Los valles más distantes

Los valles más distantes

Lolimar Suárez

12/02/2018

SINOPSIS

Esta historia narra, a través de sus dos protagonistas, cómo fue la vida en los Andes venezolanos durante las primeras décadas del siglo XX. Sus costumbres, sus tradiciones, sus creencias y los episodios que los obligaron a tomar una dolorosa decisión siendo aún muy jóvenes: abandonar el esplendor del campo para hacer una vida muy distinta en la ciudad.

Se trata del resultado de 20 años de conversaciones, anotaciones, viajes y recuerdos documentados de sus protagonistas, cuyas tragedias resumen, por separado, la tragedia nacional. Venezuela fue, aunque mal administrada, una despensa agrícola de posibilidades infinitas, pero cuando supo que dormía sobre una cama de petróleo, la vida de todos cambió de modo irreversible.

CAPÍTULO I

Yo mismo hice que ese lugar fuera un imposible. Porque ese lugar está muy lejos, lejos en la distancia, pero aún más lejos en el tiempo.

Tengo 89 años. Nací en ese lugar en 1929. Allí transcurrió mi infancia. Era un valle palpitante de vida, con una marcha feliz de bueyes, de toros mansos, de vacas maternales y de perritos moteados que cada día recorrían la llanura al mando de mi madre Josefa. Aprendí a despertarme con la música de los pájaros y a bañarme la cara con el agua del río. El aire, lleno de mariposas, aleteaba el olor a café con el que aprendí a amar ese valle.

Todas las madrugadas, antes de las seis, con el cielo aún cerrado de estrellas, ese perfume del café parecía brotar de la tierra, porque llenaba mi casa y todas las casas campesinas de los alrededores como una atmósfera propia. Entonces cerraba los ojos porque no me hacía falta mirar.

Así, como jugando al ciego, me ponía los pantalones cortos, las alpargatas, la camisa zurcida a mano y tomaba mi sombrero de cogollo antes de sentarme a la mesa conducido por aquella presencia sensorial.

Mi mamá era la reina maga de la cocina, siempre preparando entre colados y fogones esa mezcla que bendecía porque mientras la preparaba, rezaba un rosario completo y le regalaba a Dios seis Padres Nuestros, uno por cada uno de sus hijos. Cuando abría los ojos, ante mí se sonreía el pan dulce recién horneado, el queso ahumado de concha roja cortado en rodajas y aquel cuenco de barro lleno de café.

Mi rutina fue militarmente la misma hasta los doce años. Primero cortaba el pan, luego ponía un trozo de queso y mojaba en el café caliente sendos majares hasta que el queso se derretía sobre la masa suave y comía, una vez más, con los ojos cerrados. Luego, con un sorbo generoso, terminaba cada parte de mi desayuno y entonces, el cielo de mi boca se llenaba de sensaciones y aparecían ante mí el granillo rojo que colectábamos con cestas en la cintura, las frutas tostándose al sol de los patios, la molienda donde hice mis primeros esfuerzos por tirar de las manivelas hasta romper así las almendras por las que tanto esperaban mi mamá y mis hermanos.

A mi mamá Josefa nunca le pregunté por mi padre. Nunca lo conocí.

Ella sembraba, cosechaba y vendía su café en el pueblo. Sola, comandaba la operación del ordeño, la preparación del queso, la mantequilla. Cosechaba caña de azúcar y no faltaba una franja de tierra reservada para cultivar las medicinas familiares. Albahaca, hierbabuena, malojillo, romero, llantén o manzanillas crecían al paso de dolores o infecciones muy comunes para entonces.

Mi mamá no mataba a sus reses. Les ponía nombre y tomaba de ellas su leche. Si había apuros venía algunas, pero recuerdo que varias de esas vacas murieron de viejas con sus inmensidades echadas en el pasto, también acaso felices por aquella apacible manera de vivir siendo ganado en un pueblo de vocación agrícola y pecuaria.

Yo era el menor. Cuatro hermanas y un hermano me protegían de los peligros de la vida en el campo. Las mujeres, como les decía, me vestían, me peinaban y me apartaban ciempiés, alacranes, serpientes o chipos. Mi hermano, que era el mayor de todos, me cuidaba del fuego, del analfabetismo, y me hablaba de la vida militar, de lo emocionante que sería salir de aquellas tierras y ganarse el uniforme para defender la patria.

