CINCO DE ENERO

Al igual que pasa con las personas, también hay familias, sagas más bien, que pasan por la vida marcando el paso y dejando huella, es decir, siendo protagonistas constantes de todo lo que acontece a su alrededor. Las más de las veces ese protagonismo es buscado, familias que siempre han sido relevantes y que están convencidas que la historia sin ellos sería algo diferente.

Pero hay otras que lo son a su pesar, de forma involuntaria. Y no, no es que se arrepientan de ello, o quizá en ocasiones sí. Pero no lo pueden evitar. Siempre están en el punto de mira, en el sitio álgido, en el lugar y el momento donde se está escribiendo un nuevo renglón de la historia.

Me enteré de esta historia hace unos días, de forma casual, como suelen suceder estas cosas. Yo estaba haciendo de Rey Mago, en concreto de Melchor, en una residencia de ancianos. Había llegado demasiado pronto por lo que, una vez ya vestido con los atavíos reales, y con un café en la mano me aparté hacia un rincón mientras los organizadores del sarao se encargaban de la caracterización de mis colegas reales.

Estando allí sentado, un poco alejado del bullicio, pensando en el pequeño discurso que, en mi calidad de dignatario real les iba a dirigir a los residentes, se me acercó una señora, una anciana que, por su apariencia había superado con creces la esperanza de vida. Andaba con dificultad, ayudándose con un carrito andador, aunque lo que me pareció milagroso es que pudiera andar dada la fragilidad que se adivinaba en su figura. Me sonrió, me hizo un esbozo de reverencia, o eso me pareció que intentaba, y me preguntó si podía sentarse junto a “su majestad”. Accedí, como es lógico, pero la reprendí por estar en un lugar en el que no debería estar, ya que “se supone que nadie debe ver a los Magos antes de que éstos hagan su aparición oficial”.

