• SINOPSIS
  • Después de un efímero e irreal amor, bendecido por todo lo extraordinario que pasaba a su alrededor la muerte llega a darle fin a su historia. Pero las personas siempre vuelven a los lugares y a los momentos en los que fueron felices, de una u otra forma, María Mónica tendrá que demostrar que su amor va más allá de las múltiples formas en las que se presentó.
  • Una historia que nos muestra las capacidades que tenemos para atesorar y conservar al ser que amamos o dejarlo ir si es el caso.

Cuando la encontró, el amor por supuesto, acababa de llegar a esa parte del planeta un nuevo ritmo musical que propició más amores que el arco de cupido. No solo por la frescura que impregnaban sus tambores y acordeones, pues, las letras de estas canciones eran poesía de colibríes; las ilusiones más nobles expresadas por corazones embriagados, historias de sentimientos desconocidos para muchos, hablaban de casas en el aire, de alguna reina, de serenatas en alguna ventana, amores, olvidos y desengaños. Le llamaban vallenato, como el hijo de la ballena, tal vez, porque solo ellos cantaban con la misma nobleza.

Muy joven aún, casi una niña, no conocía mucho fuera de aquel pueblo donde lo insólito e infrecuente se hacía especial, donde al parecer, a manera de obsequio sin remitente, desde hace un tiempo atrás, no había cabida para nada que no fueran sentimientos nobles, cordiales y desinteresados, en el que pasaban cosas que nunca nadie pudo explicar, y muy poco importaba darles una respuesta, pues eran favorablemente sorprendentes.

Hacía ya un par de años que abrieron una mina a las afueras del pueblo, era extraño porque nunca se tuvo indicio o trascendencia de haber oro, carbón o algún tipo de mineral en aquellas montañas. En la ladera de una de estas quedaba el pueblo y del lado contrario disfrutaba de una gran llanura que lo hacía peculiar, relativamente pequeño en comparación con otros de aquella zona del país, pero siempre se hacía destacar en el “veranillo de invierno”; un torneo de fútbol que organizaban los cinco pueblos que conformaban la región, con equipos y personalidades de todo el mundo y que siempre atraía movimientos y fogosidades que excitaban a la gente. Hasta el día que llegó la mina con todos sus integrantes, eso, era lo único interesante que pasaba en el pueblo. El clima era perfecto, pero en la opinión de muchos, la llegada de la mina lo volvió mejor. Los mineros habían venido de afuera, todos sin excepción, ninguno de los empleados era del pueblo, ni los obreros, ni los ingenieros, ni los ejecutivos. (En otros lugares, se podría aceptar que las personas del pueblo que necesitaran esos empleos sintieran envidia o refutaran de algún modo la presencia de estos, pero no pasaba así en este, o por lo menos no en este momento de la historia). Siempre, fue para todos, muy placentero el estar rodeado de ellos, pues estos extraños mineros vivían permanentemente felices, eran muy oportunos, divertidos, sus concejos y palabras eran acertadas y contagiaban a las demás personas de buenas emociones, aunque no era un pueblo infeliz, con ellos se podía palpar más de cerca las buenas cosas que pasaban.

Como en el pueblo, los pequeños hoteles que había no fueron suficientes para la cantidad de trabajadores que traía la mina conforme iba creciendo, se le hizo fácil a Martha, la madre de María Mónica, al igual que otros en el pueblo, decidir que su casa era bastante grande para albergar algunos de los mineros que aún estaban sin encontrar habitaciones. Los habrían recibido sin cobrarles ni un centavo, pero por pura formalidad por parte de ellos, trazaron una tarifa similar a la que pagaban en los hoteles. En total eran siete inquilinos, repartidos en dos habitaciones en la planta baja, que estaban desocupadas y que solo servían de cuartos de san alejo, más una en la planta alta, que era precisamente la de ella, la cual cedió con mas que beneplácito, la fascinación y admiración que desplegaba hacia estos mineros hizo que, con mucha alegría, ella misma, mudara su cama a la habitación de su madre, pues entre más habitaciones estuvieran dispuestas, más felicidores llegarían a acompañarla. se fueron a vivir allá; un ingeniero, un topógrafo, y cinco mineros de pico y pala que, estaban en el pueblo desde que abrió la mina y ya eran bastante conocidos por todos y que cedieron sus lugares en los hoteles para los nuevos mineros que llegaban; el ingeniero y el topógrafo utilizaron la habitación en la planta alta y el resto se repartieron en las otras dos habitaciones. Fue así, como a María Mónica se le cumplió el deseo de estar en compañía de varios felicidores que hacían que sus días fueran más cargados de sonrisas y emociones anheladas por cualquier corazón juvenil.

