Capítulo 1
Quedan quince minutos. Por mucho que mire el reloj, no va a cambiar la velocidad de los segundos al pasar. Dios, era realmente aburrido esperar sentado en la misma silla dura, con el mismo café ya frío. Levanto la taza, y tomo otro sorbo. Bueno, al menos es café del bueno. La cafetería en la que estoy sentado (desde hace ya dos malditas horas) no es de mi estilo. En una palabra: pijo. Demasiado elegante, demasiada luz… Demasiada gente sentada riéndose, o escribiendo alguna historia absurda de la que presumir ante un puñado de bobos, o bien hablando en voz baja y sujetando un maletín que lleva cien mil libras esterlinas, como el tipo al que llevo vigilando todo este rato. Un tipo elegante, sin duda, muy inglés. Vestido con camisa blanca, chaqueta negra a juego con los pantalones y zapatos de cuero, con demasiado tacón para mi gusto. Va repeinado con una cantidad de gomina descomunal, y supongo que resultará atractivo para las damas. A mí qué más me da. Solo me interesa el reluciente maletín negro que está a sus pies, mientras él charla de alguna cosa trivial con su compañero, otro tipo vestido con traje y corbata. Si fuera un tipo más imaginativo, me entretendría pensando en lo que podrían estar hablando. ¿Familia? ¿Mujeres? Seguramente de algo mucho más interesante, ya que no son tipos normales y corrientes. ¿Quién llevaría cien mil libras en el maletín y se sentaría en una estúpida cafetería a tomar un desayuno inglés?
Un contrabandista, por supuesto.
No todos los contrabandistas tienen esa pinta, claro. Algunos no tienen que llevar necesariamente traje, y pueden ir como… como yo, ni más ni menos. Una camisa vieja, una chaqueta que quizás necesite algunos retoques… Pero estoy presentable, al menos lo mínimo. Además, voy a la última moda: barba lo suficientemente tupida como para que los pájaros hagan nido en mí, y una serie de rastras que me recojo en una coleta.
Y sí, yo también soy un contrabandista.
Mi negocio consiste en robar, principalmente. Desde hace diez años trabajo para la Red de Mercado Negro Internacional, una telaraña tan grande de mentiras, traiciones, dinero negro y alguna bala perdida que tendrías que ser un maldito loco psicópata para querer meterte ahí. Yo siempre me digo que no tuve opción, pero sería mentir. Tengo que reconocer que nací para esto: he estado en casi todos los países, robando cuanto me pedían que robara y quedándome con mi pequeña parte del botín. Somos los piratas modernos, pero no nos movemos por mar ni tenemos un loro parlante en el hombro. Aunque en mi caso, estaría del lado de los sicarios. No puedes ser un contrabandista solitario, por desgracia. Para los que estamos en este mundo, si queremos seguir respirando al día siguiente tenemos que procurarnos un protector, una especie de mecenas. Y eso hice yo. Soy ladrón, no idiota. Mi jefa lleva una de las mafias más poderosas dentro del Mercado Negro, y ser su contrabandista no resulta fácil, precisamente. Pero el trabajo mejora, y muchísimo. Pasas de robar apenas unas joyas o una billetera a un ciudadano corriente, a robar a los más peligrosos y ricos de todo el mundo. Una vida intensa la mía, tengo que reconocer. Y aquí estoy, en Londres, disfrutando de un café a precio de oro mientras vigilo a mi objetivo. Este tipo pertenece a una conocida red de contrabandistas alemanes, que, por desgracia, han decidido ir por su cuenta y no quieren cumplir con el trato que hicieron con mi jefa. Mal hecho, amigo.
-¡Hola, Fred! -.Saluda un chico con gafas a uno de los camareros, sentado en una mesa detrás de mí. Lo miro de reojo. Parece un veinteañero recién salido de alguna universidad cara. Yo tengo ya treinta y cuatro y la universidad la dejé atrás hace mucho.
-Hola, Paul -.Responde el camarero.- ¿Lo de siempre?
-Sí, claro. Pareces cansado… ¿Va todo bien?
Oigo al camarero suspirar.
-Ha sido una mañana muy larga… El encargado cree que alguien entró anoche a robar.
-¿En serio? ¿A robar, aquí? -.No sé si el chico es sordo o simplemente idiota.- ¿Se llevaron algo?
