El último de los nuestros

El último de los nuestros

Sinopsis

Carlos Zúñiga no es un portero de local de copas al uso, pese a su imponente apariencia, como tampoco resulta ser típico “La Salamandra”, el selecto garito en el que presta sus servicios.

Nuestro hombre oculta sus secretos muy dentro de sí y se implica con facilidad en asuntos no siempre claros, llevado por un cierto afán justiciero que no deja de asombrarle porque es incapaz de explicárselo a sí mismo.

Cuando se enamora de una compañera de trabajo, está muy lejos de sospechar que su pasión por la hermosa joven puede llegar a costarle la vida.

Para salir indemne del peligroso trance tendrá que confiar en su instinto, en su amplia red de contactos dentro del mundo del hampa y en su amenazadora presencia, auxiliado por un policía en busca de resultados que le odia cordialmente y por una mujer que siente por él un amor no correspondido.

Capítulo II

Todos los barrios portuarios del mundo presentan un aspecto muy similar, y el de la población en cuya playa ha aparecido el cadáver no es una excepción. Casas de fachadas comidas por la sal, conservadas a duras penas por el celo de sus propietarios, resisten en primera línea el embate feroz de las olas y de los años, siempre mirando hacia el horizonte con los ojos vacíos de sus balcones. Detrás de ellas se van abriendo manzanas de edificios menos bravíos, más conservadores, que se agazapan acobardados a la sombra de sus valientes semejantes. Las calles aledañas al mar, resbaladizas por la humedad, albergan casi de continuo un aroma a pescado que en muchas ocasiones es más pestilencia que otra cosa, mientras sus habitantes se mezclan en una pintoresca algarabía de tipos humanos, bajo un toldo de chillidos de aves marinas y de golpes de viento. Sabido es que los puertos de mar no solamente atraen la furia de las olas sino también a peculiares sirenas de todos los pelajes y sexos.

Viejos pescadores reparan sus redes, colilla en la boca, charlando entre ellos más con gestos que con la voz a la puerta de la lonja. Otros toman el primer café de la mañana en ese sucio bar, tan marinero, que nunca falta en un puerto que se precie de serlo, con el suelo alfombrado de cáscaras de mejillón; algún chaval pesca en las sucias aguas, solo para sacar fácilmente de las mismas peces de mediano tamaño que resultan imposibles de consumir, contaminados y oscuros.

Mientras tanto, combadas mujerucas se mueven, haciendo la compra, entre las viejas tiendas cuyos escaparates se asoman al paseo que bordea el puerto. Dos furcias veteranas fuman un cigarrillo a la puerta de un local de alterne que, a juzgar por su aspecto exterior, ha conocido tiempos mejores, sin duda impulsados por las ganancias del mercadeo de allende los mares, por la dadivosidad de los indianos y por la alegre facilidad con que antiguos marineros derrochaban sus pagas entre los muslos de las hembras que revoloteaban por el antro.

En conjunto, todos y cada uno de los diversos negocios que jalonan el puerto viejo no son sino un pálido reflejo del comercio de ultramar que en otro tiempo hizo rica a esta tierra, que construyó hermosas propiedades, que inundó las arcas de la ciudad con un río de oro, hoy cegado. “Ultramar” es una hermosa palabra, cargada de romanticismo, que sabe a aventura, a especias, a mercaderes sin escrúpulos, a marinos con grandes pendientes, a piratas y a sangre. Pero nada de eso resta hoy en la amplia rada que se extiende ante los ojos del viajero, delimitada por un enorme espigón que acuchilla la mar salvaje, calmando su furia. Los barcos que allí se mecen son viejos pesqueros, embarcaciones coloridas y sucias, con nombres sencillos, que han olvidado definitivamente su glorioso pasado para echarse en brazos de un presente insignificante y poco rentable.