  • – No te preocupes Majestad – me contestó – en mi familia estamos acostumbrados a codearnos con muy altas personalidades.
  • – Ah, vaya, que interesante. A ver, póngame un ejemplo de alguno de esos personajes – incité divertido.
  • – Pues uno que me viene ahora mismo a la cabeza es Lorca – me contesta la anciana con la mirada perdida en el techo, como rebuscando en sus recuerdos.
  • – ¿Lorca el poeta?, ¿Federico García Lorca? – pregunto incrédulo
  • – Pues claro, joven, no creerás que te voy a hablar de José Alfonso Lorca, el cantante de Carabanchel ¿no?
  • Me sorprendió lo puesta que estaba la mujer y su rapidez de reflejos. Hice un cálculo mental. A la muerte de Lorca esta mujer podría ser una adolescente, no creo que llegase a los veinte años. No lo encontré descabellado.
  • – ¿Y dónde le conoció?, ¿en alguna representación de la gira que hizo con La Barraca?
  • – No. No he dicho que le haya conocido yo. Te dije que en mi familia estamos acostumbrados a codearnos. Yo también he conocido gente interesante, pero no a Lorca. Fue un primo mío quien le conoció, por desgracia.
  • La mujer hablaba con total lucidez, pese a sus muchos años. Me pareció que sus ojos brillaban de forma especial al evocar el recuerdo; en aquel momento quise pensar que era una lágrima, pero quizá solo reflejasen la luz del fluorescente que le daba en la cara. Me dio la sensación que tenía ganas de hablar del tema, aunque también es posible que hablase más para ella misma que para mí. De todas formas continué el interrogatorio.
  • – ¿Por qué dice por desgracia, mujer? Se dice que Lorca era una persona encantadora, de carácter alegre. Conocerle y compartir su compañía no creo que fuera una desgracia.
  • – Perdóname, no debí poner el ejemplo de Lorca. No es algo de lo que en mi familia estemos orgullosos ¿sabes? – ahora sí que me pareció que le rebasaba una lágrima por el ojo derecho.
  • – Vaya. Lamento haberla molestado.
  • – No, no te preocupes, no es nada, ya se me pasa. Es que… en fin, mi primo no conoció a Lorca en buen momento. Compartió con él sus últimas trece horas de vida. Era uno de los escuadras negras falangistas que participaron en su detención en casa de Los Rosales, el traslado al juzgado y más tarde al Barranco de Víznar para fusilarle.
  • – Bueno, según las últimas noticias publicadas parece que se está poniendo bastante en duda que haya sido fusilado en Víznar – alegué yo para aliviar un poco la tensión que le notaba a la mujer, sin percatarme de la estupidez que acababa de soltar ante el relato de una “testigo casi directa”.
  • – Dudo mucho que mi primo mintiera sobre algo de lo que no se vanagloriaba ni mucho menos. – contestó algo ofendida – Pero al menos él no fue quien apretó el gatillo, o eso fue lo que nos contó. A los otros que fusilaron cuando Lorca, sí; formó parte del pelotón de fusilamiento, la guerra, ya sabes. Pero a Lorca quería matarlo Juan Luis Trescastro en persona, y lo hizo. Creo que después presumía por toda Granada de haberle metido dos tiros por el culo.
  • – Pues vaya momento eligió su primo para conocer a Lorca.
  • – Ya te he dicho antes, Majestad, que en mi familia esas cosas son bastante habituales. Ya de antiguo solemos estar siempre en el momento oportuno en el sitio justo, aunque eso sí, de segundones, o de testigos, nunca de protagonistas.
  • – Me encantaría seguir charlando con usted, pero mis obligaciones reales me reclaman – le dije señalando al coordinador de la “cabalgata real” que se acercaba haciéndome señas – no obstante, si le parece bien y no tiene otra cosa mejor que hacer, esta tarde, después de comer, vengo y continuamos con la conversación, que creo que tiene mucho que contarme.
  • – No. Después de comer no vengas que estaré durmiendo la siesta.
  • Mejor a eso de las cinco, si no tienes ninguna otra cabalgata que hacer; la tarde del cinco de enero es muy complicada para los Reyes Magos. – Me cautivó su pícara sonrisa.
  • – De acuerdo, a las cinco. Por cierto, ¿cómo se llama usted?
  • – Luzdivina, ¿y tú? ¡Ah, que tonta!, Melchor ¿no?
  • Acto seguido me centré en mi papel como un auténtico profesional, atendiendo a unos y a otros; abrazos por aquí, besos por allá, apretones de manos, discursos, en fin, toda la parafernalia que concurre en el cargo y que hizo que no volviera a recordar a Luzdivina en el resto de la mañana. Como no estaba previsto en el protocolo que la residencia alimentase a los Magos, busqué la cafetería, que la había visto anunciada por algún pasillo, para tomarme al menos un pincho y una cerveza, estaba desfallecido después del esfuerzo. Resultó que la cafetería tan solo era el sitio y media docena de mesas y sillas; nada de barra, nada de pinchos y menos de cerveza. tan sólo unas máquinas de vending que suministraban galletas, frutos secos y agua mineral. En vista del éxito decidí que me iba a mi casa a comer y fue entonces, pelando la mandarina del postre, cuando el recuerdo de la anciana me golpeó de nuevo. Miré el reloj, ni siquiera eran las tres y media aún. Tenía tiempo de sobra, incluso para dar una cabezadita en el sofá.