-¡Qué va! Todo está bien y en orden. Pero ha revolucionado a toda la plantilla. Te digo que este señor cada día está más senil -.Después de eso, siguieron hablando de cosas que a mí no me interesaban absolutamente nada. Sonrío divertido, y vuelvo a echar un vistazo al reloj. Cinco minutos. Dios, por fin.
Apuro el café y me levanto de la silla, colgándome al hombro una mochila pequeña y discreta que siempre llevo conmigo. Camino con lentitud hacia el tipo, aunque no voy hacia él, sino hacia el cuarto de baño. Paso por su lado, le veo mirarme con el ceño fruncido, y le respondo con una sonrisa ladeada antes de empujar la puerta del baño de hombres con la mano. El cuarto de baño tiene la misma pinta que la cafetería: demasiado limpio, y con un sutil olor a vainilla en el aire. No voy a quejarme, la verdad. He estado en sitios que daban bastante más pena. Mientras estoy en el urinario, tarareo una canción de forma despreocupada. “Should I stay or should I go”, de The Clash, muy buena canción. Me subo la bragueta y me lavo las manos, con calma. Después, miro de nuevo el reloj.
-Diez… Nueve… -.Me quito la mochila para abrirla y rebuscar dentro.- Ocho… Siete… Seis… -.Saco una máscara antigás, junto a unas gafas.- Cinco… Cuatro… -.Me las pongo rápidamente y luego vuelvo a colocarme la mochila en el hombro. Después, espero tras la puerta, sin salir, y a través de las aparatosas gafas, miro de nuevo el reloj.- Tres… Dos… Uno.
Se escucha la señal. Un ligero siseo, y al segundo siguiente, la gente gritando y tosiendo a partes iguales. Abro la puerta en ese mismo momento, y afuera, la cafetería ha dejado de ser visible. En lugar de camareros, mesas, sillas y demás decoración hortera, hay una espesa nube de humo de gas blanquecino. No es venenoso, porque tampoco me interesa matar a nadie. Gracias a la máscara, este gas que yo mismo instalé no me afecta en absoluto, así que solo necesito unos segundos para esquivar a los dependientes y clientes mareados, alcanzar la mesa del tipo trajeado y coger su maletín. El tipo no deja de toser y taparse la boca y la nariz con la mano, igual que su compañero, pero apenas puede ver a un par de metros de él. Se escuchan las voces de los encargados intentando poner orden y pidiendo a la gente que salga por la puerta principal, y a lo lejos, se acercan las sirenas de la policía y urgencias. Ya tengo lo que quería, pero no soy tan estúpido como para salir por la puerta principal. Salto por la barra y alcanzo la puerta de las cocinas. Mi visión también es limitada, pero sé muy bien dónde está ubicada cada habitación y cada rincón de esa cafetería. Llevo muchos años en el negocio, así que sé lo que tengo que hacer. La noche anterior, me colé y coloqué una pequeña bomba de relojería en los conductos para que, a las doce en punto del mediodía, expulsase aquel gas de humo para generar la confusión. Me he asegurado de no dejar huellas, ni nada que pueda involucrarme en el caso. Ha sido una noche muy larga, pero ha merecido la pena si así puedo encontrar la salida sin ser visto. Mientras atravieso las cocinas hacia la puerta trasera, pienso en el pobre encargado al que nadie creyó esa misma mañana cuando dijo que alguien había entrado en el local durante la noche. Al final no estaba tan senil, después de todo.
Salgo al exterior, y rápidamente me quito la máscara y las gafas y vuelvo a guardarlas. Y no solo eso, sino que también me quito la picajosa peluca de las rastras y me arranco de un tirón la barba tupida. Exclamo un exabrupto tan típico de los míos y lo guardo todo de nuevo en la mochila. Mi pelo corto y castaño está despeinado, y aunque llevo una barba de un par de días, no es ni de lejos la barba tan incómoda de antes. Antes de rodear el edificio y salir a la calle principal, donde ya oigo las sirenas de toda la patrulla frente a la cafetería, me quito la chaqueta y me la cuelgo del brazo, el mismo que porta el maletín. Cuando ya estoy preparado, camino sin prisa hacia la calle principal. La gente está reunida alrededor del local, que sigue expulsando humo blanco, y acaban de entrar los bomberos para solucionarlo. Tal vez la próxima vez provoque un incendio, para que así tengan algo más que hacer. Los policías intentan interrogar con calma a los clientes para saber lo que ha pasado, y muchos de ellos siguen en estado de pánico y nervios. Me fijo en el tipo alemán del traje, que trata de llamar la atención de uno de los guardias.