Casi enfrente del espigón, a varios cientos de metros, una enorme roca cierra definitivamente el abrigo que la bahía ofrece a los navegantes, separando el espacio que alberga el puerto pesquero del que ocupa el puerto deportivo. En este, se habla una lengua distinta: los buques están más cuidados y limpios, sus nombres son más rimbombantes y solemnes, los rostros más relajados. Imperan más las velas que los motores y las embarcaciones que viven para dar placer a sus dueños reflejan el mimo con que sus propietarios las tratan; las cuidan como cuidan a una mujer bella pero voluble, intentando comprarla a base de cariño y de dinero para evitar su desamor, quienes carecen del arrojo necesario para conquistarla.

A cierta distancia del paseo marítimo, allá donde el rumor de las olas no pasa de ser una lejana amenaza, las calles resultan algo más señoriales, más aburguesadas y tranquilas. Ya cerca del corazón de la ciudad, florecen el comercio y la hostelería de cierto nivel, muy diferentes a las modestas tiendas que bordean el puerto de pescadores. Burgueses acomodados sorben café o té en las terrazas estilo art-decó que les cobijan de un insistente sirimiri, con sus elegantes braseros, servidos por camareros con delantal de cuero, chaleco y pajarita. Grupos de estudiantes pasan cogidos del brazo, departiendo con el desparpajo propio de efímeros dueños del mundo, mientras disfrutan a voces de una juventud que muy pronto se deslizará entre sus manos para no volver jamás. Muchas personas entran y salen con sus compras de los selectos establecimientos de la zona, aunque el público escasea más que en la parte del puerto viejo.

Y un tanto escondido entre comercios y cafeterías, en una de las calles más discretas de ese barrio, se halla un local de copas que lleva varios años en pleno apogeo. Paradójicamente, su existencia es un secreto a voces, pese a que la ciudad entera pelea por alternar en semejante escenario: nada en los medios publicitarios que aventan la oferta hostelera de la población habla sobre este lugar; ningún periódico exhibe anuncio alguno que pregone sus bondades y tampoco se puede encontrar ni su localización ni su teléfono en internet.

Sin embargo, está rabiosamente de moda desde hace tiempo y todo aquel que cree ser alguien -o que quiere serlo- en esta vieja urbe tiene que pasar con una frecuencia más o menos digna frente a la fachada neoclásica que alberga un gran escaparate de cristal esmaltado en negro, cuya muestra reza “La Salamandra” en color plata. Sobre el rótulo, una hermosa reproducción del legendario reptil se retuerce en una ágil pirueta de tinta dorada mientras abraza una leyenda contenida en una banda de tela: “Conmigo no acaba el fuego”.

A la derecha del cartel, una pesada puerta de acero pavonado de doble hoja custodia, en el interior de un espacioso portal, la entrada al local, que a primeras horas de la mañana se encuentra envuelto en una acogedora y fresca penumbra, cuando solamente el personal de limpieza está trabajando allí. Al dueño del negocio le preocupa mucho el aspecto del mismo, y exige a su gente una atención por el detalle que no abunda en la hostelería de la ciudad. Tal vez este mimo por la apariencia de su fuente de ingresos tenga algo que ver con su éxito, nunca se sabe. O simplemente se trata de un capricho de la suerte, tan veleidosa y tan importante en este tipo de negocios como en cualquier otro, tan impredecible y cruel, tan necesaria que sin ella es imposible salir adelante.

El interior del bar tiene una acusada personalidad. Nada más entrar, y después de atravesar un amplio hall y una pesada cortina de damasco rojo, se divisa al fondo una gran barra de madera de roble, cuyo barniz brilla con suavidad bajo las luces que penden del techo, alojadas en enormes lámparas cuadrangulares de madera y cristal. Las paredes están pintadas de un agradable color crema y adornadas con molduras de escayola de bella factura. Es un local muy amplio, con un aforo superior a las doscientas almas y amueblado con cómodos sofás de negro cuero y de dos plazas frente a pequeños veladores de madera polícroma y cristal, todos ellos apoyados sobre un suelo de parquet artesanal, realizado a base de placas de madera y corcho de distintos colores dispuestas en un complicado mosaico. Discretos grabados eróticos adornan las paredes, sobre las que también pueden encontrarse objetos étnicos de todos los rincones del mundo en extraña simbiosis con las imágenes. Desprende todo el conjunto una sensación de solidez, de solvencia y de moderna elegancia que está acorde con los precios de sus espirituosos y con los del resto de sus servicios.

