Al fin de cuentas estaba sola.
Diez años atrás, charlando con varias mujeres de mi profesión, cuando celebrábamos el haber ganado una convocatoria con la propuesta Ciudad educadora, sentadas en pleno centro de Medellín en el clásico y re-contra conocido café Versalles, había alardeado de que “mi marido gana muy bien y quiero salirme del trabajo para dedicarme a los niños”. Esa ejecutiva, que reunía a ojos vistos lo que a mi manera de ver definía a una mujer de éxito, a saber: ser hermosa, ir siempre bien puesta y exultar satisfacción con su trabajo y consigo misma, me dijo mientras saboreaba una exquisita taza de café helado, del nuestro:
-Todos se van. El marido se va. Los hijos se van. Téngalo en cuenta antes de hacer bobadas
No había dicho más, pero yo había tomado atenta nota.
Lo sabía, siempre lo había sabido. De las pequeñas falsedades y mediocridades provienen los grandes males y los grandes vicios.
De pequeña había sido una anti-niña: me aterraba bañarme, me orinaba en la cama, los mocos me los escurría en el dobladillo del vestido y en el cuello de la camisa, no me cepillaba los dientes, sin contar las memorables cagadas que siempre traían a cuento mis hermanos cuando querían hablar de mis primeros años de vida.
Aunque eso no explica el por qué me resistí de todas las maneras posibles a ser mujer. Me avergonzaba que los pechos me crecieran y tener que lucir en el cuerpo las formas femeninas. Me angustiaba sobre todo la certeza de que no era para nada agraciada y esperaba que estallara la bomba atómica antes de que me viniera la menstruación. Aunque la idea del descuartizamiento que suponía del sexo, me atraía sobremanera. Eso sí quiero saber cómo se hace y antes de la hecatombe global que yo no dejaba de invocar para salvarme de tener que vivir, me imaginaba haciéndolo así fuera con un desconocido.
Y es que no tuve mucha información.
En quinto grado, una compañera me sorprendió en los baños preguntándome si ya me había venido la regla, pues a ella sí y estaba asqueada y dichosa. No supe que decir, jamás en mi vida había oído hablar de una molestia tan personal y tan digna de orgullo como aquella. Y empecé a esperar y a temer. Que me viniera era horrible, que no me viniera también.
Eso y el terror a quedarme solterona me amargaron la vida desde que fui consciente de lo que me esperaba, en lo que debía convertirme cuando fuera mayor. Porque necesariamente las mujeres se casan, pero no las feas y desarregladas como yo. Aunque le oí decir a una tía, para gran alivio mío algo que me consoló: Una muchacha por fea no se queda solterona ¡no señora! Casos se han visto pues matrimonio y mortaja del cielo bajan! Nunca supe si lo dijo expresamente para que lo oyera pues ya despuntaba como un caso perdido, o si lo oí al paso, porque tenía que oírlo, pero me fue de gran alivio.
Si me dediqué a pensar en serio en mi futuro, no lo recuerdo. Con seguridad no lo hice, porque como estudiaba en colegio de monjas y estas nos decían que debíamos estar atentas a la vocación (religiosa), a que el Señor nos hiciera un llamado, pues mi vida transcurría entre sortear el dolor y la vergüenza de ser mujer y el estar pendiente del tal llamado. Entre tanto enfocarme en lo que realmente quería ser, se me pasó desapercibido.
Craso error. Tenía que haber pensado de manera más amplia en qué quería hacer con mi vida, a qué me quería dedicar, como iba a conseguir ser feliz. Así las cosas nunca se me ocurrió que mi vocación era la soledad de la vida literaria.
De niña más que comida, que en su casa de todos modos no había, o sí había pero era escasa y maluca, más que amor, porque en el entorno en que crecí ni las palabras dulces ni los abrazos hacían parte de lo cotidiano, lo que realmente necesitaba eran historias. Que alguien me contara historias.
De pequeña temía molestar a mi mamá porque siempre estaba muy ocupada y muy angustiada cuidando de nosotros, sus seis hijos y jamás se me hubiera ocurrido pedirle nada más de los que nos daba con prodigalidad: la comida, el vestido, el techo. Lo único que yo le rogaba era: cuénteme historias. Ese si era mi elemento.
