Historias de un vestuario

Historias de un vestuario

Diciembre de 2016

Polideportivo Alfonso Díaz Miguel, Madrid

Javier entraba de nuevo en el polideportivo tras muchos meses sin acercarse al él. Tardó cinco minutos en dar el paso. Clavado en la puerta de la entrada, un sudor frío recorrió su espalda aquella gélida mañana de diciembre.

Cruzar el umbral y el largo pasillo desde la recepción hasta el vestuario le hizo sentir incómodo. La recepcionista, sentada detrás de un mostrador excesivamente alto para ella, enseñó sus ojillos por encima de los papeles sin apenas dejar ver la nariz ni levantar la cabeza. Se incorporó y atusó con las manos la estrecha ropa deportiva que perfilaba sus curvas y que estiraba tratando de evitar las incómodas arrugas que se le acumulaban en el pecho y en el culo. Se acercó, le dio dos tímidos besos y se obligó a hacer un par de preguntas sin mucho sentido. Qué tal estás, cuanto tiempo… No esperó respuesta alguna y regresó con un grácil trote a sus quehaceres.

Javier atravesó el pasillo con prisa hacia el vestuario tratando de evitar las miradas furtivas del resto del personal y se limitó a saludarles a su paso con un leve movimiento de la cabeza. Aunque conocía a casi todos los trabajadores del centro, no les tenía excesiva simpatía y le incomodaba sentirse el objetivo de todas las miradas. Siempre las mismas caras adormiladas, su caminar cansino, sin aparentar gana alguna de trabajar.

Recorrió el vestuario con ojos esquivos. Por fortuna estaba vacío, no tenía que dar explicaciones a nadie. Durante años, no se hizo cuenta de cuantos, se cambió allí, en el rincón en el que ahora fijaba su mirada junto a la taquilla número setenta y cinco, que casi conservaba el olor de su colonia y de su ropa deportiva. Su gesto se endureció, apretó los dientes y pensó en un tiempo pasado que ya no se repetiría jamás.

Giró hacia el acceso de la piscina. Las marcas del suelo delataban el roce de una puerta siempre descolgada. Costaba abrirla, y a pesar de las continuas denuncias, los chicos de mantenimiento, parece mentira que no lo arreglen, no daban una solución adecuada que evitase el desagradable chirrido del metal contra el piso. La abrió con dificultad, y avanzó con la lentitud de un caracol que hace por llegar tarde a su cita.

La corriente de aire caliente le golpeó la cara y sintió con deleite una sensación agradable que templó el frío que arrastraba en los huesos desde el preciso momento en que salió de su casa. Inspiró con fuerza y degustó el familiar olor a cloro que impregnaba el ambiente al que estaba tan acostumbrado. Miró su reloj. Apenas eran las ocho y los focos no lucían desde hacía unos minutos. La mortecina claridad de la mañana se abría paso a través de los grandes ventanales del techo, dejando el lugar en la penumbra indefinida del primer amanecer. Ese espacio, que había sido su lugar de recogimiento preferido los últimos años se presentaba ahora como un lugar lejano, ajeno, casi inalcanzable. Cerró los ojos y presionó con fuerza los puños en un intento de contener las lágrimas que amenazaban con desbordarlos.

A pesar del velo de vaho de sus gafas, ¡joder siempre se empañan!, Pablo se percató de su llegada nada más voltear y sacar la cabeza para respirar. Se detuvo en el agua tras el impulso y se quedó flotando unos segundos con la mirada fija en el lugar donde, inmóvil, se encontraba Javier. Se volvió, dio un par de brazadas y salió de la piscina, ágil, con un impulso enérgico. Se acercó a su amigo mientras enjugaba las gotas de su cuerpo con las manos húmedas. Se miraron largo rato sin decir nada, manteniendo la tensión en sus ojos y en sus rostros. Pareciese que el tiempo hubiese borrado una amistad eterna y ambos luchasen por encontrar de nuevo la puerta de entrada. Javier bajó la mirada, azorado.

