Nombro lo que está del otro lado de la vida para traerlo acá, para que no sea negrura agusanada que se instala entre los nichos. Querés saber donde estoy, nena. No te preocupes que yo no duermo en ningún nicho, en ningún cubículo asfaltado de pausa costeado por los nietos que no tuve. No pude permitirme ser enterrada, por eso de la soltería viste, de no haber tenido la prole necesaria para abonar las facturas del cementerio. Estoy en un subterfugio del tiempo, en un pliegue errado que no debía ser pliegue, entre la tierra y la historia, entre tu vida y mi añorado refugio en los cuarenta. Surco la hierba solariega de los viñedos de mi hermana, vuelvo a las purpúreas puntas de los racimos en mis palmas. Estoy en la oscuridad de tu casa, en un punto impreciso entre la madera hinchada de las puertas del living, la estabilidad de las persianas bajas y la biblioteca que te asecha. Ahí, floto cerca del lomo blanco y grueso de Crimen y Castigo, casi traspaso la lámina blanca y negra de A bout de souffle que se despega, de a poco, de tanto que voy y vengo y no. Estoy, en este punto inclinado, donde el espacio se hunde en el pasado y me multiplica, me estira como anillada, como un fuelle reverbero y soy acá: voz de muerta.
Soy donde fallan las cosas.
Por eso me escuchan en la tierra de los hombres, porque el tono de mi voz es gris como el de una mujer muerta. Pero también sigo allá después de las guerras, acaricio los reflejos de solera en el pelo de Marina cuando se cansa de correr en círculos por el parque, sorbo de las tazas de té que mi hermana importa y charlamos con nuestras manos abiertas sobre los mantelitos de puntillas -sí, nena, ella borda cada uno y todos esos manteles-; veo las piernas de Marina que se alejan y se estiran en cada primavera, cómo domestica sus rulos con la toca. Yo, allá, envuelta en la fervorosa bohemia de París cuando todavía era París, con la pollera tan abajo y mis tacos dorados sobre los tablones de los escenarios.
Vuelta un campo hecha de tripas no, hecha de trapo, soy esqueleto de tierra y ya ni eso, tierra, pura tierra. Ves las fotos de las mujeres en los muros de las estaciones de trenes, ves en las revistas los retratos de bellas jóvenes de pieles lozanas, tan lozanas como la sofisticada y frágil porcelana que yo atesoré durante treinta y ocho años, hasta que los terremotos de la cordillera se terminaron de llevar todo lo frágil. Ves en esa caja, en esa cosa plana y sin olor que tocás todo el tiempo, en esas pantallitas alargadas que yo no alcanzo, ves las ilustraciones de esas artistas. Ves la belleza de la mujer es un cuerpo fragmentado, es una cosa tan etérea como la insensatez hecha de vectores digitales y puntos de colores en tus pantallas digitales. En tus manos digitales. Ves a las mujeres sin caras recostadas sobre la hierba, blancas y cadavéricas… la belleza es una mujer muerta, mirá bien, lo tenés tan adentro que ya no querés ni moverte. Y te quedás como pausada. Vivís pausada, nena, pero la muerte no es bella, querida criatura viva, la muerte soy yo y ni siquiera huele a mi voz, la muerte huele a carne podrida.
Es una franja roja de carne echada al tiempo, sangre cuajada, un puñado de insectos cernidos sobre algo que fue y ya solo es peso, un cacho de cuerpo tendido sobre tu mesa. Sé que me escuchás mientras te llevas el metal frío de los cubiertos ungidos de sangre cocida, te los metés en la boca y masticás y saboreás como si fueras a acabar. Nadie te escucha soltar gemidos al aire, a mí, a nadie, al cuarto mecido de hormonas sin objeto. Tu clítoris va más hinchado que la madera de las vigas preñadas de humedad, humedad en esta ciudad que te entra por los poros. Sos toda inacabada. Pinchás el último bocado de ternera, el sonido del cubierto sobre la cerámica solapa tu gemido. Hay un eco tenue, una estridencia que viene de tus vísceras y se mezcla a un semi lejano traqueteo de trenes, a la voz de una señora que reta a un niño, al ladrido agudo de un perro, al ruido de la persiana del vecino de enfrente, la persiana del vecino de enfrente.