¿Qué era eso que extraían de la mina?, era la pregunta que se hacían muchos en el pueblo y que, aun después de todo el tiempo que llevaba funcionando, nadie lo sabía. El material era sacado en vagones y camiones completamente cubiertos y cuando les preguntaban a los mineros, estos respondían con elocuencia y amabilidad, alguna frase, que, sin entrar en detalles, dejaba complacidas las inquietudes de los cuestionantes, pero generalmente decían con gran emoción.

–felicidad, amigos, felicidad.

Por eso se ganaron el apodo de “felicidores”.

Las horas en que María Mónica podía tener a todos estos felicidores inquilinos de su casa juntos, eran las más placenteras para ella, generalmente se reunían todos más la familia y los ayudantes a las horas del desayuno y la cena, se sentaban en un comedor grande de muchos puestos que estaba en el patio de la casa, bajo la sombra de un viejo roble amarillo. A ella, la sentaban en medio de todos, para que tuviera mejor panorama de la conversación, fue la consentida en la casa y ahora de los felicidores, que, sin proponérselo, guiaban su corazón al son de risas, historias, vallenatos y momentos especiales, a ser el más dispuesto y preparado para albergar la realidad de todo lo que inspiraban. Los cuentos, las leyendas, las anécdotas y fantasías; convirtieron esas tertulias en actos solemnes a los que se prometió en secreto y con mucho compromiso, replicarlos cuando tuviera su propio hogar.

Martha, siempre lógica y analítica, preguntó en una de las charlas al ingeniero, que, parecía tener todas las respuestas:

–¿En estos tiempos de gran tecnología, es necesario hacer que se esfuercen los mineros sacando el material con sus propias manos?

–por supuesto que es necesario, pues solo las cosas que hacemos con nuestras propias manos se convierten en arte, de amar, de sentir, de vivir. De lo contrario, si utilizáramos las maquinas, sería extraer mentiras.

Poco o nada entendió de esa respuesta, pero no podía evitar sentirse complacida ante las palabras de sus encantadores inquilinos.

“fue amor desde el primer momento, o desde antes, de los que nacen en medio de corazones fértiles, bañados en rocío de felicidores, alimentado de besos, de sensaciones mutuas, de esos que duran toda la vida o las que hagan falta para vivirla”.

Expedito; era el nombre del ingeniero hospedado en la casa, hacía honor a su nombre; siempre bien plantado, pulcro, delgado, con un bigote espeso que, no opacaba su abierta sonrisa, oportuno en sus acciones y decires, apenas pasaba los cuarenta, se había hecho muy cercano a María Mónica, tal vez era el clásico caso de una joven que a falta de una figura paterna a lo largo de su vida, idealizó a aquel altruista de sentimientos, que, con mucho cuidado y aunque ya tenía familia, reciprocaba con atenciones propias de un padre. Despertó un domingo declamando por toda la casa los versos de uno de los vallenatos que se escuchaban por esos días en el pueblo.

“Como nos duele
cuando sabemos que el ser amado nos quiere
pero hay razones que le impiden y no puede
demostrarnos que nuestros son sus quereres
Y es delicioso
cuando te sientes muy cerca de esa persona
cuando respiras su mismo aliento y su aroma
y entre sus pechos tu duermes sueños de aurora”

Se veía, mas ilusionado y emocionado que de costumbre y días antes le había pedido a Fabiano, el topógrafo con el que compartía habitación, que se mudara con los otros mineros en la planta baja de la casa, ya que recibiría a su esposa y a su hijo, a quienes poco veía por el trabajo en la mina. En muchas ocasiones había hablado de ellos, durante las charlas y las reuniones acostumbradas en esa casa; se había casado muy joven, contó su historia, amanera de leyenda, como su mayor proeza, y sí que lo era, pues después de veintitrés años de matrimonio, seguía hablando y describiéndola como solo un hombre enamorado es capaz de referirse, orgulloso de tenerla consigo. Como resultado de ello, un hijo, un joven de veintiún años, del que también había contado anécdotas divertidas y con mucho orgullo, quien le había pedido la gestión para un trabajo en la mina, al que después de negarse mucho, accedió a conseguirle, aunque fue en las oficinas, lejos del trabajo manual, fue la única forma que encontró para tenerlos cerca y poder pasar más tiempo con la familia.