-¡Llevaba un maletín! ¡Tenía cosas muy importantes en él, y me lo han robado! -.Su compañero le apoya, pero los policías no lo ven tan importante como para ayudarle a buscarlo.
-Oiga, señor. Ponga una denuncia si lo desea, pero ahora tenemos que comprobar que no hay víctimas humanas. Así que, si no tiene nada que aportar, apártese -.Le espeta el policía. Sonrío abiertamente al verle revolverse el pelo engominado y deambular de un lado a otro como un tigre enjaulado. Tranquilo, camino con paso seguro y lento e incluso me quedo observando junto a los mirones, quienes por supuesto están grabándolo todo con sus móviles. Después, sigo mi camino hasta que llego a mi coche, un Opel de segunda mano, dejo el maletín en el asiento del copiloto y me subo. A pesar de ser un coche antiguo, que le falta una mano de pintura y algún que otro arreglillo más, no me ha fallado ni una sola vez en todos estos años. Bueno, mi trabajo da para vivir, pero no para vivir bien. Hay muchos como yo en todo el mundo, y si no lames el culo lo suficiente, nunca llegas lo suficientemente arriba como para llevar un traje con corbata y zapatos de cuero todos los días. Mejor así. No se me conoce por lamer el culo de nadie, sino por hacer mi trabajo. Mientras conduzco, activo el manos libres y llamo a uno de mis contactos.
-¿Frank? ¿Estás ahí?
-¡Joseph! -.Exclama la voz al otro lado del teléfono.- Tío, ¿qué es de ti? ¿Llegaste bien a Londres?
-Pues claro, ¿por quién me tomas? -.Bromeo. La verdad es que me siento bastante bien después de hacer un trabajo bien hecho.- Por cierto, adivina qué es lo que tengo.
Se hace el silencio al otro de la línea, pero dura apenas unos segundos. Yo arqueo una ceja, expectante y con una sonrisa ladeada.
-¡No! ¿En serio? -.Se nota que mi amigo no se lo cree.- ¿Conseguiste robarle el dinero a ese alemán? Un día de estos me tienes que contar cómo te lo montas.
-Lo haré encantado, si tú sacas tu culo de esa maldita ciudad -.Le recrimino, divertido.
-¿Maldita ciudad? ¡París es la mejor ciudad de Europa, tío! Nunca me cansaré de los franceses. Y, por cierto, ¿por dónde andas? No irás por la calle con un maletín cargado de dinero, ¿verdad?
-¿Qué dices? No soy tan estúpido -.Conduzco a una velocidad ligeramente superior a la permitida, pero es que a mí no se me da bien acatar órdenes. Solo las justas, claro. Atravieso las calles y las avenidas sin problema. Hoy el tráfico es moderado en la gran ciudad, y todavía no ha llegado la hora de descanso para los demás trabajadores. Tengo que atravesar el siguiente cruce y en cinco minutos estaré en mi piso. No es que sea un hogar, precisamente, pero debido a mi trabajo no suelo quedarme mucho en el mismo sitio. Además, con que tenga una cama y un techo donde dormir, me vale.
Justo estoy atravesando el cruce, charlando con mi buen amigo Frank, un hacker informático de los buenos, cuando recibo un impacto bastante fuerte contra el coche. Suerte que llevaba el cinturón. Mi coche se abolla por uno de los laterales y yo acabo medio tirado. Los airbag llevan rotos un año, así que no saltan tras ese tremendo golpe.
-¿Pero qué cojo…? -.No termino la pregunta cuando un fuerte dolor de cabeza me golpea como un latigazo. Me llevo una mano a la sien, y noto que tengo un corte por el que está manando un poco de sangre.- ¿¡Qué narices te pasa, subnormal!? -.Grito con todas mis fuerzas al conductor del coche negro que se ha estrellado contra mí. Venía desde la otra calle, y parece que no ha visto el semáforo en rojo desde su lado. Sin embargo, el coche echa marcha atrás y se bajan las ventanillas.
-¿Joseph? ¡Joseph! ¿Estás bien? -.Decía la voz de Frank desde el móvil. No tengo tiempo para responderle, porque me preocupa mucho más las pistolas que han salido desde el interior del coche contrario y empiezan a descargar balas contra el mío. Me agacho y me cubro la cabeza con las manos.
-¡Me están disparando, Frank! ¡Ahora mismo no te puedo atender!
-Tío, no eres el único que quiere esas cien mil libras. ¡Lárgate de ahí!