Tras la barra, una enorme estantería de madera y cristal alberga una cuidada selección de licores, marca distintiva de la casa. Se codean antiguas botellas del mejor brandy con rones de diversa procedencia y el alegre bourbon, tan juvenil como la nación que lo inventó, compite con su sabor dulce y afrutado contra la sequedad europea de los más ilustres hijos del valle de Glenn. Todo primeras marcas, todo muy caro y selecto, exclusivo.

– Brianna, ¿cómo tengo que decirte que aquí solamente vendemos , brandy, whisky, bourbon y ron? Que aquí no hay cerveza ni nada por el estilo, coño…

– Lo siento, Andoni, yo solo querer hacerlo muy bien, para vender mucho y yo… yo quiero que tú ganas mucha pasta y así yo…

– Mira, reina, la próxima vez que le preguntes a un cliente que si prefiere cerveza en vez de licor, te vas a ir a la puta calle, ¿te enteras? ¿Tu pequeño cerebro búlgaro entiende lo que es irse a la puta calle?

– Sí, yo entenderlo, Andoni, yo lo siento mucho, no ocurrirá más veces, yo lo juro, yo solo quería ser amable…

– A ver si es verdad. Haz como Laura; fíjate en cómo trabaja y procura imitarla un poquito; ella sí es una profesional.

Andoni se estira los puños de la camisa, ajustándose los gemelos, mientras mira a Laura. Esta búlgara es un bellezón, pero no es demasiado lista, piensa el empresario. Siempre ha tenido claro que un buen par de tetas venden más alcohol que cualquier otro reclamo posible y le encabrona una barbaridad que la chica se equivoque con los clientes. Bien es verdad que acaba vendiéndoles todas las copas del mundo, pero le exaspera que comience con tan mal pie el trato con cada uno de ellos.

Este vasco alto y grueso está ya en los cuarenta cumplidos. Barbudo y con un rictus un tanto despectivo en su rostro alargado, apareció de repente en la ciudad sin que nadie supiera de dónde había venido. De paso rápido y movimientos felinos, manejaba nada más llegar una saneada cuenta corriente, porque adquirió por un precio elevado el local que regenta y se embarcó en una reforma que duró una buena temporada, para acabar abriendo “La Salamandra” en una Nochevieja festiva que la urbe tardaría en olvidar, según se dice. Así pues, nadie conoce su historia aunque, como es lógico, circulan toda clase de teorías más o menos descabelladas sobre sus oscuros orígenes y sobre la procedencia de su dinero, la mayoría de ellas tan carentes de fundamento como malintencionadas, tal y como sería de esperar.

-Laura, por favor, sube una caja más de Van Winkle’s para esta noche. Creo que viene Aguirre con sus hermanos y aparecerá con ganas de fiesta, así que ya sabes, cuidado con él.

– Ahora mismo, Andoni.

– Por cierto, Laura, hazme un favor…

-Tú diras…

– Échale un vistazo a Brianna, anda. Está despistadísima, ayer le ofreció cerveza a un cliente de toda la vida.

– Bueno, lleva aquí poco tiempo aún…

– Que espabile. No le quites el ojo de encima, Laura. Si no se corrige, se le acabó la vaina.

– Tranquilo.

Laura es morena, con los ojos de un azul oscuro que deja a los hombres parados en el sitio, hipnotizados. Se acercan a ella como alobados, buscando un mohín de la oscura melena, un gesto de los labios carnosos y lúbricos. Y se encuentran con una hermosa lesbiana que les aclara su personal orientación sexual con rapidez y simpatía, sin que haya lugar a equívocos de ninguna clase. Eso les deja más parados aún que el color de sus ojazos, que ríen al ver la cara que se les queda a los pobres galanes cuando les da la mala noticia con su ronca y sugestiva voz.