No recuerdo de dónde sacaba mi hermano Julio César aquellas ideas de las armas, porque para entonces yo apenas descubría las maravillas del conuco y no entendía cómo mi hermano siempre miraba para otro lado habiendo tanto por descubrir dentro de las leyes de la naturaleza donde nunca falta nada.

Pero él se empeñaba en la aventura desconocida de hacer una vida fuera de ese valle, sin otro propósito que verse de uniforme en la fila de algún batallón, como los que veía en los noticieros que proyectaban en el cine del pueblo. ¿Me tenía que ir de aquel paraíso? ¿A dónde?, ¿Por qué?

***

Yo misma retengo el tiempo para evitar que esos cariños caigan en el olvido. Nací en 1939 en una casa distante de Los Andes.

Allí viví los años más tristes pero también los más inexplicables. Por ambas condiciones, y acaso por el empeño de no olvidarlos, también son los años más luminosos de mi memoria. Cierro mis ojos y todos están vivos: Papá, los caballos, el tío que todo lo sabe, mi madre casi desconocida, el imperio absoluto de las montañas.

Hay una viejita de faldón negro que se come el barro de la pared. Se llama Guillermina. Raspa con sus deditos untados de saliva y descubre lentamente la caña brava del cuarto. No le llevan un doctor, y, a veces, la sacan al sereno.

Todas las noches se sienta al borde del catre. Su rastrillar nocturno remueve un vago sabor dulce atrapado entre las varas que sostienen la casa desde que fue construida en 1850. Hay desgarraduras en el solar, en la sala y por la cocina ha comenzado a meterse la luz del sol.

Cuando su hija halló el primer boquete debajo de una troja, los cuartos fueron desalojados. Sus chasquidos nocturnos eran tan ruidosos que fulminaban las ganas de dormir.

De día, Guillermina intentaba vivir en este mundo bajo el abrigo de una familia adquirida durante su juventud más lúcida. Le sacaba los piojos a Bruno, cosía los botones del vestido a Rebeca, peinaba las trenzas rojizas de Eulogia y ordenaba a Pantaleón, el hijo más grande, buscar las semillas de tártago para encender las lámparas. Silenciosa criadora de gallinas, era de las pocas mujeres que no bajaba al pueblo de Pregonero por no ver, sobre su cabeza, el salto de las serpientes.

Siete casas más arriba vivía Florinda. En las amanecidas para atender los partos de las vacas preñadas, los obreros susurraban de ella muchas conclusiones. Que algo le echaron a la pobrecita, que la purga del último parto se le había subido a la cabeza.

Por esos tiempos eran temidos los efluvios de las mujeres paridas, que se lavaban debidamente por la misma comadrona apenas recibía al niño. Otras hieles se lanzaban a los zamuros, que esperaban posados con las alas abiertas sobre las piedras del río.

También, si entraba un viento malo al cuarto o, si algún pensamiento imponía su ley, el tormento entraba por los oídos de la mujer como avispas. Esto explicaba por qué se escogían las habitaciones más aisladas de las casas para los partos y se turnaban, hasta que pasara el peligro, al menos media docena de faldones amurallados frente a las puertas.

Quizás un tufo de la calle puso colarse y por eso su incomprensible necesidad de seguir pariendo cuando ya habían pasado los dolores.

Empezaron a bañar a Florinda con agua fría de la que corría más abajo, en un río limpio pero violento que roncaba de modo casi humano, pero ella en vez de aliviarse se sacudía, se imponía sobre las comadronas y vecinas con una fuerza que asustaba. El “veneno” comenzaba a darle latigazos: “¡Me lo van a matar!”, gritaba perdiéndose en el monte con treinta mujeres y hombres intentando descoserle al recién nacido que llevaba apretado contra el pecho.

Los años la hicieron loca, pero poseía una ternura tal, que su rostro logró fijarse en la más temprana infancia de todos sus nietos. A todos nos besaba y bendecía en sus ratos de tranquilidad.

Sus ojos parecían de vidrio, le faltaban los dientes de abajo y los de arriba, semejaban astillas de canela. Siempre daba la impresión de que una ardilla grande dormía sobre su cabeza de pelo largo en moño. Cuando había menguante, le pegaban un mecate al pie y volvía a perderse en sus encierros.

Así como estaba, Florinda siguió casada con Vicente, uno de los sabios de esos Andes lejanos, capaz de predecir ventiscas, eclipses, relámpagos y sequías de un año entero con solo mirar el amanecer, segundo por segundo, de cada primero de enero.

