Capítulo I

Aquella tarde los cerdos comían al borde de la carretera como cualquier otro día, excepto porque Martina pasaba por el lugar. El humo de la basura quemándose cerca de otro montón de desperdicios chamuscados por la quema de la semana anterior, impedían que la niña pudiera acercarse para poder observar con mayor detenimiento el banquete, que aquella familia de puercos disfrutaba sin distraerse. Entonces Martina decidió, asolear con el último sol de la tarde su vientre hinchado por los parásitos y refrescar con un charco de aguas estancadas “el calorón” que esto le significaba.

El extraño ruido que hacían los puercos no dejaban de llamarle la atención y pensaba que aquello que comían, debía estar “muy rico”, ya que lo devoraban con un gran placer, más del que ella sentía cuando comía el plato de frijoles que su madre le servía todas las mañanas. Las casas del lugar estaban hechas de adobe y sus techos eran de caña amarga, no tenían cuartos sino un único espacio donde se dormía y cocinaba. El retrete estaba fuera de la casa junto a un tiradero de cachivaches que servía de cobijo a una gallina y sus polluelos, quienes debían protegerse del gato hambriento que los vigilaba sin atacar, esperando el mejor momento para hacerlo. Por lo general la carretera estaba muy transitada y los coches pasaban a toda velocidad golpeando su transmisión con los topes que señalaban el paso por el poblado y que se suponía debía obligar a disminuir sus aceleradas velocidades, pero que por el contrario provocaban la ira de los conductores logrando que estos aceleraran hasta el fondo sus potentes máquinas para dejar atrás la hediondez que dejaba la peste de la basura y las aguas negras sin cauce, en aquel pueblo llamado Soler. Martina había nacido un día del mes de julio entre un gran tumulto de gente que se reunía para celebrar las fiestas de la Virgen del Carmen y su llanto de recién nacida se confundió con los fuegos artificiales que se habían disparado sin control, debido a una colilla de cigarro que un borracho había dejado caer al borde de las mechas.

Martina nacía siendo la séptima de sus hermanos, sin despertar la atención de nadie excepto por una enorme mata de pelo que crecía en su cabeza a más de cinco centímetros por segundo, rareza que pronto se aceptó y olvidó más rápido que lo que duraba la fiesta. Su hermano Romualdo Sexto llamado así por ser el número seis en la lista de lo nacidos en su familia, jugaba con Martina transportándola en un increíble camión de juguete que algún turista del norte le había comprado, después de reírse de su “graciosa”, forma de limpiar junto a su madre los baños de un hotel a la orilla de la playa, donde ella trabajaba con la ilusión de que alguno de los que allí se hospedaran se la llevara para la capital, pero esto nunca ocurrió.

El camión de Rumualdo Sexto provocaba las risas de Martina quien se llenaba de polvo hasta las orejas, al ser arrastrada por su hermano en su increíble camión de plástico al que jalaba con una mecate que le hacía dar piruetas y tropezones con los baches que se interponían en aquella carrera divertida. Extasiado por el cansancio Romualdo Sexto quedaba tendido en la tierra rascándose las decenas de piquetes de mosco que tenía por todo el cuerpo, mientras trataba de ajustarse a la cintura del pantaloncillo, la cuerda que le ayudaba a jalar el camión. Martina después de los años siempre recordaría a su hermano tratando de evitar quedarse en calzones, utilizando su increíble imaginación para amarrarse el mecate y lograr que esta le sirviera de polea y cinturón.

