Resumen

Esta historia es la de Eriel, un elfo nacido después de la caída de su raza, antaño la más poderosa, ahora un suspiro de lo que fue. El desarrollo de la trama básicamente expone a la típica figura del elegido, pero la novela pretende ser una deconstrucción del género de la novela de aventuras a la que nos han acostumbrado obras como Harry Potter o Los Juegos de Hambre.

Pretendo trabajar al psicología de un personaje con un poder prácticamente divino, sin límites, y cómo esto vacía su existencia, corrompe los deseos de libertad y de vida plena que tenía en un principio. Me interesa mucho como autor explorar la mente de un personaje sin barreras, a quien nada le cuesta nada y lo único que le supone un desafío, es aquello a lo que sabe que jamás podrá derrotar; a si mismo.

Preludio

Nueve elementales fueron los hacedores de la tierra que pisamos. Siete fragmentos fueron creados para equilibrar el devenir de la Tierra. Una Tierra para albergar las siete magias primigenias. Siete magias que crearían a las cuatro razas que dominarían la Tierra.

Los elfos fueron los primeros en ser creados. Se dice que nacieron de las estrellas y eso se refleja en sus plateados ojos, que tintinean como sus padres los astros. Facciones estilizadas, piel blanca como la nieve y con una sabiduría sin igual sobre el mundo, ya que lo vieron crearse. Nada ni nadie les superaba en belleza ni conocimiento, su cuerpo carecía de taras, ni exteriores ni interiores, eran inmunes al paso del tiempo, eternamente jóvenes.

Después de ellos aparecieron los enanos, esculpidos en la roca, impasibles y testarudos. Eran considerablemente más bajos que los elfos, pues les llegaban a la cintura. Tenían la nariz grande, los ojos hundidos y las manos pequeñas. Llegaban a ser tan viejos como las montañas. Ni el frío ni la roca les tiraba hacia atrás para hacer lo que fuese, pues en sus corazones había más fuego que en toda una forja.

Los humanos se dice que salieron del fango, avariciosos y salvajes, pero inteligentes, astutos y pasionales. Eran hace mucho un pueblo de nómadas que no le temía a nada y con una gran ambición. Su vida dura lo que un suspiro en la vida de los enanos y para los elfos ese tiempo en incluso más ínfimo, por eso debían aprovechar las pocas primaveras que los elementales les dieron para dejar su huella en las llanuras y valles donde se asentaron.

Y los últimos seres conscientes creados por los elementales fueron las dos gracias, Vida y Muerte. Ni humano ni elfo, ni enano ni nada conocido ha visto su rostro ni su forma verdadera ya que no viven por si solas, se encarnan en un individuo de una de las otras razas creadas por los nueve. Su existencia es conocida solo por cuentos y escrituras antiguas y casi olvidadas pero su poder es comparable al de los elementales y todas sus encarnaciones han hecho grandes cosas que se recordarán aun cuando los elfos hayan sido olvidados.

Capítulo 1

Esta historia comienza en la ciudad de Aentrel, situada a orillas del mayor lago de los antiguos reinos élficos. Hace siglos esta ciudad era la capital de un próspero reino cuyo trono pertenecía a la casa élfica Eth’El.

El rey en ese momento era Kal’Eth’El, un elfo alto, de pelo rubio y ojos dorados como el oro, del mismo que estaba hecho el exterior de su castillo. El igual que todos los reyes anteriores a él, había reinado con misericordia y era muy querido por todo su pueblo. Elfos, humanos y todas las razas que vivían dentro de sus fronteras le tenían gran estima y su muerte no pudo ser más llorada, pocas ha habido en la historia tan trágicas y tan injustas.

El asesino del rey fue Aethorion. En el día de la conmemoración de la muerte del abuelo del rey, cuando los invitados y Kal’Eth’El estaban sentados en la enorme mesa disfrutando de fastuoso banquete las antorchas que iluminaban la sala se quebraron y su llama se apagó, todas ellas a la vez. Los presentes que se sentaban más cerca del monarca, extrañados, le preguntaron a éste si era algún tipo de espectáculo preparado. Consternado, él respondió que no, que no sabía qué pasaba. Se escuchaba cada pocos segundos un golpe seco y muy fuerte que hacía temblar hasta los cimientos del castillo y creaba hondas en el vino de las copas de los invitados. Ese golpe cada vez era más cercano al lugar donde se encontraban los asistentes al banquete, y cada vez el intervalo entre ellos era más corto.

Finalmente la puerta del gran salón se abrió.

Nadie sabe de manera fehaciente que pasó después de que la última puerta fuese abierta. Solo se sabe que ninguno de los invitados salió nunca de esa sala y al rey nunca se le volvió a ver la cara; esta historia fue explicada de padres a hijos por los guardias del castillo que consiguieron escapar antes de que el mal se adueñara del trono del fénix.

