Ya habrá tiempo para fiestas

Ya habrá tiempo para fiestas

Sinopsis:

Abuelo Mariano me fue contando, a lo largo de los pocos años compartidos, esa, su vida, de tanto sacrificios. A partir de compartir la pobreza familiar en trabajos del campesinado aldeano de subsistencia con la producción propia en una pequeña huerta y criando los animalitos indispensables.

La guerra de independencia de Cuba lo tuvo atrincherado en la lejana isla durante los largos años que duró la cruel contienda. Batalló no solamente con la guerrilla local, también y siendo lo más grave, con el enorme despliegue de los “marines” estadounidenses aliados, en esa lucha, por apetencias territoriales.

De nada valió, para abuelo y demás soldados tanto sacrificio y sufrimiento si al regreso a España, con la mácula de la derrota, los sumergió en la ingrata actitud de un pueblo que, no solamente los ignoró, también los culpó de tal deshonra.

España empobrecida no daba mayores alternativas.

Patagonia, al sur de américa en Argentina, proponía tierras y futuro. Abuelo Mariano partió.

En la aldea quedaron su mujer y los dos pequeños hijos. Una vez instalado y con las comodidades mínimas los llamará para las nuevas tierras.

Todo estaba por hacerse en esa lejana comarca arisca y primaria. Desmonte, emparejada, canal de riego, siembra y la espera hasta que el brote florezca en un fruto esperado.

Fueron dos largos años de soledades y sacrificios hasta que se pudieron juntar, nuevamente, abuelo Mariano, abuela María Josefa y los pequeños Anita y Eugenio.

El Alto Valle de Río Negro y Neuquén fue creciendo con prósperas cosechas. Se fue desarrollando una fruticultura sustentable. Se vivieron años intensos y los abuelos lo pudieron disfrutar.

Abuelo Mariano pudo por fin festejar la fiesta postergada.

Desgraciadamente la suma de sus años trajo consecuencias no esperadas.

Hoy el mundo alineado al sistema global va desaprovechando todos aquellos esfuerzos regionales de la fruticultura familiar.

Abuelo Mariano no vivió esas consecuencias. Su emblemática vida tuvo el final esperado.

Capítulo primero: “A la sombra del parral en la casa grande”

A un niño le quedan las imágenes, de los lugares que frecuentó, con una dimensión particular. Mi mirada, por entonces, sobredimensionaba la casa familiar. Es que esa casa era ampliada por la importante historia que me fue contando abuelo Mariano a la sombra del parral.

En esos años toda la casa estaba rodeada por un gran parral. Las vides seguían, no solo frente a la casa, también cubrían los espacios detrás de la bodega y parte de la importante huerta familiar que cuidaba abuelo con el fervor y los conocimientos acumulados a través de sus años de quintero.

La chacra tuvo una primera época, de plantaciones de legumbres y pasturas, luego llegó el tiempo de los viñedos y la bodega. Abuelo en España, al cultivo de la uva y a la elaboración del vino. Fue, además de agricultor, “tonelero”. Fabricaba sus propios barriles.

Ante mi pregunta:— “¿Qué es ser tonelero?”, abuelo, con su característica parsimonia, me fue explicando que el tonelero era el fabricante artesanal de unos recipientes de madera de forma abombada, en general más largos que anchos, ensamblados con aros metálicos y con extremos planos que recibían el nombre de toneles, barriles, barricas, cubas, tinas, y demás recipientes con características parecidas. Ya fuera por su particular experiencia como viñatero y tonelero es que todo el espacio productivo de la chacra, durante esos años de mi niñez, estaba destinado al cultivo de la vid.

Es por eso que toda “la casa grande” estaba rodeada por esos amplios parrales que se prolongaban a todo lo ancho de la parte trasera de la bodega. Allí se elaboraba el vino que abuelo llevaba en el sulky, cada semana, hasta la proveeduría de la empresa contratista del Dique que se estaba construyendo en Contralmirante Cordero, distante, aproximadamente, unos 20 kilómetros de la chacra. Allí dejaba sus barriles de vino y la producción de legumbres, hortalizas y frutas de su huerta. Esa fue la etapa comercial que le proporcionó la posibilidad de progresar económicamente y construir su casa de ladrillos.

La “casa grande” se fue modificando a través de todos esos años, pasando desde un humilde ranchito de ramas y fardos de pasto, durante el primer año, cuando el abuelo recién había llegado de España.

Fue durante la realización de los primeros trabajos, cuando dedicaba sus esfuerzos a la preparación del suelo para la siembra, luego del desmonte y la emparejada.

Pasado un tiempo, a la llegada de la abuela, María Josefa, mi madre Anita de cuatro años y tío Eugenio de seis, construyó una casita más confortable, ya de adobes y barro.

En este momento, de mi relato, es de ladrillos, tejas y otros materiales sólidos y duraderos.

