REINO DE CALÉN
El día que la curiosidad venció a la prudencia, Eluney se atrevió a preguntar:
–Padre, ¿por qué conformarte con eso si puedes ir al mar?
El nimá escuchó a su hijo mientras escogía entre sus joyas. Revolvió gemas de la caverna, probó anillos de plata, piedras con la profundidad del océano; al fin sus ojos azules se fundieron con una corona de oro blanco, reluciente como cristal y decorada con largas plumas esmeralda.
–El rey de los hombres te recibiría con gusto si decidieras visitarlo –continuó el joven–. ¿Sabes? Antes de que terminara el año tres agua, visité su castillo. ¡En el Argedán no hay nada igual! Yace sobre un acantilado donde las olas se rompen y se deshacen en espuma tan blanca como nieve virgen de montaña.
–No te molestes en describirla; la he visto siglos atrás, cuando tu madre aún vivía y, si he de abrirte mi corazón, diré que nada me estimula a volver –respondió el nimá.
Al final se ciñó la corona. Eluney vio cómo el cabello blanco de su padre se mezclaba con el fulgor de ese símbolo que enaltecía su majestad. Las plumas cayeron suaves sobre la espalda del soberano y enmarcaron con verde y añil su rostro.
Miró a su hijo por encima del hombro y señaló:
–No te deslumbres tan fácil por lo que se construye más allá del bosque. Eres el tekal, único heredero y algún día gobernarás Calén. Protege con tu vida aquello que nos representa y sé implacable contra aquel que ose perturbarlo. En el Argedán no hay raza más perfecta que la nuestra.
Eluney guardó silencio, después se llevó el puño al pecho y con una ligera inclinación respondió:
–Te aseguro que cuando llegue el momento cuidaré de los nuestros con la misma devoción.
Con media sonrisa el nimá se mostró complacido con la respuesta.
Eluney prefería mantenerse alejado del palacio; su corazón se encogía cada vez que veía al nimá acompañado por un puño de joyas y la sombra de los muros; a veces renuente a conversar. La vida de los anam era larga y el soberano ya había pasado más de mil inviernos en amargura.
El joven no ansiaba ocupar el trono, pero tenía claro que en su reinado abriría las fronteras de Calén. Un plan que mantenía en secreto.
–Daré refugio a todo aquel que lo necesite –se dijo mientras desde la copa de un árbol observaba el palacio del nimá. Una ciudad dentro de otra, construida sobre peldaños de piedra dorada.
Vislumbró la zona que rodeaba los muros: casas hechas en árboles, árboles hechos casas; puentes de mimbre que conectaban cada una; faros que palpitaban entre las hojas como corazones extraviados. Gente que iba y venía. El templo de los cuatro dioses, levantándose en una gran pirámide dorada. Cúpulas blancas que habitaba la nobleza. El río Inda Janí, ancho y alegre brillaba como un brazo de plata que los árboles ensombrecían, siempre transitado por barcas que cargaban gente y cosechas abundantes.
Eluney recargó la espalda contra la corteza mientras el recuerdo de su madre se mecía con las hojas. Ya habían pasado trescientos años desde que se extinguió Sesasi Estrella del Mar. Era algo que le oprimía el pecho, pues el nimá jamás hablaba del incidente y su longevidad se nublaba con el silencio de la pérdida.
De pronto, los pensamientos de Eluney se interrumpieron cuando un vigía de las fronteras trepó hasta donde se encontraba.
–La luz sea en ti, Tekal –saludó el anam tocándose el entrecejo, seña de respeto a la familia real.
Eluney lo reconoció: era el jefe de la frontera Este, un centinela halcón. Llevaba plumas en la cabeza y los ojos delineados con pintura negra.
– ¿Qué ocurre, halcón? –preguntó Eluney, con el ceño fruncido.
El recién llegado se acercó más. Sus ojos grises brillaron sin ninguna expresión, y con profunda seriedad advirtió:
–Tekal, hay algo que debe venir a ver.
Los anam cabalgaron hacia la frontera Este, a donde en ocasiones llegaban intrusos con intenciones oscuras y secretos que lo eran aún más. Desde ahí el bosque se conectaba con tierras salvajes y terrenos pantanosos.
El verde de las hojas se tornó oscuro. Las raíces serpeaban veloces en el suelo, otras se levantaban ansiosas, como brazos monstruosos. Árboles crecían de manera caprichosa, amenazantes a la orilla del camino.