La callecitas de este barrio son estrechas, no son amplias como las de mi barrio de antaño, como las de tu Buenos Aires travestido. Esta distancia que los separa, a vos que seguís masticando una pieza de vaca y modulás tu gemido, y al hombre casi gordo que acecha desde la esquina de su ventana, es la distancia mínima indispensable para que todo se te expanda. El hombre casi gordo suelta la cinta de la persiana, ahora, y te observa. Atención. Te observa. Su altura es lo único que se adapta a tu gusto. El resto -una melena oscura y lacia como la de un chino, la musculosa que deja entrever la abundancia de pelo en sus axilas, la despareja barba de seis o siete días, la mirada extraviada y como inundada- roza la repugnancia, la decadencia prematura. Tendrá pocos años más que vos, y es como una de esas películas sin grano que tanto te gustan, como si una música lenta o apaisada cayera sobre el cristal de la ventana del hombre, al ritmo en que unas hojas amarillentas revolotean o surcan la lascivia de su cara, la lascivia con la que alcanza a mirarte las piernas que ahora mecés, separás, debajo de la mesa. Tu mesa del comedor frente a la ventana que da a la ventana del hombre. Y aunque la tenue luz del otoño apenas llega a iluminarte el plato de carne arrasada, llega. Y es suficiente.
De pronto unas gotas de lluvia caen imparciales sobre su cara de vidrio. La luz amaina en la calle y la sombra se esparce en tu casa, ya no tenés rayos de sol tibios clavados entre las piernas que seguís abriendo. Tus pies descalzos sobre la alfombra -como si no existiera el frio, como si no existiera nunca-nada- arqueás más el arco de tu pies, ahora: son semicírculos cortados por la tierra, ahora que los ojos del hombre encuentran tus los tuyos. Todo esto, tu placer o tu dolor, es una suerte de martirio vano, seamos sinceras. Escuchás mi voz que llega como entreverada a las vigas de la casa. Los arcos de tus pies tocan el suelo, plena y entera tocás el suelo, tus plantas se frotan contra la tierra mientras la mirada del tipo te presiona el pecho así, en la más pura distancia, como después de un juego, como una invisible cuerda tensada que ahora cedés, tu pecho, o más bien, el tronco de tu cuerpo cae atrás, la espalda contra el respaldo de la silla y diría, yo diría, que si pudieran humedecerse los poros o el aire con la sola distancia, el respaldo de esa silla estaría más aguado que vos. Pero, y sobre todas las cosas, la mirada del hombre te agranda, o se te vuelve espasmo adentro, espasmo fijo que te amansa o te ablanda, espasmo que te lleva, como de un tirón, de vuelta al mundo.
Apartás con el antebrazo las fotos desparramadas sobre la mesa y las tirás de un golpe al suelo. A mí, a mí que tenía nombre, me gusta ser arbolada, me ramifico por los poros de la historia, me tuerzo y me filtro en los fallos. Porque hay fallos que se dan en silencio. Y son como grietas, en este mismo presente en que el que te alzás, y en una inclinación felina apoyás tu culo sobre la punta de la mesa. Ya no arqueás las plantas de tus pies, ahora es tu espalda una curva, un semi círculo imperfecto, vos sin cesura fundida al cuarto. Él te mira la cara y las piernas, acristalado y turbio, todavía no ha comenzado a palparse el pantalón de jean gastado y vos te estirás, como si tu altura pudiera alterarse solo queriendo. No has podido ser óleo en el reino de los óleos, pero el marco de la ventana te enmarca, sos una diva sacando afuera el pecho y reclinándote sobre la mesa, tu brazo tendido junto al plato de carne lamida. Yo sé de esas series que vos mirás, chicas anglosajonas que juegan a romper cosas, historias protagonizadas por transexuales en esa gran pantalla opaca del centro del living, tan finita como la cosita que palpás con las manos todo el día. Sé del vocabulario que usan tus amigas, escuché cuando vino Lucía a contarte detalles sobre su desaforada vida sexual de fin de semana. Vi la dimensión o el peso de la pastilla de éxtasis que te dejó en el escritorio. Así, como quien entrega una ofrenda, un pastillero dorado con relieves de figuras diminutas, como los que se fabricaban en mis mocedades, dispuesto como reliquia en la blancura del mueble. Durante una semana, antes de verte prender la computadora, te vi observar de lado el pastillero, te vi abrirlo dos o tres veces, tomar la pastilla entre el pulgar y el Índice, volver a guardarla. Tirar al