Al cabo de pocos meses las puertas del balcón del rey se abrieron, pero no fue para que Kal’Eth’El hablase a sus amados súbditos. Aethorion se dio a conocer ante sus esclavos con estas palabras:

-El reinado de los fénix ha acabado. Perded toda esperanza, yo soy el nuevo señor de esta tierra.

Era Aethorion el oscurecido. Su voz se escuchó por toda la ciudad, y todos los habitantes voltearon la vista al balcón del castillo para ver qué pasaba. No entendieron nada, solo vieron a un ser más alto que un elfo, de ojos rojos iluminados nadie sabe por qué magia, vestido con una armadura negra como la noche quien, al acabar de decir esa sentencia, levantó su espada.

El portón principal del castillo se abrió de par en par, y de las entrañas del castillo surgió una niebla negra y chispeante, que se retorcía y movía como si estuviese viva. Se esparció por toda la ciudad, a los pies de todos los ciudadanos no había más que niebla, nadie podía ni verse los pies de lo densa que era.

Se escuchó a Aethorion una vez más en la ciudad de Aentrel, y solo dijo una palabra más antes de que el destino de los elfos cambiase para siempre.

-Sentencia.

Nadie sabe cuánta verdad hay en estas palabras, ya que de ese hecho solo se conservan susurros y leyendas. Lo que se conserva es La Estepa, lo que queda de Aentrel.

La Estepa es una planicie estéril a las orillas del lago Aen, nada crece ni nada vive en esa tierra, solo Aethorion con sus tropas en el castillo antaño dorado, cuyas paredes ahora lucen negras y ni el sol lo ilumina por miedo a oscurecerse también.

Lo que pasó después de la caída de Aentrel no es una leyenda, es un hecho. A los ojos de los elementales los elfos pasaron de ser hijos pródigos a mortales proscritos. La piel suave y pálida de los elfos se volvió gris y con las venas marcadas, sus ojos dorados y resplandecientes se apagaron y pasaron a ser de un morado tenue, de sus manos ya no brotaba la magia y ya no eran capaces de ver el futuro o moldear la energía mágica a su gusto. Pero nada de eso fue tan terrible como perder lo que los había hecho grandes y destacar sobre las razas. Ahora estaban a merced del tiempo.

Al cabo de pocas décadas su piel empezaba a quebrarse y notaban perfectamente como su sangre se tornaba negra, hasta que finalmente morían.

Lo que antes era un suspiro en su existencia, ahora era su vida entera.

Ya sabéis el origen de la historia que ahora os empezaré a contar, y creo que os podéis imaginar a grandes rasgos el tema de ésta: dejádme ver si adivino lo que pensáis. Ahora habrá un adolescente que parecía normal pero pasa algo inesperado y se descubre que es él el destinado a devolver la inmortalidad a los elfos haciendo que los elementales les vuelvan a tener afecto. Eso sería muy aburrido y seguro que ya sabéis miles de historias parecidas, que lástima que ésta no sea como las demás.

Pero sí que empieza como uno de esos relatos sobre pequeños magos o arqueras caritativas.

Nuestro supuesto “elegido” es Eriel.

No se sabe con certeza en qué año nació pero todo apunta a que unos tres mil años después de la caída de Aentrel fue cuando Liftelia, una elfa alta de pelo blanco y facciones casi perfectas, dio a luz a otro más. Otro proscrito a ojos de los creadores del mundo. Otro mero mortal.

Eriel no había heredado la gran altura de su madre, pero tampoco era excesivamente corto de piernas, inevitablemente tenía la piel gris y los ojos lilas, las orejas puntiagudas y la mirada permanentemente apagada. Esas eran las cuatro marcas de los que antes fueron reyes y ahora son carne y hueso entre más carne y más huesos.

Eriel ayudaba a su madre para poder comer, vendía lo que conseguía robar por las calles de la pequeña ciudad donde vivían. Él era de manos ágiles y nunca lo habían pillado, pero a uno de sus mejores amigos un guardia le cortó una mano por robar un poco de pan duro, la palabra piedad casi había perdido el significado allí.

Tenía dieciséis años por aquel entonces y ya se había ganado una reputación respetable, se le llamaba el “pálido”. Al contrario que su madre, Eriel tenía el pelo tan blanco como su piel, y eso era lo único que recordaban, los desafortunados que sufrían sus manos, el pelo blanco de una sombra que roba las monedas y las bolsas que cuelgan de los cintos de los descuidados.

La historia de Eriel comienza con uno de sus robos. Él estaba escondido detrás de una esquina en una de las calles que daban a la plaza principal del pueblo donde vivían, entre sombras sus ojos cárdenos vieron su objetivo. Un terrateniente de las afueras del pueblo estaba regateando por unas truchas que habían sido pescadas hacía escasos minutos, pero la mirada del muchacho no estaba en el hombre, estaba en la bolsa que colgaba de su pantalón.