  • A las cinco en punto estaba en la residencia, sin embargo no conseguí entrar hasta veinte minutos después. El aparcamiento de la residencia es un caos. No es necesario entrar en detalles. Pregunté en recepción por Luzdivina, me dijeron que estaba en la sala de la planta baja.
  • – Llegas tarde, Majestad. Por cierto, de uniforme estabas mucho más interesante. Así, de civil, pierdes un poco.
  • – Vaya, se ve que tiene ganas de guasa ¿verdad?
  • – No, en absoluto. Es que en mi familia el amor por los uniformes nos viene de antiguo. Más bien podríamos decir que es una relación de amor odio. – Esto último lo dijo dirigiendo la mirada a la pared de enfrente, como si estuviera hablando con un tercer interlocutor invisible, pero que durante toda la charla tuve la sensación que estaba presente.
  • – A ver, a ver, explíquese por favor, que después de lo que me contó esta mañana sobre su primo me tiene usted muy intrigado.
  • – Bien, pero procura no interrumpirme porque si pierdo el hilo me cuesta mucho trabajo enhebrar nuevamente. No creas que es fácil. – Sonreí en señal de asentimiento, y empezó – El familiar del que tengo el recuerdo más antiguo es mi bisabuelo Remigio. Era de Palencia, su padre era pastor de ovejas y él fue el quinto de ocho hijos. Nació en una época muy convulsa, en 1815, un año después del regreso de Fernando VII y todo lo que trajo con él, ya sabes, la abolición de la constitución, la supresión de las cortes, de las diputaciones, de los ayuntamientos, el restablecimiento de la inquisición. En fin, lo que suele pasar en nuestro país, que de vez en cuando aparece un cafre, un iluminado que en cinco años nos hace atrasar un siglo. Cuando se produce el pronunciamiento de Riego, Remigio tiene cinco años y no sé qué fue lo qué vio, o lo qué oyó, pero el caso es que desde entonces empezó a soñar con ser militar. Cuando tenía dieciocho años, en 1833, murió el rey dejando el país a las puertas de una guerra civil a causa de la sucesión al trono. Vivía demasiado cerca del territorio carlista, conocía de sobra a los pequeños aristócratas navarros y vascos, todos unos meapilas ultra católicos, propietarios venidos a menos, pequeños burgueses que veían peligrar sus territorios, sus privilegios y sobre todo sus fueros. Se fue de casa y consiguió unirse a las tropas del General Evaristo San Miguel, en el Bajo Aragón. No tengo muchos datos de lo qué hizo y en qué batallas combatió en esta primera Guerra Carlista pero la tradición familiar, ya sabes, las típicas batallitas del abuelo y esas cosas, cuentan que peleó en Morella, en Berga y en no sé cuantos sitios más. El caso es que cuando en Agosto de 1839 se firma el Acuerdo de Vergara que ponía fin a casi siete años de conflicto, el bueno de Remigio llevaba galones de brigada de caballería y se había convertido en el asistente del General Espartero; nada menos que el General Espartero ¿te das cuenta? Era el co-regente, junto con la madre de la reina niña, y al año siguiente se convertiría en regente único después de las desavenencias surgidas con María Cristina en el verano catalán de 1840. No sé cómo demonios lo consiguió, pero para el hijo de un pastor de ovejas analfabeto, del norte de Palencia, era toda una carrera. Y solo tenía veinticinco años.
  • – ¡Vaya! Debía ser muy bueno su bisabuelo.
  • – No lo sé. O era muy bueno o un trepa de cuidado. Vete tú a saber. Pero era consecuente con sus ideas, no se podía negar.
  • – ¿Consecuente con las ideas?, ¿un militar? Explíquese por favor.
  • – Bueno, quiero decir que tenía muy claro el tema de la lealtad con todas sus consecuencias. Mientras que Espartero estuvo de regente, hasta 1843, mi pariente continuó a su lado. Pero cuando, después del desastre de su regencia, el general tuvo que partir al exilio londinense, Remigio pudo escoger la opción de volver a su destino en el Cuartel San Gil; sin embargo eligió exiliarse con Espartero. En Londres conoció a la que sería su mujer, una irlandesa llamada Constance Lloyd que formaba parte del servicio de la embajada española que el General frecuentaba con asiduidad a pesar de su condición de exiliado. Comenzó a hacerlo recién llegado a la capital inglesa porque el embajador en aquel entonces era un amigo íntimo que él mismo