fin la reliquia a la basura. Te vi abrir los cajones de ese escritorio, repletos de facturas viejas, de filtros de cigarrillos, de plásticos inservibles, te vi limpiarlos, tirar esos mismos plásticos y filtros a la basura. Te vi tirar una caja de preservativos vencida. Quién vence, quién cede. Vos acostada con un brazo junto al plato lamido y el otro bajando, de la costilla a la pierna, de la pierna al centro, no se nombra, vulva no se nombra, la palma de tu mano sobre la tela, repite conmigo: sobre el c-l-í-t-o-r-i-s, en ese ritual esquivo donde no lo presionás con tus dedos directamente, sino que bordeás el centro del placer vestido, lo acariciás con tu palma. Luego esto es la soledad, una soledad tenue, porque estoy yo balbuceándote la vida y el hombre al otro lado de la calle mirándote, en el rincón de su ventana, como quien juega a que no hace lo que hace. Y nadie te toca, nadie se atreve. Él se baja el cierre y descorre el pantalón, deja la apertura mínima para que entre su mano, para envólversela, pero vos no lo ves, tu cara mira al techo y solo tus piernas quedan frente al vidrio. Y el lomo de tu mano diestra meciéndote. La lluvia que había comenzado a caer minutos atrás ahora resuena con fuerza sobre el asfalto. Escuchás los sonidos de la tormenta, te reclinás y ves el filtro acuoso entre las casas: el agua ha empañado al hombre.
Ésta, tu soledad poblada de imágenes y de verbos, mojada como las paredes de este edificio por fuera, como los lomos de los autos estacionados en la esquina, la fina hilera de motos junto a los contenedores donde se clasifica la mierda… perdoname, nena, que ya no te trate de nena, y te hable así, tan poco decorosa y soberbia pero justa, porque todo se lava, esta noche la noche lava el plástico de los contenedores, pero también la orina de los inmundos perros del vecindario, el pelaje del pobre gato que anda maullando entre relámpagos y truena, solo una vez truena el trueno, y vos, sentada, quieta, con los brazos a los costados del cuerpo, mirás la lluvia. La belleza del agua, de lo que se estampa en el fin. Buscás la mirada del hombre detrás de la lluvia. Y no hay nada.
Ante el infinito silencio de Dios, yo te susurro, querida, aunque no me escuchés. Colmo el espacio. El deseo sin pausa que tapiza las muebles. Yo te enuncio con mi voz de muerta. Y la lluvia se extiende, es toda una sola manta de agua sobre el techo y los ventanales. La humedad se instala de este lado de las cosas. Afuera solo hay un borrón de vecinos y nubes y el rojo esfumado de un semáforo. Te levantás y pasás la mano abierta sobre el cristal. El hombre del otro lado repite tu gesto en su ventana. Ahora dos franjas de claridad coinciden. Sus ojos apuntan a tus piernas. Volvés a sentarte en la punta de la mesa, con la espalda curvada como antes, levantás tu pollera, descorrés la única tela que te sigue cubriendo. Te llevás a la boca las yemas de tus dedos todavía húmedas. Tu lengua degusta la frialdad de tu mano. El calor, como si saliera del centro de tus órganos, pronto se irradia y te bordea. Y te abarca. Se te aceleran los latidos al advertir que el hombre apenas pestañeará cuando comiences a chuparte la mano, toda entera, como una gata de lodazales de barrios de ciudades de mierda y calor y tormentas la mano casi entera en la boca como un puño cerrado, entero lamido, hasta que ya no te cabe más piel entre los labios, bajás el brazo y la mano sobre tu abdomen y luego hacia la pierna y luego varios de esos dedos adentro, sus ojos fijos en tu boca abierta y tu frotarte repetitivo, hasta que notás el brazo del hombre agilizando los últimos movimientos, el último movimiento y su expresión desencajada, la mancha blanca expulsada contra el cristal. Tus últimos movimientos y tu expresión desencajada mirando las gotas de lluvia mezcladas al bello, imperfecto y grotesco círculo de semen echado al mundo.
Sinopsis: Lucía, una fotógrafa de treinta años, es una mujer de su tiempo. Inmersa en una vida profundamente marcada por las relaciones efímeras, la inestabilidad, y, ante todo, por la virtualidad, se ha distanciado de aquello que nos conecta a la tierra, al mundo de los vivos: el tacto. La anti-presencia de la figura fantasmagórica de una tanguera muerta hace ya décadas, la ayudará a poner en balance sus relaciones sexo afectivas y físicas con los otros.
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