El vaso por la mitad

El vaso por la mitad

Paola Vicenzi

12/02/2018

«Acaso también de aceptar esas muertes

que llevamos con nosotros se trata la vida».


Capítulo I

1.

Hace un siglo, esta mañana, las cosas habían sido como siempre.

El despertador sonó a las siete y los dos saltamos de la cama. Mientras Pablo se duchaba, prendí la radio y preparé el café.

Desayunamos lo de costumbre y discutimos un poco por la elección de la película.

Los miércoles, cine. Un ritual sagrado. El ganador de la contienda decide: si es él, una de acción; si soy yo, una romántica.

No, no me importa cuántas veces me haya dicho que esas películas lo aburren. ¡A mí tampoco me gustan las de tiros! Sin embargo, los dos sabemos que el cine es una excusa, igual que los ristrettos en el Bar Plaza Dorrego, donde solemos quedarnos a cenar.

Sé que fue hace un siglo, porque así lo siento.

Porque soy una mujer distinta a la que era entonces.

Porque me quedé sin sueños, sin ilusiones, sin futuro y sin él.

Porque ya no sé cómo voy a seguir después.

Porque me borraron de un plumazo las certezas.

Porque no me reconozco en esa que está en el espejo, con los ojos hinchados y la nariz colorada de tanto llorar.

Y sé también que fue apenas esta mañana, porque ahí sigue su taza, aún con restos de café, y el frasco de mermelada de frambuesa, su favorita.

Me quedo colgada mirando lo que, en cualquier otra ocasión, no serían más que los vestigios de un desayuno de rutina. Pero la rutina estalló en mil pedazos y ese café, al fin de cuentas, resultó ser su último café.

Se me hace un nudo en la garganta. Uno más. Y me duele… me duele esa taza por la mitad y ese dulce casero que él amaba. Me duele el cuerpo. Me duele el alma. Me duelen todas y cada una de las cosas que me rodean. No quiero verlas. Me lastima la cama, todavía deshecha, y el toallón que dejó tirado en el piso del baño. Como ya no puedo mirar nada, elijo cerrar los ojos. Para siempre… ¡Ojalá!

2.

––¿Cómo que herido? ¿Un asalto? ¿Dónde está? ––temblaba tanto que ni siquiera podía escribir la dirección que me dictaban.

Quería tomar la libreta y la lapicera de la mesita, pero las cosas se me caían de las manos.

Deseaba llamar a mi hija y era incapaz de gritar. Boqueaba y boqueaba con desesperación, sin lograr ningún sonido.

Pedí un minuto, por favor, a esa voz impersonal que me comunicaba mi desgracia, y fui hasta el cuarto de Daniela. La sacudí con todas mis fuerzas y ella, a pesar de su habitual apatía, se levantó de inmediato.

A partir de ese momento, Dani pensó y actuó por mí. Con premura, tomó el teléfono y anotó. En pocos minutos estaba vestida y me arrastraba hacia la puerta. Paró un taxi en la esquina de casa y, una vez a bordo, marcó desde el celular el teléfono de su tío.

Mi mente estaba en shock, no podía razonar. Por eso no caí en la cuenta de que, por lo general, es peor de lo que te dicen.

Hay una especie de acuerdo tácito por el cual el que informa, suaviza la noticia. Te prepara. Si el mundo va a caerte encima, mejor que sea de a poco; como si, al fin y al cabo, eso hiciera alguna diferencia.

3.

Nunca me gustaron los hospitales. Ni los que están venidos abajo, mugrientos y decadentes ni los otros, los de azulejos limpios y olor a desinfectante. Me dan miedo.

Las clínicas privadas, bajo la cuidada estética, con el moderno mobiliario, esconden algo mejor su relación con la muerte y las enfermedades. Uno se distrae con la decoración, con los televisores que cuelgan de los soportes… todo parece un poco menos grave.

Los diez minutos que el taxi tardó en llegar fueron una tortura. Daniela me apretaba la mano con fuerza, pero ninguna de las dos se animaba a hablar. Yo intentaba recordar algún rezo, para pedirle a Dios que se tratara de un error.

Por desgracia, nadie se había equivocado. Ni los policías que nos esperaban en la guardia ni el médico que me explicó, con voz queda, que mi marido había fallecido antes de ingresar.

A partir de ahí, se me vienen a la mente una serie de imágenes confusas, una tenue y vaga idea de lo que sucedió.

Pablo en una camilla de metal y mis manos que lo tocan, que se aferran a sus hombros y lo sacuden. No lo puedo despertar.

Dani que me saca de su lado, primero con suavidad, luego con desesperación.

Mi camisa manchada de sangre. Mi llanto descontrolado.

Una enfermera que se acerca con una pastilla y un vaso de agua y me obliga a tragar.

Jorge, mi cuñado, que desde ese instante toma el control y se hace cargo de la situación.