María Mónica se ofreció a acompañar a su inquilino preferido a la estación de viajes para recibir el resto de la familia. Había escuchado tanto hablar de ellos y de una manera tan fascinante que su emoción era inocultable. Salieron de la casa en una tarde de lluvia diferente a las demás, aunque ya se había hecho costumbre el extraño fenómeno en el pueblo; en medio de un sol ardiente y abrasador que iluminaba más allá de donde alcanzaba la vista, caía el agua en forma de diluvio, tan fuerte como una feroz tormenta, pero sin nubes grises que entristecieran el camino, ni tempestades que azotaran la tranquilidad, los rallos del sol atravesando las gotas de agua brindaban un brillo semejante al que hay en los ojos de una joven enamorada, al más puro diamante, y dejaba el entorno así, idónea y hermosamente contemplable. Un especial fenómeno que enmarcaba todos los agradables sucesos desde que la mina y los mineros tomaron lugar en aquel pueblo y que en este no sería la excepción. Aunque la expectativa que había generado en ella el ingeniero Expedito, sobre su familia en todas sus tertulias era alta, no entendía porque se le desató tal ansiedad al llegar a la estación, como si la época de felicidad que había vivido en estos dos años, solo la hubieran preparado para ese momento, no entendía nada de lo que sentía, pero no era necesario para saber que, de ahí en adelante, su corazón no volvería a latir igual.

Cuando la familia bajó del autobús, su alegría fue igual o mayor que la del mismo ingeniero, tanto que se les unió en el abrazo familiar de bienvenida. Expedito, presentó a María Mónica a su familia, y reconoció la mirada entre ella y su hijo, demasiado notable, fue imposible ocultarla, era la misma que había tenido por su esposa desde el instante que la vio por primera vez.

Después que se dieron la mano, y del previo abrazo familiar al que se les unió María Mónica, cualquier cosa que se diga, no importa la manera en que se intente describir, será insuficiente, como si nada igual se hubiera escrito antes, en ningún poema, en ninguna lengua, era el alba de algo totalmente nuevo, colonizadores de sentimientos a los que nadie había llegado antes. Cada beso que se dieron fue como una despedida, cada mirada con la misma fuerza y emoción de una bienvenida, de un regreso, de un volver, un tanto mágico e irreal, pero casi tangible, palpable. Almas gemelas, dirían los que poco saben del amor, o hasta donde llegaría este, una sola alma tal vez, vagando por el mundo, partida en dos mitades, esperando ansiosamente el momento de reunirse. Serenatas al pie de un balcón, en las que él declaraba su amor, en las que ella no podía ocultar su emoción. Se conquistaron uno al otro, de repente, de a poco, sin darse cuenta, sin prohibirse nada, en todas las formas posibles, con temor, con pasión, todo en un segundo, en una vida.

No es normal, que dos enamorados iniciando un romance, convivan bajo el mismo techo junto con sus padres, y que además nunca se hayan preocupado por esconder lo que sentían el uno por el otro. Pero, por cómo estaban las cosas en ese momento y dada la especial forma en la que se contagiaron, no solo ellos, sino, todo el pueblo, de esta afortunada y loada enfermedad, que padecían los felicidores. Nadie, en la casa, ni en el pueblo, percibió algún inconveniente, negativa o defecto, en el amor que ahora les mostraban estos bendecidos jóvenes. Por el contrario, los apoyaban, a ellos y a lo que representaban, hasta parecían querer ser partícipes, acolitándoles en todo lo que de alguna manera pudiera avivar. No solo a ellos, hubo muchos más, similares en muchos aspectos, En el pueblo nunca se hizo costumbre observarlos, se convirtieron en fanáticos de todas estas destellantes parejas encabezadas por María Mónica y el hijo del ingeniero Expedito. Era placentero para los demás, el solo verlos de la mano y saber que en el mundo podía existir algo así, tenía belleza, complicidad, pasión, risas, ternura. Los defectos poco se hacían visibles.