Pablo observó a su amigo sentado en la silla de ruedas. No se parecía en nada al hombre con el que solía entrenar. Sus hombros caídos y todo su cuerpo temblaban como un pájaro acechado por un felino. Respiró ansioso, su mirada fija en la de Javier. Relajó los músculos ablandando así la tensión acumulada durante tantos meses y, con la piel aún empapada, se abalanzó sobre él fundiéndose en un intenso e interminable abrazo. Javier se abandonó sin remedioal llanto a pesar de sus vanos intentos por reprimirlo y, entre sollozos, recuperó de nuevo las fuerzas para sentirse vivo y comenzar de nuevo.

1

Noviembre de 2015

Un día más frente a la piscina, observando el agua agitada y preguntándose qué hacía tan temprano, medio adormilado y desganado, debatiendo sobre si lanzarse o no a un agua que se le antojaba demasiado fría aquella mañana de otoño que ya le había congelado los huesos en el trayecto desde su casa. Aparcó la moto en la puerta, con la sensación de haber viajado dentro del congelador de su frigorífico y ahora, observaba la piscina como si tuviera que zambullirse en una cubitera.
—¿A qué esperas tío? Llevamos un rato dando vueltas, esperándote.
—Joder Pablo, es que vengo tiritando. ¡Vaya una mierda de día que hace ahí afuera hoy!

—¡A ver si te compras un coche! —. Se giró con fuerza y salpicó intencionadamente a Javier con la primera patada. Javier añoró por un segundo su viejo todo terreno, destartalado y sucio. Se animó a cambiarlo por un scooter, una Piaggio Business 500 LT gris metalizada de tres ruedas que a veces miraba embobado como si de la mujer más hermosa del planeta se tratara, tras comprobar que vivir en Madrid con un vehículo de más de seis metros era poco menos que una proeza. Temía que el consumo y el aparcamiento acabasen con los pocos ahorros que le quedaban. A pesar de los sistemas de calefacción y cortavientos que incorporó a la moto y las ropas especiales de invierno, siempre quedaba al descubierto alguna rendija por donde se colaba el cuchillo helado que destemplaba todo su cuerpo y le hacía sentir en su ánimo una mermadora sensación de desasosiego y frío todas las mañanas.

—¡Cabronazo…! —. Se lanzó sin miramientos con el estilo de un campeón. Unos segundos después, tras superar la primera sensación del contacto con el agua, Javier ya braceaba con suavidad siguiendo la estela de sus compañeros. Calculó que la temperatura del agua no superaría los 27,5ºC. Perfecto para nadar.

Se trataba de una sesión más, una sesión que se repetía día tras día desde que Javier se incorporase a la rutina de un grupo de bomberos que cada mañana dedicaba la primera hora al entrenamiento en la piscina. Significaba el mejor momento del día, el desayuno perfecto como él mismo lo calificaba: no solo le permitía mantener un estado físico envidiable, perfectamente cubierto por su metro ochenta y siete de estatura, sino que, además, a sus treinta y siete años, le generaba una sensación de seguridad en sí mismo que le transportaba a otros tiempos en los que creyó que el mundo, un día, se rendiría a sus pies y el éxito le abrazaría como se abraza a un ser querido, para siempre.

La vida no le había tratado todo lo bien que el esfuerzo que había hecho merecía, dejándolo a merced de un destino que en ningún momento buscó ni deseó. No recordaba otra cosa de su pasado más que el sacrificio de un trabajo sin descanso, tratando de satisfacer las exigentes expectativas que recaían sobre él para, al final, obtener la recompensa de una vida que no acababa de encontrar el premio merecido. A pesar de todo, Javier mostró, desde muy pequeño, una confianza y un sentido de la responsabilidad impropio de su edad, exigido sin piedad por sus padres y por las críticas circunstancias que le había tocado vivir. Desapareció, se alejó en cuanto tuvo ocasión dejando abandonada a su madre; ya no podía más. Voló lo más lejos que pudo y trató de comenzar de nuevo. Pero no fue tan sencillo, no podía ser tan fácil, al menos no para él. Hay quien nace con la suerte de los campeones y quien lo hace para una demostración permanente de supervivencia. No, su marcha tampoco solucionó nada, de hecho, Chile terminó con sus sueños. El refugio de su trabajo y el amor a miles de kilómetros de su casa no solo no acabaron con sus remordimientos, sino que los acrecentaron, tanto como la sensación de fracaso con la que finalmente Javier volvió a España a reencontrarse consigo mismo, con un hombre sin expectativas ni más ganas que las de dejar la vida pasar sin asomarse a ventana de la esperanza ni por un fugaz instante. Quemado por la experiencia y desencantado con un mundo en el que tanta confianza llegó a depositar, necesitaba su diaria ración —su desayuno perfecto— para rebajar sus elevados niveles de estrés y tensión y de esa forma poder afrontar el apático resto del día con un estado de ánimo positivo. Reconocía en él mismo los grandes beneficios de la natación: potencia, fuerza, resistencia y flexibilidad al mismo tiempo. Su condición aeróbica era excelente —su corazón latía por debajo de las cincuenta pulsaciones en reposo—, al igual que el tono muscular, la coordinación y la postura. Pero quizás, la verdadera razón de tan férrea disciplina es que era la única oportunidad del día en que podía esconderse de sí mismo, olvidarse de quien era y de donde estaba.

