah, despierta!
Cuando Leah abrió los ojos se encontró con la mirada preocupada de su compañera de piso, que acariciaba su mejilla de forma cariñosa.
– Leah ¡despierta!
– Por Dios ¿qué pasa Becca?
– Son las ocho.
– ¿Las ocho? ¡Mierda! Llego tarde a mi turno en la cafetería.
– Lo sé, llevo media hora intentando despertarte.
Leah desapareció por el pasillo del apartamento que compartía con Becca. Entró en el cuarto de baño para echarse agua en la cara y se miraba al espejo con lágrimas en los ojos cuando Becca se situó tras ella.
– ¿Otra pesadilla?
– Sí.
– ¿Diferente?
– No, la misma… siempre es la misma.
– Deberías hacer algo, llevas ya mucho tiempo así.
Poco después salió del baño y entró en su habitación, no se molestó en cerrar la puerta, sabía que Becca la seguiría. Se conocían desde hacía casi un año, cuando tras llegar a Nueva York, había respondido a su anuncio en que buscaba compañera de piso, desde el momento en que llegó a aquel edificio de ladrillo rojo y encontró a la sonriente Becca en la puerta esperándola, supo que aquel iba a ser su hogar, al menos durante un tiempo.
– ¿Has pensado en ir al médico? —Sugirió Becca.
– No, ¿qué me va a decir? Seguramente es fruto del estrés.
– ¿Y por qué no le pides a Alex que deje de darte turnos dobles?
– Necesito el dinero, ya lo sabes.
– También necesitas descansar.
– Becca…
– Sí, ya lo sé… Vas a decirme que deje el tema, otra vez.
– Lo siento, llego tarde.
Leah abrazó a su amiga antes de marcharse a trabajar. No necesitaban palabras, cuando al poco tiempo de mudarse al apartamento, el novio de Becca rompió con ella, Leah fue su apoyo y desde entonces se habían convertido en uña y carne.
Nunca pensó que su llegada a Nueva York le ofreciera la oportunidad de tener la vida que había conseguido tener, tranquila y simple, trabajaba mucho para saldar las deudas de sus padres con el rancho, pero al menos no tenía que soportar los cuchicheos de los vecinos que un día habían sido sus amigos. Había huido de su hogar en Texas, de un padre borracho y una madre demasiado religiosa y demasiado ocupada en justificarle. La vida en el rancho nada tenía que ver con la vida en la ciudad.
Estaba observando a la gente que estaba en su mismo vagón del metro, fijó la mirada en el joven que tenía justo enfrente, un chico con una cresta de colores, sonrió pensando en cómo, a menudo, las apariencias engañaban, cuando una mujer mayor subió y el chico le cedió su asiento.
Tres paradas más tarde bajó y llegó corriendo hasta la cafetería en que trabajaba, no era un local muy grande, tenía aspecto de haber salido de la película Grease, en tonos blancos y menta. Faltaban dos minutos para que comenzara su turno.
– Leah, llegas tarde.
– Lo siento Nerta, ya sabes que el metro…
– Me debes una. Me voy, tengo que recoger a las niñas.
– ¿Están con su padre? Pensé que…
– No, las he dejado en casa de una amiga.
– Dales un beso de mi parte.
– Llega más pronto mañana y te lo agradecerán más.
Nerta era una mujer con muy mal genio, pero amable a su manera. Se había preocupado por ella cuando se cortó con una jarra que se había roto unos meses antes y desde entonces su relación era más cercana.
En un pestañeo se puso su delantal y se colocó tras la barra, comenzó a servir a los clientes que esperaban sus pedidos y la noche pasó como todas las demás, había algunos clientes habituales que iban más por la conversación que por el café gratis y Leah siempre les escuchaba, la ayudaba a distraerse de sus propios demonios.
Aquella noche María, una mujer mayor que solía ir a su salida del turno raro que hacía como enfermera en el hospital, se fijó en sus ojeras. Siempre era amable y sabía que tenía una hija un par de años mayor que ella, que se había marchado a Los Angeles en busca de oportunidades para despuntar como actriz.
– Leah, nunca hablas de ti… pero me preocupa tu aspecto. Estás más delgada y esas ojeras…
– Tranquila María, es sólo que me cuesta dormir.
– ¿Quieres hablar de ello?
– No. No es nada, de verdad, es sólo que he tenido una pesadilla.
– Puede ser por el estrés, trabajas mucho niña.
– Sí, pero necesito todos los turnos que pueda hacer.
– El dinero no sirve de nada en el cementerio.
– ¡María!
– Una niña tan joven como tú no puede tener tan grandes deudas.
– Las apariencias engañan.
En aquel momento entró otro cliente y María le hizo una seña a Leah para que fuera a atenderle, ella asintió de inmediato, librándose así de hablar sobre ella, algo que siempre evitaba. María se marchó cuando Leah se dirigía al nuevo cliente, pero le sonrió antes de abandonar la cafetería, dándole a entender a Leah que simplemente se preocupaba por ella, pero que todo estaba bien.