Para cuando terminaron las vacaciones, habían sacado todo el material de la mina, la empresa estaba próxima a abandonar el pueblo, aunque previamente se empezaron a marchar de a poco algunos felicidores, tanto, que, Expedito había podido mudarse a uno de los hoteles junto con su familia. Por lo pronto María Mónica y su amor no habían decidido si se marchaban con la familia del ahora eje de su vida o se quedaban en el pueblo, lo seguro, es que lo harían juntos.

Cuando partió el último tren de carga con lo que quedaba de la mina, con él, partieron los últimos felicidores del pueblo; con sus picos y palas al hombro, los bolsillos llenos de agradecimientos de todo tipo y un último puñado de sonrisas. Fueron despedidos en medio de nostalgias y momentos que, con el tiempo, se convertirían en quimeras y ensoñaciones olvidadas. Se perdieron en el horizonte sus sonrisas y sus rostros comprensivos, junto con los años felices de esa ciudad, los corazones de sus habitantes empezaron a sentir por primera vez en mucho tiempo; desolación, miedo, angustia, desesperanza, sentimientos agobiantes que sin saber porque se habían despertado, alejaban a las personas de su conciencia y repercutían abruptamente en sus actos. De pronto el amor de María Mónica y el hijo del ingeniero ya no despertaba tal admiración, ni era placentero para algunos, incluso en principio, era motivo de envidia, de pronto el clima no era tan perfecto, de pronto dejaron de escucharse vallenatos, de pronto algunos no eran más que frágiles amores de verano que se habían despertado en medio de la bruma sentimental que los gobernaban en aquel momento y se quebraron con el primer doblez, de pronto algo pasó, de pronto, algo se apagó.

“Tan trenzado está el amor del dolor que es imposible vivir el uno, sin sentir el otro”

Para ellos, el haberse marchado los felicidores, ni el estado de nuevos malos sentimientos en el que quedó el pueblo, influyó mucho en lo que sentían. Su amor era más grande y fuerte que, aunque bautizado y propiciado por todos y todo lo que ahora se ausentaba, conservaría la fuerza para sobrevivir ante situaciones y escenarios en los que otros simplemente terminarían. Después de darse otro de esos abrazos que parecían eternas despedidas, el salió a las oficinas a recoger algunas cosas que quedaban allá, antes de comunicarles a sus familias la decisión que habían tomado sobre irse o quedarse en el pueblo.

Así como nadie nunca se preguntó, por qué hubo todo este tiempo de felicidad plena, tampoco se detuvieron a pensar, por qué sus sentimientos de dolor; solo sabían que al pasar por cualquier cosa que les recordara la mina o a los felicidores, sentían aún más fuerte esas sensaciones de abandono, rabia y desconsuelo, algo que representaba muy bien las oficinas de la mina.

No es posible saber quién comenzó el infierno, nadie se lo comento a nadie, ni se planificó, tal vez era algo que debía pasar, tal vez es lo que pasa cuando se acumulan años de ira aplacadas por la felicidad, pero que siguen estando ahí. La multitud acudió pensando que acabando con el último recuerdo que quedaba de la mina y sus malditos felicidores, también acabarían con las sombras que ahora los gobernaban. No sabían que “el” estaba ahí dentro, pero, a decir verdad, esto poco o nada habría cambiado esta historia.

Ardió, ardió tan fuerte que pudo aplacar los corazones iracundos de todo el pueblo, a él no le dio tiempo de salir, no podía, tal vez, en teoría, no debía. ardió, fundiéndose con los últimos restos de felicidad en aquellos tiempos. Quizás el mundo no estaba preparado para él, para su amor, o quizás es difícil aceptar que también los hechos desafortunados carecen de motivo, aunque no de consecuencia, lo cierto es que las mismas fuerzas que lo proporcionaron acabaron con lo que habían creado, sueños, ilusiones, vivencias, planes, que se transformarían en quimeras tan fuertes y fugaces como lo que vivieron, pero quimeras al fin.

Luego de que el humo se disipara, todos se retiraron en silencio, más tranquilos, más pacíficos, con la mayoría de sus rostros inexpresivos. El odio se fue junto con el sentimiento más noble que había en el pueblo, como buscando un equilibrio, como sacrificio por calmar las almas enfermas. No fue posible encontrar rastro de él, se redujo a cenizas, igual que las oficinas de la mina, igual que el odio de la gente, igual que el corazón de María Mónica…

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