Solo que ella no se sabía ninguna. “Sólo me sé la de Genoveva de Brabante – me decía -. Era una mujer muy rica y muy bella que amaba mucho a su marido pero este terminó despreciándola, pero no sé por qué, no me acuerdo de más”. Y ese era mi desasosiego. Saber más.
Tal vez oí mencionar a Caperucita roja porque en mis fantasías más horripilantes veía a una niña perdida en un bosque de sombras, que no en un monte, que de eso teníamos bastante, porque nuestro pueblo se descolgaba en las laderas de un páramo y había monte por todos lados, pero este no podía ser el de los cuentos. El de los cuentos era enigmático y oscuro. El nuestro era verde, la neblina lo acariciaba y nos proveía de frutos silvestres y de cardos para el pesebre. Nada temible por demás.
Las historias que si nos contaban, pero que no tenían esa valencia, porque eran verdades absolutas, hechos que habían ocurrido en un pasado reciente, eran la de la Madremonte, la Llorona y la mula de tres patas. A la madre-monte algunos la conocían o habían visto los huesecillos de algún niño que se había perdido en el monte. Entonces ya no había remedio y luego sus huesos aparecían en una orqueta de una rama alta de un árbol: ella se lo había comido abandonado los huesos allí.
A la Llorona, más de uno se la había encontrado entre la penumbra de una quebrada, en la parte más honda y oscura de un torrente, buscando a su hijito perdido, todo por haber sido madre soltera. Ni modo. Lo que no nos contaban era que ella misma lo había ahogado. Eso lo supimos después.
La mula de tres patas era una vivencia totalmente probable que te podía tocar si te pillaba despierto la media noche. En las mañanas cuando recién nos depertábamos y salíamos a la acera de nuestra casa a ver con quien nos topábamos mientras era la hora del desayuno, solíamos alardear que nos habíamos quedado despiertos hasta la media noche y que la habíamos oído. Nunca se nos ocurrió pensar que hay bestias que deambulan por las calles buscando a su dueño que las dejó fuera de la pesebrera.
Con estas historias nos mantenían a raya. Era la educación primaria que nos daban para que evitáramos meternos en líos o ser groseros no fuera que quedáramos como el Hojarasquín del monte que por haberle gritado a su mamá le habían nacido matojos por todo el cuerpo, misma suerte que corrió la muchacha a la que se tragó la tierra por altanera y desobediente.
Pero puedo decir que, salvo por las expediciones por los montes cercanos al pueblo, entre cultivos de maíz, no tuve infancia, porque nadie me contó nunca un cuento.
La salvación vino más tarde cuando mis hermanos mayores se fueron a estudiar bachillerato y cuando volvían traían libros que leían en familia. La María, Mientras llueve y la rebelión de las ratas me las gocé de la primera a la última página, aunque me hubieran costado tantas lágrimas. Eso y las historias de terror que nos contaba el primo Sergio, quien además se desempeñaba como enfermero y gozaba de un rostro macilento que hablaba de espanto por sí mismo. Luego de las tertulias con él pasaba por lo menos tres días sin poder dormir, asfixiándome debajo de las cobijas por miedo de que las apariciones estuvieran esperando a que me destapara la cara para asustarme.
Así, el asunto literario ha sido todo un esperar. En la escuela tampoco contaban historias. Yo amaba los libros de mis hermanos porque tenían canciones y poemas e historias para leer. Pero siempre fue esperar a que fuera mayor y entrar a la escuela y te pidan esos libros con historias como la del niño pirata que se va a la mar, las de tío conejo y las de las cucarachas que van con carteles enunciando verdades de acuño: «un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar”. Pero la emoción de leer nunca llegaba. Y esa ansia, ese déficit creciendo por dentro.
Por lo demás no necesitaba gran cosa. Además de que éramos pobres y mamá se las veía para alimentarnos racionando la comida hasta el extremo yo me negaba a comer porque la carne me fastidiaba y las sopas de yuca con papa que mamá hacía eran muy desabridas. Eso me lo parecía entonces. Ahora son un verdadero manjar que nadie osa repudiar.