Se aproximó al hombre que estaba sentado de espaldas a ella, no había nadie más en el local así que se detuvo a observarle extrañada. No era el tipo de cliente que solían tener. No le había visto entrar, pero por lo que podía adivinar se trataba de un hombre alto, llevaba un traje beige que por el aspecto que tenía debía ser hecho a medida y bastante caro, su espalda ancha se enmarcaba sobre la silla y, el cabello rubio y largo por media espalda, recogido en una coleta que no dejaba escapar un sólo pelo, por algún motivo no desentonaba. Se colocó frente a él sacando su libreta de notas del delantal para tomarle pedido.
– Buenas noches señor, ¿qué desea tomar?
– ¿Qué me recomienda señorita?
Su voz dulce y masculina la hizo levantar la mirada de la libreta, craso error, pues fue directa a los ojos que la observaban y casi sintió su corazón detenerse. Unos ojos color miel claro, prácticamente naranja, brillantes y de una intensidad abrumadora. Jamás había visto algo igual y se obligó a mirar hacia otro lado para poder recobrar el aliento y responder, al tiempo que intentaba no mirar su camisa blanca, con el último botón desabrochado y la chaqueta, también desabrochada que dejaba entrever un pecho firme y definido.
– Nuestra especialidad es el pastel red velvet.
– Tomaré eso entonces, y café.
– Enseguida señor.
Se dio la vuelta y se centró en preparar lo que le había pedido, no tardó nada en tener la porción lista y tras colocar todo en una bandeja volvió frente a él.
– Aquí tiene el pastel, y su café.
Iba retirar la mano tras dejar la taza sobre la mesa cuando él, de forma delicada, la sostuvo por la muñeca paralizando su movimiento.
– Preciosa pulsera, señorita. ¿Una reliquia familiar?
Tenía los ojos clavados en la pulsera de plata envejecida con un intrincado grabado y piedras de ónix negro que llevaba en su muñeca derecha, se trataba en realidad, de lo que ella consideraba una imitación de un brazalete victoriano, motivo por el que había llamado su atención en su momento.
– Oh, no… Es sólo una baratija que compré en un mercadillo en Nueva Orleans. Pensé que sería una antigüedad pero la señora fue muy persuasiva con la venta y por el precio que me hizo pagar no creo que sea tan siquiera plata.
– Disculpe la intromisión, no es habitual en una joven de su edad una joya de este estilo, victoriano ¿verdad?, sin duda parece antigua y debo añadir que de un gusto exquisito. Por eso deduje, erróneamente, que se trataba de una reliquia familiar. Mis disculpas.
– No tiene que disculparse. ¿Es su anillo una reliquia familiar? —Las palabras salieron de su boca antes de que pudiera darse cuenta y se avergonzó de inmediato. No pudo negar que el sello que él lucía en su dedo corazón era, como mínimo, impresionante.
– Algo así.
– Disculpe, no debí entrometerme.
– No es molestia, en todo caso fui yo quien preguntó primero.
– Si necesita algo más, mi nombre es Leah, estaré tras la barra.
– ¿Leah?
– Sí señor. —Señaló la chapita con su nombre que colgaba de su camisa negra.
– Gabriel.
– ¿Disculpe?
– Mi nombre, es Gabriel.
– Lo siento, es usted un cliente…
– Me temo que debo insistir, Leah, prefiero que me llames por mi nombre. —Fijó entonces sus ojos sobre los de ella y no pudo más que asentir.
– De acuerdo, Gabriel, estaré tras la barra.
El hombre sonrió y ella volvió a su trabajo, se dedicó a vaciar y guardar el contenido del lavavajillas, sabiendo que dos ojos la observaban.
Levantó la mirada cuando sintió su presencia más cerca de ella y se sobresaltó al verle apoyado sobre la barra con una mano sujetando su barbilla y una sonrisa preciosa, se había colocado un abrigo negro sobre el traje claro que resaltaba aún más sus suaves, pero masculinas, facciones.
Sin mediar palabra le tendió un billete de cien dólares, normalmente Leah habría protestado, pero estaba hipnotizada y simplemente se dio la vuelta para cobrarle, tras depositarlo en la caja registradora y girarse de nuevo hacia él con el cambio descubrió que ya no estaba allí. ¿Cómo había desaparecido con tanta rapidez? Siquiera había escuchado el sonido de la puerta al abrirse o cerrarse.
Sin querer dar mayor importancia, se encogió de hombros, suspiró, y continuó su turno atendiendo a los pocos clientes de aquella noche hasta que la cafetería comenzó a llenarse con los clientes que solían pasar a desayunar antes de ir al trabajo. Cuando Sheila la sustituyó en su puesto, Leah se marchó a casa con una intensa mirada en su mente. Jamás había visto unos ojos de aquel color, ni una mirada tan intensa. El halo de misterio que rodeaba a Gabriel le resultaba atrayente, sin poder evitarlo quería saber más de él aunque sabía que no volvería a verle, estaba claro que no pertenecía a aquel barrio.
OPINIONES Y COMENTARIOS