A través de los años se fueron sumando otras modificaciones y comodidades de acuerdo a las necesidades yposibilidades económicas.

Para mí era “la casa grande de los abuelos” ampliada para que pudiéramos vivir, cómodamente, además de ellos, Mamá, Papá, mis hermanos y yo.

Toda la chacra estaba cubierta por viñedos, además de los espacios destinados para la huerta, los corrales, el gallinero y la alameda circundante. De esos años no recuerdo plantaciones de frutales, solamente el peral y el manzano que abuelo trajo en uno de sus regresos del viaje que realizaba todos los años a las termas de Copahue, para aliviar sus agudos dolores de espalda. Fue en una de aquellas inevitables paradas, para merendar y descansar de ese largo e incómodo trayecto a la monótona velocidad de su For “T”, que tomó ese retoño de peral y el otro del manzano, los extrajo del terreno con sumo cuidado envolviendo cada pan de tierra con las raíces ocultas y completas en una arpillera mojada. Fue por la zona de “China Muerta” junto a la costa del río Limay. Se comentaba, que los indios “Manzaneros”, a fines del 1800, cada vez que viajaban a buscar los suministros, pactados con el gobierno nacional, a Carmen de Patagones, hacían, precisamente en ese lugar, el campamento. Un alimento primordial que transportaban en sus alforjas eran las manzanas y las peras juntadas de los bosques de Aluminé, próximo a sus toldos o rucas.

Más adelante, en el Colegio, me enteraría que las primeras semillas que formaron esos bosquecitos, en la zona andina, fueron traídas por Monseñor Nicolás Mascardi allá por el año 1670.)

Posiblemente los relatos de Abuelo, a la sombra del parral, durante aquellas tardes calurosas, no fueron tantas como hoy pretendo ni tuvieron la dimensión que propongo, pero sin duda guardan la importancia para el asombro de un niño que las escuchó con mucha atención.Abuelo, si bien no era excesivamente elocuente, tenía la seguridad de contar sus propias vivencias con la calidad de sentirlas profundamente, dándole a su relato esa veracidad que me fascinaba.Normalmente, en familia, cuando conversaba con Abuela, Mamá o Tío, se comunicaban en el dialecto Valenciano, pero con el resto de la familia lo hacía en castellano, con un dejo del castizo clásico que lo hacía más cálido y dulce.

Aquella tarde lo encontré ya sentado en su banquito preferido como esperándome para iniciar la charla. Tal vez alguna noticia que escuchó por la radio, referida a conflictos bélicos que seguían estremeciendo al mundo, le volvió a destapar aquel sufrido universo de los recuerdos de su propia experiencia en el frente de batalla.

No hizo falta ninguna pregunta para que iniciara su relato. Su mirada parecía perdida en un punto lejano del tiempo y del espacio. Con tono pausado y profundo así lo recordó; o por lo menos así lo quiero recordar:

—“Cuando me tocó formar parte del ejército de España tenía tan solo 19 años, claro que por ese entonces esa era la edad establecida.

Existía la posibilidad, pero entre las familias pudientes, y era una práctica bastante común, pagar la sustitución a alguna persona que por necesidad o convicción se ofrecía.

En las tierras cercanas a la aldea existían ricos propietarios que permanecían en sus extensos dominios en épocas veraniegas, disfrutando de la cálida temperatura del lugar rodeado de hermosas y verdes montañas. La familia catalana de los “Bonastra de Casajuana” era una de ellas. Joan Manuel, uno de los hijos, perteneciente a nuestra generación, cambió su destino bélico porque su familia pagó su sustitución aprovechando la pobreza de nuestro vecino Pepe Tejón.

Personalmente esa práctica me resultaba ruin. Nuestra digna pobreza familiar. Había otra alternativa, antes de ligarme a esa guerra, que era no hacer el servicio militar como sucedió con cerca de 8.000 jóvenes Españoles que, por entonces, huyeron al norte de África a Francia o a América. Para este caso tampoco tenía ni la convicción ni las posibilidades económicas para emprender esa aventura.

Por esos días mantuvimos extensas charlas con mi amigo Vicente afrontando las mismas dudas. Amábamos nuestra España pero no creíamos en esa guerra, ni en ninguna otra guerra.

A Vicente le apasionaba la historia de América y leía todo lo referido a ella y a las causas de esta contienda. Tuvo, entre sus manos, los escritos de Fray Bartolomé de las Casas y compartió el repudio a todas las sangrientas acciones provocadas por los invasores, compatriotas españoles, en territorios indígenas de América contra sus legítimos e históricos derechos. Renegábamos de tanta maldad y de tantos despojos.

También sabía de la “Proclama revolucionaria por la independencia de Cuba”. Yo lo escuchaba con profunda atención y fui compartiendo todos sus puntos de vista. En definitiva tenía una gran cantidad de referencias adversas que nos distanciaban del conflicto.

Nos destinaron a ultramar para combatir en Cuba.