La policía, la cochería, los certificados…

––¿Qué decís? ––le pregunté con incredulidad en un momento de la tarde.

––Susana, te pregunto si alguna vez lo habían hablado ––me respondió con cierta impaciencia.

––¿Me estás jodiendo…?

––Claro que no.

La gente no habla de esas cosas. Al menos, no la gente feliz, que todavía es joven, que siente que tiene un futuro por delante.

Pablo jamás me dijo si prefería entierro o cremación, nicho o cementerio parque. No hablábamos de velatorios ni de responsos. Hablábamos de la película que íbamos a ver, de las cuentas, de nuestros amigos. De los viajes que nos gustaría hacer, de cuánto habían crecido los chicos. De los libros leídos, de los recuerdos compartidos, de las noticias y de la inflación. Hablábamos de la vida, de nuestra vida. La que amábamos compartir.

Mi cuñado siempre fue un bicho raro, por eso a él le resulta natural andar preguntando esas cosas. De todos modos, no lo critico y hasta le agradezco. Se encargó de resolver cada detalle de manera simple y expeditiva.

4.

Ya desfilaron por casa Anita, Cristina y la Colo.

Mi hermana y su marido se pasean entre el living y la cocina hablando en susurros.

Mamá se instaló en el sillón del living y de allí nadie la mueve. Su servicial esposo le ofrece agua, aspirinas, una taza de té. Toda la vida le ha gustado ser la reina de las tragedias, y yo no tengo fuerzas para pelear. No hoy.

Martín llegó casi a medianoche. Y apenas me vio me dio un abrazo eterno, apretado, lleno de amor. Estoy segura de que fue hermoso. Lástima que no pude apreciarlo en esas circunstancias.

Desde chico mi hijo fue muy cariñoso con nosotros, y verlo tan entero y contenedor, tan similar a su padre, me devastó.

No sé por qué me produjo esa sensación… El enorme parecido entre ellos dos siempre me había causado una extrema felicidad.

Pero quizás sea esto mi vida a partir de ahora. Desconocerme. Tanto frente al espejo como frente a mis emociones.

No importa cuánto les pedí a los chicos que nadie se enterara. Fue imposible que la noticia no circulara con rapidez.

Mi cuñado se ocupó de despachar con buenos modales a los periodistas que se agolpaban en la puerta. Tenía razón, lo mejor era salir de una buena vez y hacer algunas declaraciones.

Claro que estamos hartos, claro que no se puede vivir en paz. ¿Si el barrio es seguro? Ya ningún barrio es seguro en Buenos Aires; ni en la provincia ni en la capital.

Es uno más, uno más entre tantos.

El muerto de las siete y media, cuya historia seguramente será superada, en morbo y espanto por el de las nueve de la noche o por el del próximo amanecer. Igual… estamos bajo anestesia. Como si ya nada pudiera conmovernos.

El delincuente ––un tal “Zorrito” Méndez, según confirmó el fiscal––, se tiroteó con la policía media hora después del crimen, cuando intentaba robar un supermercado chino. Cayó muerto de dos balazos.

Ni eso me queda.

5.

Mis hijos me abrazan, me besan, me acarician el pelo. Entran y salen del cuarto donde únicamente parece haber espacio para mi dolor.

Ellos también lloran, a veces solos, a veces conmigo. Estamos desfigurados de tanto llorar y, aun así, es como si nunca fuera suficiente. Yo me paso horas mirando sus fotos. Las de la boda, las de la luna de miel, las de los viajes compartidos y las de días comunes y corrientes. No puedo quitar mis ojos de su imagen, ni hablar de él en pasado. Sencillamente, no puedo.

Sobre la cómoda está todavía la boleta de la luz, esa que me tenía preocupada. Claro, eso fue antes de ayer, cuando aún les daba importancia a esas nimiedades.

Yo pensaba comunicarle mi irrevocable decisión de cambiar de una buena vez todas las lamparitas por otras de bajo consumo, aunque fueran más caras. Las ocasiones en que lo hablábamos, él me convencía de que no valía la pena. Pero en esta oportunidad no iba a ceder, se la iba a seguir hasta el final… ¡Qué estúpida!

En realidad no hemos sido de discutir demasiado. El único tema que nos hacía pelear, y casi el único defecto que le podía imputar, era el hecho de que guardara los fósforos usados en la misma caja que los nuevos. ¡Una bronca…! Por supuesto que no deja de ser una pavada.

Nosotros, con los chicos crecidos y menos responsabilidades, estábamos en una etapa de disfrute.

Martín, con 23 cumplidos, iba a recibirse de biólogo marino especializado en cetáceos. Llevaba varios años viviendo en Puerto Madryn.

Daniela, casi con 18, preparaba su ingreso a la universidad. Quería estudiar comunicación social, si bien seguía coqueteando con la idea de la locución. Quién sabe… Con toda una vida por delante, podía hacer esas y muchas cosas más.