A medida que los corceles avanzaban, sus orejas se movían alertas ante las formas de la oscuridad. Ellos obedecían sin necesidad de una brida, pues los anam respetaban a sus animales, considerándolos un compañero más; eran incapaces de atarlos cual esclavos o ensillarlos con crueldad. Por eso, los caballos no retrocedían y cuidaban en todo momento de sus jinetes.
Eluney percibió un cambio en el aire: las hojas ya no murmuraban. Tanta quietud era agobiante hasta que el halcón habló:
–En la mañana encontramos huellas extrañas –comenzó a explicar–. Se hundían en la tierra como pisadas de mortal.
– ¿Alguien irrumpió en el reino? –preguntó Eluney.
–Eso pensamos, pero el intruso no aparece.
El tekal se volvió al halcón.
– ¿Cómo que no aparece? ¿Qué tipo de huellas eran? ¡Dame todos los detalles!
–Parecían humanas. Dejé a un grupo inspeccionando el lugar y…
El vigía no terminó de hablar; advirtió la presencia de un grupo halcón que estudiaba el suelo a mitad del camino. Algo había ahí. Los anam, al percatarse de su llegada, le abrieron paso a Eluney, haciendo la señal en la frente. El tekal desmontó sin responder el saludo. Su expresión se congeló al notar un cuerpo tendido sobre la tierra.
– ¿Quién es? –preguntó.
–Un intruso, tekal, pero no ha reaccionado; está inconsciente –respondió uno de los halcones.
Eluney no dijo nada, se acuclilló despacio frente al cuerpo. No quiso tocarlo; con cuidado lo volvió con la punta de su arco. Lo que encontró sacudió su entendimiento.
– ¿Una mujer? –exclamó.
–Eso parece. A juzgar por el aspecto… es humana.
El tekal la contempló por un rato. La ropa roída y las cicatrices en el cuerpo denunciaban una vida difícil que no pudo juzgar. Su edad debía rondar por los veinte o veinticinco años. Un tiempo muy corto para soportar tantas penas.
– ¿Cómo llegó tan lejos? –quiso saber el tekal sin dejar de mirar el cuerpo consumido por la fatiga de un viaje sin alimento–. La frontera está a medio día de aquí.
Los centinelas intercambiaron miradas.
–La verdad… no sabemos cuánto tiempo lleva aquí; apenas lo notamos.
Eluney se levantó.
– ¿Cómo es posible? –exclamó–. Quizá, después de todo, no sea una simple mortal.
– ¡Tiene razón! –respondió el jefe halcón–, debe poseer algún arte que engañe nuestra vista. Por eso consideré oportuno llamarlo. ¡Vea lo lejos que llegó ésta humana! Unos pasos más y hubiera descubierto la ciudad. –Tragó saliva y se movió nervioso–. Aunque si no le interesa conocer más del asunto, sólo tiene que ordenarlo y ella morirá.
El tekal volvió a mirarla. Consideró la idea del centinela pero, por otro lado, la mujer le provocaba pena e incluso simpatía. Tan solo parecía una desafortunada vagabunda. ¿Qué tendría esa humana para engañar los agudos ojos de un anam? Ningún forastero había llegado tan lejos. Frotó sus dedos uno contra otro y respiró hondo.
–Hay que llevarla ante mi padre, tal vez quiera interrogarla –dijo al fin.
Los halcones guardaron silencio y miraron al tekal. El joven se mordía la punta del pulgar, sin apartar la vista de la intrusa.
–Sí, tekal –respondió al fin el jefe halcón.
Eluney volvió a montar. En su mente lidió contra las dudas que lo acosaban. ¿Qué estaba haciendo? Observó cómo los centinelas subían el desvalido cuerpo a un caballo. Al final lanzó un profundo suspiró.
Tal vez sea una señal de los cuatro dioses o una simple casualidad. No lo sé, pensó. Quizá sea mala idea llevarte ante mi padre; él no tolera a los intrusos y no estoy seguro si querrá mantenerte con vida. Pero es todo lo que puedo hacer para darte oportunidad de sobrevivir.
SINOPSIS
Élkuldar Iskal ha adquirido poder funesto gracias a que encontró uno de los cinco libros prohibidos de Álkar; está decidido a convertirse en el Emperador del Argedán. Para enfrentarlo, los dioses han elegido a Zahra Aldebarán como Guardián. Sin embargo ella no está dispuesta a enfrentar su destino, y huye.
Pero nada es casualidad en la vida de Zahra, cada uno de sus pasos está marcado por los dioses.
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