Tampoco me la llevé bien con la escuela. Si la primera vez que fui no salí huyendo, fue porque allí estaba mi mejor amiga y todo apuntaba a que iba a ser divertido, así las clases fueran tan aburridas. La señorita Limbania nos hacía cantar unas canciones tan tristes y destempladas que parecían llantos de plañidera y nos pegaba unos berridos tan atroces cada vez que solicitábamos su atención que parecía más que una clase, una cámara de torturas. Como tarea nos ponía a copiar del tablero una palabras rarísimas y nos a dibujar de muestra ilustraciones de cuentos de hadas clásicos (uno de ellos era la cenicienta, pero entonces yo no lo sabía) con carruajes y personas vestidas de fiesta de la manera más rimbombante posible, que nos sometía a humillación porque, quien que coge un lápiz por primera vez puede reproducir una ilustración como esas en una hoja de cuaderno rayado.
Así, los resultados nunca me animaron. Sólo entendí la gravedad de la situación cuando en una entrega de calificaciones le informó a mamá que yo iba perdiendo el año “no sabe nada” le dijo. De regreso a casa mi mamá estaba muy decepcionada. No me regañó pero se veía muy triste, y eso me dolió más que si que me hubieran pegado una pela. Me mando a que fuera a prestar un cuaderno para ponerme al día y me ayudó con la cartilla de nacho a juntar palabras. Sin embargo no fue así como aprendí a leer y a escribir. La primera palabra que escribí fue “cocorico” una marca de pollo asado , con lápiz en un poste de la casa. Ahí sí me gané una buena reprimenda por haber rayado las paredes de la casa.
Ese año lo gané y también el siguiente, pero no pude dejar de pensar en lo aburrida que era la escuela. En lo sonsas y poco apasionadas que eran las profesoras. Me aguantaba las aburridas clases por la promesa del recreo y de la hora de la salida, que era en mucho lo mejor del día.
Recuerdo que nuestro barrio quedaba muro con muro con la escuela, pero nos tocaba dar un rodeo enorme pues la puerta de entrada estaba en la calle siguiente. No obstante, cuando salíamos y había máquinas haciendo adecuaciones en nuestra calle, era una delicia deshacerse de los enseres escolares para ir a reunirnos con los otros chicos a caminar por el lodo recién removido. Esa sensación de tierra blanda recién desenterrada era una delicia. Encontrábamos lombrices y sapos y todo tipo de guijarros y cadillos con los que hacíamos guerra, tirándonos unos a otros porque se adherían a la ropa y luego nos tocaba retirarlos, halando de ellos y jalonando por ahí derecho los hilos del tejido que se iba malogrando. De esa misma planta cortábamos los tallos de la hojas que eran huecas y formábamos popillos para hacer bombas de jabón.
La entrada a nuestra casa era una especie de selva. Era una casita con corredor a la antigua, como las casa de campo, que permanecía apartada de la otras pues estaba construida en contrasentido. Incluso cuando nos fuimos a vivir allí hicieron tumbar árboles para adecuar una habitación más. Por ese entonces encontramos una lápida sin tumba que nos inquietaba bastante.
En esa maraña vegetal crecían toda clase de plantas, había unas enredaderas de flor azul – morada llamadas batatillas donde solían esconderse las abejas y nos gustaba acercarlas al oído para oírlas zumbar o tomar una flor de pétalos redondos y tonalidades lila, estrujarla entre los dedos diciendo cu-tu-cu-tu para hacer salir los estambres que estaban bien escondidos dentro y que aparecían como insectos cornudos que obedecían a nuestro llamado.
Más allá había un arroyo a dónde íbamos a pescar corronchos, pececitos de vientre tornasolado, sapos y renacuajos. Los metíamos en botellas hasta que los renacuajos empezaban a echar cola, entonces los devolvíamos a todos al arroyo pues no había mucho sentido el mantenerlos cautivos en una botella.
Así era nuestro mundo. Tardes de juego a las mamacita con un hermoso bebeco que le habían traído a mi hermana de Panamá. Como no era mi bebé, sino de ella, no desarrolle instinto maternal, pues no podía cuidarlo más que a raticos. La maternidad fue desde entonces un asunto aparte, que le ocurría a otros, La mía era una muñeca negra vestida de enfermera, con unas nalgas tan prominentes que lo que menos inspiraban eran ternura.
El niño Jesús nos había traído esos juguetes, sin mayores preámbulos. Mientras compartíamos en el corredor, habían colgado en una viga del techo una caja de cartón con regalos para todos. Para mí un juego de Te con mesa y para mi hermana un juego de enfermería con su maletincito. Allí todo funcionaba. La jeringa tenía una aguja retráctil que parecía hundirse y una cobertura interior que podía hacerse aparecer y desaparecer según se aplicara el líquido o se extrajera sangre. El tensiómetro giraba al impulso de una bomba de aire que el médico espichaba para obtener los resultados. Ese juego fue tan definitivo en la vida de mi hermana que terminó inscribiéndose como voluntaria en la cruz roja e inscribiéndose en la carrera de enfermería. Así de serios son los juegos de la infancia.