Los dos trabajaban y costeaban sus gastos. Así que vivíamos con la libertad de no depender de los horarios de clases, lo que nos permitía viajar en distintos momentos del año. Estábamos más desahogados en lo económico que durante el período de la crianza. Era vivir para nosotros. Otra vez.

Yo había fantaseado, pisando los 40, con la posibilidad de otro bebé. Esas locuras que nos agarran a las mujeres… Se acercaba el fin de mi época fértil y no estaba dispuesta a desaprovecharlo. El hijo del estribo, al filo de la menopausia… Tentador.

Me devolvería al centro de la escena por un tiempo, me haría sentir joven y vital, me llenaría de ternura. Solo recordar el aroma a bebé me transportaba. Durante meses miré de refilón las vidrieras de las casas de niños, y en el súper solía visitar las góndolas de pañales y leches maternizadas.

Al final, no pasó de ser una dulce fantasía: Pablo me ayudó a volver a mi eje.

Me repitió una y mil veces que no necesitaba un embarazo para demostrar que seguía siendo joven y vital, además de hermosa, porque ya lo era. Y esto, fuera cierto o no, resultaba infalible. Yo me sentía más linda cuando él me miraba. Ni que hablar si me lo decía.

Pero por sobre todo, me convenció de que estábamos en otra etapa. En la de volver a ser dos. Con la felicidad y la satisfacción de mirar hacia atrás y gozar de lo hecho, de lo recorrido. Con la bendición de contar con la hermosa familia formada y, en primer lugar, con la posibilidad de emprender actividades nuevas.

Y de ese tiempo, que era de disfrute y de cosecha, de plenitud y de proyectos, nos arrancó de cuajo una bala, certera y brutal, en el medio del pecho.

6.

Ya no nos preguntamos más que una cosa, y es cuándo nos va a tocar.

Es que estamos metidos en un juego perverso, en una especie de ruleta rusa donde, tarde o temprano, sucederá.

Mientras el planeta político sigue, ¡qué raro!, en gran medida ajeno a los reclamos y necesidades puntuales de los ciudadanos, la pregunta no nos deja en paz.

Ya no somos libres, por más que no estemos presos como deberían estarlo los que nos acechan.

No somos libres porque no podemos andar descuidados, porque un segundo de distracción nos puede costar la vida. Porque llevar a nuestros hijos a la plaza o realizar un trámite bancario se han convertido en actividades de alto riesgo.

La secuencia irrefrenable del horror cotidiano ha corrido los límites de nuestro espanto. Nos fuimos habituando a esperar que mañana sea aún peor que hoy.

Ya no hay frenos ni miramientos entre los delincuentes, quizá debido a que saben que no habrá castigo; y si lo hay, será leve y fugaz.

Apuntan a niños, disparan a ancianos, balean a diestra y siniestra.

La brutalidad frente a la indefensión, la falta de respeto absoluta por lo más sagrado, la vida… apenas nos conmueve.

Y no es que seamos malos, que no tengamos corazón. Simplemente nos hemos acostumbrado.

Hoy me tocó a mí, que también sigo las noticias. Que también me horrorizo pero después se me pasa.

Hoy le tocó a él la bala de esa ruleta rusa a la que jueces garantistas y legisladores distraídos nos obligan a jugar.

¿Por qué? ¿Por qué a nosotros? Y de pronto tendría que preguntarme por qué no. Si era solo cuestión de momento, de oportunidad.

Al fin llegó el día en que pasamos a formar parte de las estadísticas. Tenía que llegar.

El “Zorrito” Méndez simbolizaba un eslabón de la cadena. De una cadena que nadie pudo, supo o quiso cortar.

A sus 19 años era dueño de un prontuario que daba miedo. Hijo de la calle, de los institutos de minoridad, de un padre alcohólico que antes de morirse de cirrosis los molió a palos a él y a sus hermanos, y de una madre que se mandó a mudar.

Quisiera odiarlo. Quisiera ensañarme con ese hijo de puta y maldecirlo hasta quedarme sin fuerzas. Odiarlo, al menos, me movilizaría.

Por desgracia, ni siquiera eso me dejó. Ni la posibilidad de juntar fuerzas para vengar a mi hombre.

El “Zorrito” Méndez está muerto. Muerto como Pablo. Muerto como yo.


Sinopsis de la novela:

Su trama se centra en una etapa de la vida de Susana, una mujer de mediana edad quien, de manera intempestiva y como consecuencia de un robo, queda viuda.

Susana recorre el camino del duelo a tientas, repasando hasta el mínimo detalle de su matrimonio con el hombre que amaba y la acompañó por casi treinta años.

Sus hijos —ya mayores e independientes—, amigos y familia, intentan apoyarla. Sin embargo, el dolor que siente es tan único, tan particular, que difícilmente alcance a ser comprendido por los otros.

En medio de la soledad y los recuerdos, esta mujer se enfrenta a la decisión de abandonarse, o de encontrarle un nuevo significado a su vida.


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