A él le atribuyen que su mujer no terminara ahogándose en el río, o lanzándose a las piedras con sus demonios y su muchachito perseguido. La alimentó con maíz pilado, con huevos recién puestos, con bosquecitos de legumbres.

La casa de Vicente y Florinda tenía una extraña capacidad para albergar el frío, porque nomás con entrar daban ganas de arroparse, o posiblemente mi catre era tan desnudo que parecía gritar su pobreza. Pero la casa era grande y próspera, con su trajín de agricultores sacando cosechas, trillando perlas de café, preparando quesos, mantequilla y jabón. Con cobertizos para las conservas de carne salada, con corrales de marranos, de gallinas, de vacas, de toros y de caballos sacados de algún mundo fantástico.

Un rosal espontáneo al frente, una galería de habitaciones blancas de cal pura, la cocina trabajada por mujeres desde las cuatro de la madrugada, un solar escupido de chimó y tierras sin medida rajadas por bueyes. Así vivían, como casi toda la gente de los valles cercanos.

Habían visto pasar, desde Colombia, las montoneras comandadas por Cipriano Castro durante la llamada Revolución Liberal Restauradora. Daba en esos parajes el olor de la pólvora y se escuchaba el resuello de las bestias galopando. Se iban a buscar el poder, “a pelear en Caracas” como contaban los más viejos a la luz de los mechurrios.

Cinco horas a lomo de mula separaban a San Pedro de Pregonero, el pueblo más cercano, con sus 13 calles, con su padre río, el Uribante, gritándole a un costado, con sus abastos y sus dos iglesias. Allá se cambiaba el café por morocotas de oro. Como ocurría con cada cosecha, «papá» Vicente armó las dos cargas de café tostado y las subió a cada lado de la mula. Ha cuidado a Florinda y sabe que puede dejarla sin mayores prevenciones.

El camino es de arcilla suave. Tan ancho como la medida de las patas de un caballo. A cada tanto de bosque y silencio aparecen terrazas cultivadas, cafetales; gente de toda edad arreando novillas, cruzando buenos días o buenas tardes.

Vicente arrea su mula sobre las coronas de una cordillera andina primaveral. Es un paisaje de valles cerrados, con chorros de agua brotando de las montañas.

Cinco horas para bajar y cinco para regresar. El viejo cumple la rutina que en alguna época hizo con su padre, Pedro Antonio Ayala, pero esta vez a su niña, a la nieta que está criando desde los dos meses, cuando por la fuerza tuvo que quitársela a Salomé, su hija atormentada, para que no la matara.

El viaje es largo y yo, entonces de cinco años, estoy feliz porque “papá” me va a llevar a pueblo. Es la ocasión para descolgar las alpargatas que uso para ‘salir’ y amarrarlas a la carga de la mulita. Me tocará ir sobre el animal un buen trecho y otro tanto caminaré descalza por la alfombra de piedras sobadas por la lluvia. Huele a café tostado y el camino muestra flores bañadas de rocío, mariposas y pájaros de todo tamaño y color. Vicente conduce la carga como un general a la vanguardia, con un mecate en la mano. De cuando en cuando voltea para ver a su «muchachita». Sonríe.

Aprendió a cuidarme desde 1940. Salomé Ayala había parido por temor a Dios, pero no me quería hasta el atrevimiento de anunciar que mejor me lanzaba por el barranco.

De esa historia tuvo conocimiento Vicente y decidió hacerse cargo. Desde esa fecha me quedé al cuidado del viejo. Me construyó un corralito de pino, talló una cruz de palo y me la puso de amuleto. Ese es mi recuerdo más remoto: Yo, sentada en ese corralito, llenando de babas esa cruz de madera.

Ante el espejo de afeitar, me descubría de cabello castaño, blanca y cachetona. Había nacido con un defecto en la vista. Podía ver, pero como si mirara a través de un cristal empañado. Cuando aprendí a caminar, las noches eran tormentosas. Empecé a golpearme con los objetos que no distinguía. Fue entonces cuando el abuelo sumó a sus cuidados las compresas tibias de agua de romero que reposaba sobre mi frente con un rezo susurrado.

El viaje continuó por las coronas de las montañas, donde parecía que terminaba el mundo de los hombres y empezaba una ruta celestial.

En un trecho del viaje había más cielo que tierra, una bóveda celeste con nubes blanquísimas que formaban las alas de un ángel, o la ventana por donde en cualquier momento se iban a asomar los familiares muertos. Papá Vicente volteaba y sonreía. Yo solo señalaba mi universo.

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