Pero pronto nos fuimos también de esta casa y tuve que perder otra vez a mi nueva mejor amiga.
De los continuos cambios de casa, pues íbamos a dónde el hermano de mamá disponía ya que él se había hecho cargo de nuestra familia, me queda el sinsabor de las despedidas, los amigos que ganas y pierdes cada vez y los cambios que nunca pude asimilar bien.
Fue así como tuvimos que romper con todo de manera unilateral y lacerante cuando mi tío determinó que ya estaba bien de hacerse cargo de nosotros, y con abuelo a bordo nos envió a vivir a otra ciudad. Era como el mundo del nunca jamás. Nos trasladamos a una localidad apestosa y polvorienta. Empezar en un barrio completamente desconocido y atemorizante. No había amigos con quien jugar y las calles eran realmente peligrosas. Estaba Kika el travesti que nos tiraba piedras y un séquito de marihuaneros a los que no nos atrevíamos a mirar cuando pasábamos cerca de ellos.
Mi hermano de diez y siete años recibió el encargo de nuestra familia. Tuvo que dejar el colegio y pasarse a estudiar nocturna para trabajar de día. Recuerdo el trasteo. Era una localidad muy apartada, las calles sin pavimentar y no había agua corriente. El acueducto estaba taponado por el barro y cuando lo abrías salía una mezcla de lodo y algas lisas y transparentes realmente asquerosas. En cuanto el abuelo murió nos sacaron también de esa casa. Madre nunca se arredró. Con su natural parsimonía buscaba cada cosa que pudiera hacer para entrar algo de dinero a la casa. Mis hermanos mayores trabajaban y estudiaban y la familia seguía tirando.
Entre tanta inhospitalidad lo que vino a salvarnos fueron unos primos que vivían en una casa de ensueño: No solo tenía un solar enorme con árboles frutales, un perro y piscina, sino que eran muchos. Cada año nacía uno y sus papás estaban tan ocupados siempre que nos dejaban estar por la casa, hacer comitivas y jugar escondidijo cualquier día que se nos antojara
Lo más terrible fue el cambio de escuela. Mal que bien ya me había acomodado en la que venía estudiando. Pero empezar de nuevo supero mi frágil capacidad de adaptación. Entraba a cuarto grado y no pude adaptarme. La señorita Olga no ayudó mucho, el espacio físico tampoco, los amigos menos. Hice que mamá me cambiara una y otra vez de escuela pues no encontraba asidero en ninguna. Me sentía extraña y distante. Entre cuarto y quinto cambié cuatro veces de escuela. Finalmente le dije a mamá que lo que yo quería era ser religiosa como mi tía y con ese cuento me consiguió una beca en el colegio privado de las monjas de la presentación. Aunque mis habilidades sociales no mejoraron, por lo menos la planta física era magnífica. Era un edificio de tres pisos con dos patios enormes, salón de actos, capilla, restaurante y un jardín esplendido. Pero lo más importante, allí había biblioteca y cada miércoles nos tocaba hora de lectura, lo que se convirtió en una rutina maravillosa. Esa sala era preciosa, con muchas estanterías llenas de libros a los que podíamos acceder libremente y cómodas mesas de lectura. La monja bibliotecaria era amable y me dejaba incluso ir a leer en recreo.
ESTA ES LA HISTORIA DE LA TRANSFORMACIÓN DE UN PERSONAJE FEMENINO DESDE LAS FALENCIAS ECONÓMICAS, SOCIALES Y MORALES HASTA UN DEBER SER, SIEMPRE EN BUSCA DE LA FELICIDAD. ES UN RELATO EN PRIMERA PERSONA QUE DESARROLLA TEMAS COMO LA INFANCIA, EL PUEBLO DE ORIGEN, LA LLEGADA A LA CIUDAD, LA CONSTRUCCIÓN DE UNA IDENTIDAD. EN GENERAL ALLANA LA VIDA DE UNA MUJER DESDE LOS EQUÍVOCOS Y LOS ACIERTOS Y POR ÚLTIMO, LA SOLEDAD
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