Como un pez en su medio, cuerpo y agua en uno, fusión sin pensamiento, concentración en el ejercicio físico, en el movimiento del brazo, la tracción, el recobro, el giro de los hombros, el empuje de la patada. Todo con tal de olvidarse de que se sentía más fracasado que nunca, de arrinconar los recuerdos que le acosaban con insistencia y se pegaban a sus pensamientos, encarcelándolo sin remisión.

Compartía las sesiones de entrenamiento con Pablo, un bombero que se había convertido en su mejor amigo unos años antes tras un fortuito encuentro en la sierra de Gredos. Pablo, un profesional carismático, respetado y bien conocido en su entorno por su prudente valor, le transmitía la confianza que en esos momentos necesitaba para afrontar la desgana que, cada mañana, antes de ir a trabajar, se le pegaba al cuerpo como un traje de neopreno mojado.

—Deberías estirar un poco más el brazo izquierdo al meterlo en el agua. El recobro va bien, pero empujas con más fuerza con el lado derecho. Por eso avanzas más despacio. Utiliza una sola pala en la mano izquierda durante un tiempo, te irá mejor para fortalecer brazo y hombro—. A finalizar los entrenamientos, el tiempo de ducha y vestuario se solía convertir en una clase magistral sobre cómo corregir los errores más visibles que, a ese nivel de exigencia y entrenamiento, eran mínimos. Pablo jamás estaba conforme, se auto exigía una alerta permanente como si uno de sus fuegos pudiese provocar una catástrofe por un error suyo y eso le provocase pesadillas nocturnas. En el agua, como en los simulacros de incendio, decía, los errores no se repiten, una vez detectados hay que trabajarlos hasta modificarlos por el procedimiento correcto.

—¿Has visto al nuevo? —, preguntó Javier cambiando súbitamente el tema. —¿Quién? —, contestó ligeramente irritado por el repentino giro de la conversación. Se conocían demasiado bien y acto seguido esbozó una sonrisa herida que apercibió a Javier. —El que nadaba en la calle de al lado. ¡Le hemos doblado más de veinte veces! Parecía una culebra, retorciendo el cuerpo de lado a lado. Me han dado ganas de pararle y contarle un par de cosas…— Se rieron. Era habitual combatir el tedio de la ida y la vuelta observando bajo el agua a los nadadores de las calles colindantes, y en ocasiones convertían sus defectos en ejemplos de sus propias lecciones. Sumergido, todo se ve de otra forma, los cuerpos se definen sin los defectos aparentes de la carne, se rejuvenecen, las curvas se estiran, se estilizan y uno pierde ligeramente la noción de la realidad. Es un efecto óptico que despertaba la curiosidad de Javier, que en algún momento buscaba encontrar a la versión real y comparaba con la imagen que se había proyectado y con la que a menudo trazaba sorprendentes diferencias. —Sí, me he fijado, no lo había visto nunca por aquí. Esa forma de nadar no pasa desapercibida en ningún…— se interrumpió en el preciso momento en el que Javier enarcaba las cejas avisando de que el personaje en cuestión acababa de cruzar la puerta. Se mostraba taciturno y cansado. Su cara enrojecida por el notable esfuerzo, al que sin duda no estaba acostumbrado, contrastaba con su acerada piel. Era delgado, pero todo su cuerpo, incluso codos y rodillas, y especialmente su vientre, mostraba pliegues enormes como si de un día para otro se hubiese deshecho de treinta kilos de grasa sin tiempo de recuperar el lustre de su piel. Parecía un personaje salido de El silencio de los corderos, pensó Javier, un asesino en serie acomplejado por su propia visión. No dijo nada, se duchó, se vistió y salió mirando al suelo con el mismo retraimiento que arrastró al entrar. —Ese ya no vuelve, venga vámonos—. Echándose la mochila al hombro salieron con el tiempo justo para desayunar, como todos los días, en el café de la esquina antes de dirigirse cada uno a su trabajo.