había nombrado, Vicente Sancho del Castillo. Como es lógico, Sancho fue destituido al poco tiempo y durante ese año de 1844 llegó a haber hasta cuatro embajadores diferentes. El último fue Ignacio Jaime de Sotomayor y Zatrillas, Duque de Sotomayor y compañero de armas de Espartero. Esta cercanía propició el noviazgo de Remigio con Constance. Cuando finalizó el exilio, en 1849, mi bisabuelo volvió con su flamante esposa y se instalaron, siguiendo a su jefe, en Logroño. Brigada y general llevaban ya muchos años juntos, no podían pasar el uno sin el otro, pero no era más que una relación profesional; en ningún caso podrían considerarse amigos, ni ninguno de ellos admitiría jamás esa posibilidad. No obstante el General le propuso a Remigio un ascenso en varias ocasiones, ofrecimiento que éste rechazó ya que debido a la normativa castrense vigente en aquel entonces, un asistente no podía ser un oficial, y el de brigada era el empleo más alto entre los suboficiales. De aceptar el ascenso tendría que dejar al General. “Para el hijo de un pastor de Palencia – le decía – llegar a brigada es mucho más de lo que puedo desear”. Espartero le respondía que él era hijo de un carretero de Ciudad Real y había llegado a ser Conde, Duque, Grande de España y Regente. Desconocía entonces que con el tiempo tendría incluso la posibilidad de ser nombrado rey como sucesor de una derrocada Isabel II, pero desestimaría la oferta del General Prim.
  • – ¿Y Remigio y Constance vivieron siempre en Logroño con Espartero?
  • – Con Espartero, sí, siempre, hasta que murió en el 79. Pero no siempre en Logroño. Espartero no estaba acabado, ni mucho menos, cuando volvió del exilio. En 1854 hubo otra revolución de los liberales que le pusieron a la cabeza y le dieron de nuevo la presidencia de gobierno. Duró solo un par de años, hasta que fue derrocado a su vez por O´Donnell. Eran años convulsos y los espadones no se estaban quietos en los cuarteles. Cuando subió al trono Amadeo de Saboya, que fue la segunda opción de Prim tras la negativa de Espartero, decidió endulzarle el retiro y de paso evitarse problemas con el siempre belicoso General concediéndole el título vitalicio de Príncipe de Vergara. Es curioso, todos los generales y políticos de esa época tienen una calle en Madrid con su nombre excepto Espartero. A su calle la han llamado Príncipe de Vergara. Pero querías que te hablase de mi familia ¿no?, así que prosigamos. Por cierto ¿a qué obedece ese interés por mi árbol genealógico, joven? – Reconozco que me hizo gracia el apelativo. A mis setenta y tres años ya hace mucho que nadie se dirige a mí llamándome joven.
  • – Bueno, digamos que es algo mutuo ¿no le parece? A usted creo que le apetecía mucho contarle a alguien sus recuerdos y a mí me gustan sobremanera las historias que me pueda contar. Estoy escribiendo una novela y estoy falto de personajes.
  • – Pues quizá deberías leer a Pirandello entonces.
  • – Me da en la nariz que será igual de gratificante y mucho más provechosa la charla con usted. Por cierto, ¿se cuenta en su familia alguna anécdota sobre Espartero que se haya transmitido de generación en generación?
  • – No, no recuerdo que se contase nada especial excepto lo del tema de su monumento en Logroño. Parece ser que primero se erigió el pedestal, que el propio Espartero acudió en vida a la implantación de la primera piedra, y una vez terminado estuvo vacío durante veinte años a la espera de que se hiciera la estatua. Tuvo que ser la madre de Alfonso XIII en su periodo de regencia quien, a través de un real decreto, ordenase la ejecución de la estatua con cargo a los fondos del estado para ocupar el pedestal vacante. Una vez inaugurado y a la vista de su tamaño, la gente comentaba que no era extraña la tardanza, que no debía haber bronce suficiente para hacer los testículos del caballo.

SINOPSIS

Luzdivina es una anciana ingresada en una residencia geriátrica, aquejada de una grave enfermedad en fase terminal, que desea legar su historia y la de su familia, antes de que sea demasiado tarde, a alguien que la escuche.

El interlocutor elegido, posiblemente al azar, o no, es un voluntario que interpreta el papel del Rey Melchor en la visita de SS. MM. a la residencia, el día antes de Reyes.

Cómo si fuera un extraño flechazo, se establece gran afinidad entre ambos personajes que se deja traslucir en los días siguientes, días en los que avanza el fascinante relato familiar de Luzdivina. Mientras tanto, en la vida del interlocutor comienzan a suceder cosas bastante extrañas que él achaca a un misterioso y oscuro pasado del que hace décadas se esconde.

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