Una mañana después de siete años Martina se medía un hermoso vestido floreado que la Señora del hotel donde trabajaba su madre, le había regalado después de encontrarlo en un reguero de chivas que tenía en un armario sigilosamente cerrado con llave y donde cada vez que lo abría, salían de él los escarpines de sus hijos, de los nietos y de alguno que otro sobrino. Recuerdos de bautizos, bodas, tarjetitas de invitación para la celebración de los quince años de una niña que no recordaba muy bien pero que seguramente había apadrinado y que según decía “eran puros cuentos” nada más para que tuviera que regalarle el vestido, los zapatos, la música o el vino para brindar en la fiesta. El caso era que de allí salía toda clase de peroles, algunos inservibles y otros que por tradición o por superstición era mejor guardarlos, “porque si alguien los había olvidado tirar, era porque no debían salir de allí”. Una vez hasta llegó a encontrarse una cortina hecha con el vestido de novia de la nuera a la que una vez quiso y que prefería ignorar en esos instantes de la vida donde a veces una amante puede ser mejor mujer para tu hijo que la misma esposa, refunfuñaba mientras seguía sacando y sacando cuanto cosa seguía encontrando. Pero Martina no preguntó de quien era el vestido ni le interesaba, ella lo lució con su cabellera larga y abundante que le llegaba hasta la cintura y la recogía con una trenza que adornaba con unas “florecitas de plástico” que según decían venían de china, pero que ella las encontraba muy hermosas y coloridas. Su piel apiñonada la hacía lucir los colores claros de su vestido y los guaraches que siempre usaba la ayudaban a ocultar su pisada torcida con un pié más metido que el otro, pero del que sabía salir sin problema por la experiencia y el conocimiento de los senderos.

El progreso había tocado los linderos de Soler y sus grandes y monumentales edificaciones creaban una sombra que impedía que el sol calentara la comida de los puercos como todas las mañanas años atrás. Ni cuenta se habían dado de que el pueblo estaba desapareciendo a no ser por Martina quien le hacía notar a su madre que la enorme pared que construyeron frente a la ventana de la casa no la dejaba cuidar a las gallinas. La madre de Martina le repetía una y otra vez que aquella pared no se podía quitar y que vigilara a las gallinas desde otro lugar, pero Martina a regañadientes sólo pensaba en alguna forma de deshacerse de aquella pared, por lo que aprovechaba el momento para tirarle una piedra al gato y otra a las ventanas que se abrían en una hermosa vista al mar, desde aquella pared de mármol que las sostenía.

El enorme edificio que se había construido al lado de la casa de Martina se llamaba el Soler Palace. Sus glamorosas fuentes a la entrada, el paisajismo creado con más de mil cocoteros transplantados hasta allí desde los viveros del tío de Martina, creaban un ambiente majestuoso iluminado con reflectores de luces verdes y rojas que abrían los portones de hierro forjado y cegaban la vista de los visitantes hacia los alrededores de sus jardines. Para llegar al Soler Palace no era necesario pasar por Pueblo Soler y en realidad si los visitantes lo hicieran jamás se percatarían de él, porque carecía de cualquier estímulo capaz de llamar su atención por encima del hermetismo del aire acondicionado y la música de los vehículos. Así que los habitantes de Soler permanecían ignorados por los nuevos vientos de ciudad que apenas tocando sus linderos se regresaban, llevándose consigo tan sólo el olor de sus cloacas a cielo abierto. Pero esto no parecía incomodar a los nuevos vecinos ya que ellos estaban para aquel entonces, muy ocupados con los ajetreos propios de los muebles y la instalación de las líneas telefónicas que el constructor había olvidado mencionar, no serían posibles colocar por la falta de cometida en el conjunto residencial. Un pequeño detalle que pronto podría resolver la administración del gobernador Sicario Fuentes Mendiola, primo tercero del abogado Damasco Herrera Quintero, vecino del Penth House del Soler Palace.

Lourdes Mejías la madre de Martina lavaba las sábanas de las habitaciones del pequeño hotel al que todos conocían como el Hotel Soler, ya que nadie recordaba su verdadero nombre y a la dueña poco le interesaba que lo hicieran mientras tuviera buena ocupación y la estufa pudiera hervir las langotas que traía cada mañana para la venta. Michael Allison un extranjero que solía visitar la playa, era uno de los asiduos clientes del hotel. Después de pasadas las horas y las cervezas que podía soportar su hígado, Michael no resistía los hombros desnudos de Lourdes que a pesar de sus siete partos y tres abortos mantenían un reflejo lozano en su piel. Se sentaba debajo de las palmas y observaba a aquella mujer danzando con sus senos entre las burbujas del jabón de tercera que solía dejar las sábanas tiesas, pero que él disfrutaba al pensar que eran las manos de Lourdes, las responsables del poco blanco que se podía sacar de ellas.