– A ver, Brianna, no te apures, reina. Lo estás haciendo muy bien, solo tienes que olvidarte de la cerveza y de los refrescos que no sean tónica premium; ya sabes que aquí no vendemos otra cosa más que alcohol del bueno.

– Lo intentaré, lo prometo. Gracias, Laura; Andoni me ha chillado mu cho y yo estoy triste, pero ahora me pongo contenta… -chapurrea la guapa búlgara, a la que la bronca conversación con su jefe le ha dejado los ojos un poco húmedos.

Salió de su tierra, dura y salvaje, hace ya bastante tiempo. Arribó a este país en busca de un futuro mejor, de un modo de ganarse la vida que no incluyera alquilar su atractivo cuerpo, y de momento lo está consiguiendo. No es que le falten pretendientes entre los clientes de “La Salamandra” ni fuera de allí, antes bien al contrario. Su tipo eslavo, su pelo rubio, sus pechos prominentes, que a veces parecen luchar denodadamente por permanecer dentro del sujetador, la hacen objeto de todas las miradas y de todas las proposiciones, al menos de las que no van destinadas a Laura y de las que la lesbiana rechaza cortesmente, de manera que es frecuente que a la búlgara se le acumule el trabajo. Recorre la barra sobre un par de largas piernas que se apoyan sobre dos tacones inverosímiles para espanto de Laura, quien no entiende cómo se puede trabajar así, pero ella se encuentra más segura de ese modo.

– No te preocupes, no le hagas demasiado caso a Andoni. No es un mal tipo, pero tiene unas cuantas manías, ya sabes. Pon atención y verás como todo va sobre ruedas… -sonríe Laura, acariciando el rostro de su compañera-. Voy a por más bourbon, ahora te veo.

Y se dirige hacia la trastienda del local, donde esperan en silencio las cajas de los valiosos licores para ser consumidas por los clientes del vasco, que siempre vienen a su casa en busca de lo mejor o del trago de moda, moda que sale del calvo caletre de Andoni y que siempre está sospechosamente relacionada con las bebidas más caras de su carta. Y si dentro de los lujosos servicios alguien experimenta la necesidad de jugar con los polvos blancos que te hacen ser el más bravo del lugar, tampoco hay inconveniente, siempre y cuando el pollo a esnifar haya salido discretamente de la caja fuerte del dueño del negocio. No es el primer camello imprudente que recibe una paliza de muerte para recordarle que en “La Salamandra” solamente Andoni campa a sus anchas y que es dueño y señor de toda la guita que su casa pueda generar, incluyendo la procedente del tabaco que se consume descaradamente en el local a todas horas en clara violación de las leyes vigentes. Cuando compró el local, el vasco ya debía tenerlo muy claro: invirtió un dineral en un potente equipo de extracción de humos y en la maquinaria de aire acondicionado, y puesto que jamás ha tenido tropiezo alguno con la ley, habremos de concluir que ambos equipos funcionan perfectamente. Quizá engrasados con dinero que corre de mano uniformada en mano uniformada, eso sí, pero esa es otra historia.

Son las diez de una fría noche de noviembre y “La Salamandra” acaba de abrir sus puertas. Comienzan a llegar los clientes de costumbre poco a poco; hoy se juega en la ciudad un esperado partido de fútbol y la gente aparecerá un poco más tarde, cuando se apaguen los últimos comentarios sobre el encuentro y la espuma de las cervezas ya esté seca en los vasos.

Acodado en la esquina de la gran barra más cercana a la puerta del local, Carlos Zúñiga fuma despacio, saboreando el humo del tabaco americano que se trajo de Nueva York hace un par de meses. Zúñiga es portero de discoteca. Bueno, eso dice él. Quienes no le conocen bien suponen que no pasa de ser un encefalograma plano, una nariz rota y muy mala baba, todo ello debajo de una mata de pelo hirsuto y entrecano cortado en plan marine. Quienes sí le conocen, podrían contar otras muchas cosas que no parecen guardar relación alguna con su amedrentador aspecto. Pero suelen guardar silencio.

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