De Alcalalí salimos hacia los cuarteles un grupo de futuros combatientes, hermanados por parentesco y vecindad: Vicente, Florencio, Pepe, Federico, Ramón, Jacinto, Remigio, Paco y yo, todos unidos y con la angustia de desconocer lo que nos depararía el destino. Estos lazos de amistad nos dieron optimismo para soportar el largo vía Crucis que nos esperaba.

Toda la Aldea nos despidió con vítores y proclamando los buenos deseos. Solo nuestras madres y hermanas lloraban desconsoladas, imaginando la temida posibilidad que esa podría ser la última imagen nuestra.

Antes de embarcarnos para Cuba pasamos una corta temporada de prácticas en el cuartel de la Montaña, en Madrid. Corta en tiempo, pero larga en tedioso entrenamiento.

Todos los cuarteles estaban descascarados y fríos con total falta de higiene. Disimulaba, su mal aspecto, las blanqueadas constantes, a la cal, que nos obligaban realizar. Nada de comedores ni de mesas, ni cristalería. Comíamos en cuclillas, con platos de estaño y cucharas de mango corto.

Luego vendría la doble separación. Ya habíamos sufrido la del hogar y la familia; ahora tocaba la de nuestra tierra patria.

Para allá zarpamos a defender nuestra bandera contra los insurrectos patriotas cubanos que pretendían liberarse del dominio español.

En realidad la contienda sería mucho más grave pues Estados Unidos, que pretendía quedarse con esas islas, declaró también la guerra a España.

Durante largos y penosos días tuvimos la visión de la gran masa de agua que era el Océano Atlántico. Una visión a la que muchos no acabamos de acostumbrarnos. Enfrentamos una travesía que nos sometió a las inclemencias meteorológicas más variadas: fuertes vientos, lluvias y tempestades que provocaban constantes vaivenes a la nave. Todo contra nuestra salud. Permanecíamos encerrados en las entrañas del buque. En ocasiones, las temperaturas alcanzaban, en las bodegas, 35 y 40 grados centígrados, y convertían a ese amontonamiento humano en una de las causas para la proliferación de gérmenes, dándose casos de fiebres infecciosas y otros malestares con consecuencias fatales.

El rancho ordinario, que nos servían era, casi exclusivamente, vegetal: garbanzos, patatas, arroz, habichuelas, y cuando había carne, esta era enlatada. Aunque estaba establecido que la carne debía de entrar como componente esencial en las comidas y en la mayor cantidad posible, esta no era la tónica habitual en el día a día, sino más bien todo lo contrario. En muchas ocasiones se comía lo que se podía o lo que se encontraba entre los despojos.

Es evidente pues que la cortísima cantidad de alimento de la que gozábamos en el barco y luego en Cuba, sólo alcanzaba para mantenernos débiles y enfermizos. Teniendo esas características de alimentación quedábamos propensos a sufrir trastornos intestinales con jornadas interminables de diarreas y todas las incomodidades que ello significaba por la falta de cualquier lugar apropiado y lejos de la más elemental higiene.

A pesar de todo, al finalizar la dura travesía, nuestra alegría fue inmensa al desembarcar, por fin, en esa hermosa isla que se presentaba lujuriante de verde y radiante sol. En ese preciso momento se me ocurrió comentarle a mi amigo Fermín, Fermín era oriundo de Teruel, manteníamos una hermandad consolidada en las penurias sufridas desde el reclutamiento:

—“Mira Fermín, juro que una vez terminada esta guerra, y apenas pueda, volveré a visitar estas tierras pero será cuando la paz reine y sean libres”. Mi amigo Fermín me miró con rostro sorprendido como si yo estuviera profiriendo una blasfemia.

Sin duda que esas tierras tenían todos los atributos del paraíso pero con el tiempo la llegamos a odiar.

Y allí va la tropa. Nosotros somos esa tropa que marcha atravesando lugares imposibles por lo impracticables, marchábamos con el barro a las rodillas, tropezando con lugares vertiginosos, quedando enterrados en lodo, cruzando por bosques enmarañados o zonas montañosas escarpadas donde destrozábamos el calzado y desgarrábamos el ya gastado uniforme. Oficiales y soldados, estábamos igual, llenos de fatiga y cubiertos de sudor y tierra pegada.

Pasamos 20 veces, en el transcurso de dos horas, crecidos ríos y arroyos, con el agua fría que bajaba de las montañas, sumergidos hasta el cuello y con el riesgo de ser arrastrados por la corriente, como aconteció con algún compatriota.

Y en esas marchas forzadas, abrumados por los rayos de un sol abrasador, llegar al sitio donde levantaríamos el campamento. Era un suelo enlagunado, sin más abrigo ni más lecho que la humedad barrosa. Nuestro alimento; una ración de arroz y tocino mermada por las pérdidas sufridas en la marcha, donde las galletas quedaron inutilizadas al cruzar los ríos.

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