******

La mañana del primer sábado de noviembre Javier despertó temprano, y se quedó tumbado en la cama, con la mirada fija en las aspas de ventilador que colgaba del techo de su habitación. Mejor que el aire acondicionado, pensó, y más barato. Una suave luz azulada se colaba a través de las rendijas de la persiana convirtiendo la sala en una especie de discoteca monocolor. Jamás la cerraba del todo, la oscuridad total le producía ansiedad, como si la negrura se lo fuese a tragar, y necesitaba notar al menos un resquicio de luz para sentir que el mundo seguía ahí afuera, dispuesto a atrapar sus temores antes de que éstos le engullesen a él.

Proyectó la cara de su madre entre las cinco aspas, sonriente y feliz, como le gustaba recordarla. No la veía desde hacía demasiado tiempo. Pensó en su padre y en su hermana. La cercanía de la Navidad le producía un sentimiento de nostalgia que removía su pasado y cualquier intento de refrenarlo se convertía en un vano ejercicio de represión interior que no podía controlar. Se levantó y se acercó descalzo a la cocina. El frío del suelo en sus pies le obligó a caminar sobre la punta de sus dedos, pero no se calzó las zapatillas. Abrió el frigorífico y sacó la leche y dos piezas de fruta. Calentó el café del día anterior y cuando la leche llegó al punto de ebullición, se preparó para desayunar. En la mesa de la cocina, con la luz de los primeros rayos del sol abriéndose paso a través de las cortinas, se agarró a su taza de café caliente y, al abrigo de ese escaso calor, desayunó sin excesivas ganas.

Pablo y él convinieron en verse a primera hora en la terraza de una conocida cadena de cafeterías de Madrid, en el centro comercial Xanadú, frente a una tienda especializada en natación que habían localizado en internet. El centro comercial despertaba de su letargo y el bullicioso movimiento del comienzo de la jornada comenzaba a notarse con fuerza. Con su taza de café entre las manos y los codos apoyados en el velador, Javier seguía, atento, los movimientos del personal de las tiendas en los momentos previos a la hora oficial de apertura…

Sinopsis

Huyendo de una situación familiar insoportable, Javier acepta un trabajo en Santiago de Chile, donde vive alocadamente una historia de amor con la amante de su jefe, Carmina. Descubierto en su infidelidad, es despedido y vuelve a Madrid, donde Javier se convierte en un joven que aborrece su existencia. Demasiado presionado por su pasado, exigente y difícil, y desencantado con su presente, se refugia en su deporte favorito, la natación y en su amistad con Pablo, un bombero de Madrid al que conoció de manera fortuita en la Sierra de Gredos y que se convertiría en su mejor amigo, para soportar su rutina diaria.

El inevitable reencuentro con sus padres tras varios años sin saber de ellos, se entremezcla con la aparición de una misteriosa y hermosa mujer en la piscina de la que se enamora perdidamente, poniendo en riesgo los frágiles cimientos que comenzaba a anclar sus esperanzas. Javier no es un hombre con suerte y, pese a las constantes advertencias de Pablo, su relación con la mujer desencadenará una historia desenfrenada de pasión y aventura que acabará dramáticamente cuando se descubre la relación entre ella y Carmina.

“Historias de un vestuario” pretende mostrar el valor de la amistad, criticando a la vez, un mundo despersonalizado y egoísta, cargado de egos, envidias y venganzas, derribando clichés y mostrando con crudeza el derrumbamiento de las expectativas que, desde muy jóvenes, se depositan en cada uno de nosotros.

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