Al otro lado de las palmas cerca de la quebrada de agua que desembocaba en el mar, estaba Martina, quien a su vez estaba muy lejos de cargar con las protuberancias bien formadas de su madre y sus intereses a miles de años luz de los pensamientos de Don Michael quien la veía jugar y pensaba que si hubiera conocido antes a su madre, ella podría ser su hija, pero a la vez se oponía en sus fantasías, a que el tal Romualdo lo fuera y mucho menos los otros tres hijos de los que sabía, había enviado Lourdes a vivir con su madre a la sierra. Romualdo Sexto quien disfrutaba molestando “al extranjero” y ya estaba en edad de ayudar a mantener la casa, se paseaba por la playa con una bandeja en la que llevaba flanes de coco adornados con las moscas que no siempre se acordaba de espantar antes de vendérselos a los turistas. Ya sabía que don Michael contestaría “yo no comprar flanes de coco” como solía decirle en su mal español, pero esto no le impedía recitarle la cantaleta que solía ayudarle en sus ventas:

“Si usted me compra estos flanes ricos de coco no necesitará llamar a José, ni a la virgen María ni al niño Jesús, pa´ que se los regalen en el día de navidad, no se arrepentirá por el mismísimo Dios se lo juro, y si me lo compra yo le haré un rezo en las próxima fiestas de la Virgen del Carmen santa patrona de estas playas y protectora de los bañistas que se pueden ahogar”.

La velocidad con la que Romualdo Sexto repetía aquellas palabras que Michael sólo podía intuir más que comprender, significaban para él el ataque de un vendedor entrenado para no dejar escapar un solo cliente, pudo recordar la vez que un asesor de seguros no le dejó en paz hasta que no aceptó contratar una protección contra incendios, que sólo cubría aquellos ocasionados por el calor en la provincia de Saskatcheawan, donde a demás sabía que las temperaturas solían ser de 35° bajo cero. Así que no estaría dispuesto a comprar flanes de coco con promesas de salvación y que además habían sido saboreados por un montón de moscas asesinas que no lo dejarían comer.

La marea para aquellas épocas dejaba ver una playa extensa y adormecida por el calor, que se refrescaba con una brisa que de pronto agotaba los intentos de los mosquitos, por cenar en las jugosas venas hinchadas de Michael Allison al quedarse dormido viendo el atardecer, con la sola compañía de su pequeño perro Maltes quien también sufría de hipertensión por el exceso de colesterol.

Todos en Soler se habían acostumbrado a ver “al extranjero” adormecido y de pronto espantado, cuando la noche hacía que la marea tocara sus pies y este de un salto tomara a su perro y se fuera al hotel, llamando a gritos a Lourdes para que le lavara los pies y le quitara la arena pegajosa metida hasta por las razones que Dios entrega a los hombres para que estos sigan existiendo. Lourdes tomaba el agua y a cubetazos se la lanzaba, sin el menor intento por evitar desperdiciarla, mientras don Michael esperaba una y otra vez lo que se podía a ver resuelto con una sola de aquellas cubetas. Pero Michael atribuía estos arrebatos a una especie de brutalidad del lugar, aceptando aquel momento con la paciencia que como él decía “debía tener todo explorador”, y Lourdes mientras tanto, se divertía haciendo que el extranjero bailara evitando que el perro se mojara y así crear la escena teatral que ansiosos esperaban los curiosos escondidos tras los matorrales, para como cada tarde reír sin parar.