-¡Mira, no se me había ocurrido! -.Espeto con rabia. Aún con las balas atravesando los cristales y rebotando en mi coche, vuelvo a intentar arrancarlo con las llaves y en cuanto oigo el motor, agradezco en silencio y aprieto el acelerador. Mi coche sale disparado hacia delante, y consigo erguirme para atravesar las calles a la velocidad de la luz, mientras el otro coche me persigue, ya sin dispararme.
-¿Cómo demonios saben que lo tengo yo? -.Exclamo al teléfono, que estaba caído pero seguía con la llamada de Frank.
-¿No sabes que no eres el único que juega? -.Increpa Frank.- Tienes que tener más cuidado con estas cosas.
-Ya lo sé, ya lo sé…. Frank, necesito que me ayudes a despistarlos -.Giro hacia una calle. Luego atravieso otra.
-¿Qué? Tío, ya sabes lo que pasó la última vez…
-¡Tú hazlo!
Oigo a Frank soltar un suspiro exasperado. Después, mientras intento que el otro coche no me alcance para meterme una bala en mi sien, oigo cómo Frank teclea desde sus varios ordenadores.
-Frank… -.Le llamo mientras acelero un poco más.- Frank, me estoy acercando….
-Ya voy, ya voy…
Mi coche se acerca cada vez más a un cruce nuevo con varios semáforos. El de mi calle está en verde. Lo atravieso rápidamente.
-¡Frank!
-¡Listo!
Justo cuando el otro coche iba a atravesarlo, el semáforo de la calle que se cruza se vuelven verdes, y varios coches salen al paso. Uno de ellos se choca violentamente contra el que me perseguía, produciendo una cadena más de accidentes y pitidos de los demás coches. Bueno, por esta vez, he conseguido escapar.
-Gracias, amigo.
-Ahora tu culo tendrá que venir a París -.Frank cuelga desde el otro lado.
Mi coche, abollado y lleno de agujeros, llega sano y salvo hasta la entrada de mi casa, donde aparco como siempre. Suelto un suspiro cansado. Ha sido un día muy largo… Me echaré una buena siesta, y después ya llamaré para pedir algo de comida decente. Cojo el maletín y entro en el edificio, subiendo unas escaleras desvencijadas y desde donde se oyen todo tipo de voces y griterío de los otros pisos. Mi piso es modesto, no tiene muchos muebles y… sí, tampoco está muy ordenado. Pero, ¿qué más da? Ahora que tengo el premio gordo, cogeré un vuelo y me presentaré ante mi jefa. Con suerte, tendré una buena recompensa. Saco mis llaves para atravesar la puerta de casa, y voy como un zombie hasta el salón. Justo cuando dejo el maletín sobre la mesa, escucho un ruido procedente de la cocina. Me quedo mortalmente quieto, y saco mi pistola para emergencias. ¿Me han seguido hasta aquí? Podría ser, pero no me parecen muy inteligentes si ellos son los que hacen el ruido. Me quedo unos segundos en el umbral, y entonces, salgo hacia la cocina con la pistola en alto.
La niña se sobresalta y se gira hacia mí, con los ojos abiertos por la sorpresa. Yo la miro con la misma cara, pero con el ceño fruncido.
-¿Tú eres Joseph Banner? -.Pregunta ella, con una vocecita repelente.
-Sí. ¿Y tú quién demonios eres?
Ella frunce el ceño.
-¿Tienes que usar ese lenguaje tan feo?
Bajo la pistola y la miro como si esto fuera una broma pesada.
-¿Qué? Yo hablo como me dé la gana, niña.
-¡No soy una niña! -Exclama, enfadada. La miro divertido, con una ceja arqueada.-¡Soy tu hija!
Sinopsis:
-¡Eres un ladrón!
-Y tu madre una espía. ¡Vaya familia!
La vida de Joseph nunca ha sido normal: un tipo solitario, agrio, experto en química y… ladrón. Compinchado con una red de contrabandistas y con el Mercado Negro Internacional, no tiene miramientos en robar todo cuanto se le ponga por delante. Pero, de repente, se le presenta algo de lo que no puede deshacerse tan fácilmente: su hija.
Sophie es una niña de diez años que tiene una misión: encontrar a su padre. ¿El motivo? Al parecer, es demasiado joven para emprender un rescate. Y por eso, ahora tiene que aguantar a un ladrón malhablado que no está dispuesto a colaborar por las buenas.
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