Pronto se acercaban los festejos del pueblo y el cumpleaños de Martina traía consigo la preocupación del crecimiento exagerado de su cabellera, el que sólo ocurría aquel día y durante todos los años desde que nació. La única persona que se interesaba en el onomástico era su amiga Roberta la peluquera quien aprovechaba la ocasión para cortar el pelo de Martina y así elaborar las extensiones que podría vender a muy buen precio a las clientas ansiosas de hacerse los últimos peinados de moda. No había jovencita que no quisiese escudriñar en las revistas de chismes y quisieran lucir aquellas cabelleras tasajeadas por la tijera inexperta de Roberta quien trataba de vivir lejos de los recuerdos de su gemelo Roberto, el que salía en su documento de identidad por un extraño error que sólo ella creía y que todos aceptaban en una especie de lástima colectiva. Para Martina las burlas sin chiste sobre Roberta, no eran capaces de desestimar la emoción que le ocasionaba el momento en el que la peluquera llegaba con su pequeña maleta con todos los instrumentos necesarios para celebrar su cumpleaños. La tijera de mango oxidado junto al peine de cerdas anchas que Roberta pasaba una y otra vez por los cabellos de Martina, haciéndola sentir una reina a pesar de los fuertes tirones que se debían ejercer para deshacer aquellos nudos infernales, que después de un año se fortificaban por el viento y el salitre.

-Niña no te quejes, mira que las reinas deben sufrir para verse bellas-. Le decía Roberta con la voz resquebrajada por los estrógenos.

Los castillos de fuegos artificiales se encontraban protegidos por un cuerpo de policías que habían sido asignados a las fiestas después del incidente ocurrido años atrás y que habían dejado ciegos a los músicos de la orquesta “Los Rumberos del Caribe”, pero que en consideración de lo ocurrido seguían tocando dándose a conocer como “Los Cieguitos del Caribe”. Desde temprano la algarabía se iniciaba y Michael Allison comenzó la celebración desayunando unas sendas jarras de cerveza con camarones al ajillo, una especialidad muy conocida por los rumbos de la costa, y Lourdes aprovechó la ocasión y el buen humor del cliente para pedirle alguna propina para el cumpleaños de su hija.

-Es bueno para mi que Lourdes venir a charlar conmigo-. Respondió Michael Allison con una sonrisa resplandeciente y la boca sin limpiar.

-Yo sentirme alagado de que mujer tan hermosa venir con Michael a ofrecer invitación de cumpleaños de Martina-. Agregó.

-No Don Michael disculpe usted, pa que le digo que lo invito si nosotros no tenemos ni pa celebra un velorio-. Intentó Lourdes explicar para deshacerse de lo que parecía una avalancha de nieve que sin el menor aviso la estaba asfixiando.

-Yo entender bien-. Terminó por concluir Michael Allison a la vez que sacaba unos cuantos billetes del bolsillo y reía sin parar mientras de un solo trago se acababa la cerveza.

Cuando Lourdes se marchó de la choza del restaurante acomodándose el sostén para asegurarse que nadie supiera de aquel dinero extra, Romualdo Sexto salió por detrás de las regaderas de los bañistas y la miró con un gesto que ella no entendió. Sus ojos habían cambiado y aquel niño que jugaba con el camión y vendía flanes de coco, había desaparecido sin que su madre se hubiese percatado. No sabía cuanto tiempo había pasado desde que ya no lo veía jugar frente al hotel ni dormía con ella en el retrete de la casa. Romualdo Sexto ya era un hombre y ella ni siquiera lo había notado hasta aquel instante. Un minuto de culpa materna no fueron suficientes para seguir indagando sobre la suerte de Romualdo Sexto y sólo le advirtió que no dejara suelta a las gallinas recordándole que la última vez por su culpa terminaron en el pocillo del loco de los viveros. Y así como rezongaba lo que nadie le había mandado, Lourdes se marchó a la casa distrayendo así la atención de su hijo.

Las cosas en Pueblo Soler fueron cambiando. Michael Allison le propuso a Lourdes que se casara con él y que a cambio compraría el restaurante y el terreno que estaba en venta junto al Hotel Soler y ella podría ser ama y señora de aquel lugar, sin tener que seguir lavando sábanas y limpiando baños. Lourdes no aceptó, pero a cambio prometió darle como esposa a Martina quien ya mostraba signos de ser una buena hembra, como tantos en el pueblo mencionaban al verla pasar con su larga y negra trenza.

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