Eriel movía los pies con soltura entre la gente del mercado, fluía como el agua al pasar entre los puestos hasta llegar al lado del hombre. Justo cuando la discusión sobre el precio de los pescados era más apasionada, una mano fina y con los huesos marcados se estiró hacia la bolsa en la que se fijaban los ojos de color lila del joven. Con un rápido movimiento de muñeca, acompañado de un giro de pies para poder salir corriendo lo más rápido posible la bolsa estaba en la blanca mano. Aquel hombre se

giró al escuchar los pasos detrás de él, pero no le dio tiempo a ver nada más que unos mechones de pelo plateados ondear para después desvanecerse entre la multitud.

Eriel corrió hasta estar bastante lejos del pueblo como para poder revisar su botín con seguridad pero lo suficientemente cerca de los campos de trigo como para poder perderse entre ellos para despistar a quien quisiese cogerle.

-¿Sabes cuál es la pena por robar verdad?

Todos los músculos de Eriel se tensaron al oír esas palabras, dio un salto e hincó los pies en el suelo para poder correr y huir fuese quien fuese el que lo había descubierto. Intentó correr pero el anciano que lo había visto coger la bolsa lo tenía agarrado por el brazo, por mucho que forcejeó no pudo liberarse, era demasiado tarde.

-Por favor, déjeme ir, tengo que ayudar a mi madre a pagarle al casero, no quiero dormir en la calle otra vez, se lo ruego.- Eriel dijo eso con los ojos aguados y prácticamente con lágrimas en las mejillas.

-Sabes perfectamente que tu madre tiene cierto acuerdo con el casero para poder saltarse algunos pagos muchacho. Simplemente responde a la pregunta que te he hecho.

-Sí, le cortarán la mano izquierda a mi madre si me pillan robando porque aún no tengo pelo en el rostro.

-¿Y aun así robas?

-Nunca me pillarán.

-Yo lo he hecho.

-Si fuese a avisar a un guardia ya lo habría hecho y no me habría preguntado nada.

-No vas desencaminado.

-Entonces. ¿Qué quiere?

-Lo sabrás dentro de poco, primero debo ver a tu madre.

-¿Por qué?

-Creo que veo a un guardia cerca de aquí muchacho, será mejor que nos vayamos o tu madre perderá bastante atractivo.

-Está bien, lo llevaré con ella. ¿Pero qué quiere?

-Todo a su debido tiempo Eriel.

La sorpresa del muchacho fue infinita, lo ocurrido no tenía cabida en su pensamiento y mucho menos el hecho de que aquel anciano supiese su nombre. Con gotas enormes de un sudor frío como la nieve recorriéndole la espalda, y con el corazón latiéndole

más rápido de lo que lo había hecho nunca, llevó al hombre a su casa, llegó y llamó a la puerta, su madre abrió.

-Ho… Hola Eriel… pensaba que volverías más tarde.- en la voz de Liftelia se notaba un leve temblor, y era fácil ver que estaba sorprendida.

-Si… Pero es que hay un hombre que quiere verte, está aquí detrás.

-Ya veo. ¿Pero por qué quiere verme?

-Se lo explicaré yo mismo.-el anciano interrumpió a la madre, cosa que hizo que esta se extrañase aún más.

-Sí, sí… Por supuesto. Pase si quiere.

-Gracias.

Aquel hombre era ciertamente peculiar, al caminar no se escuchaban solo dos pasos, se escuchaban dos pasos y un golpecito. El golpecito que hacía con la vara que usaba para ayudarse, cojeaba de la pierna derecha. Tenía el pelo grisáceo y no muy largo, bien cuidado y limpio, igual que la barba, que le llegaba un poco más abajo del cuello. Llevaba un manto de color cian manchado que le cubría el cuerpo entero y solo dejaba que se le viesen las sucias botas. La ropa prácticamente no se le veía, pero se podía observar en su cuello una cadena de plata de la que seguramente colgaba algo.

Se sentó en una silla de la mesa de la cocina y antes de que Liftelia pudiese preguntar él empezó a dar explicaciones.

-Usted no me conoce pero yo a ustedes sí, represento a una organización con ciertos intereses que ahora mismo no puedo revelar pero que son de gran importancia no solo para nosotros sino para el devenir de todos Los Reinos. Responderé a todas sus preguntas con mucho gusto, pero necesitaría una cosa. ¿Sería tan amable de proporcionarme una taza de té por favor?

-Sí… claro… Ahora mismo.

Eriel se sentó al otro lado de la mesa y miró fijamente al anciano. Éste le replicó la mirada amenazante con una burlesca sonrisa. Mientras la madre de Eriel preparaba el té, el joven hizo la primera pregunta.

-Antes de nada. ¿Cuál es su nombre?

-Perdonad, muy descortés por mi parte no presentarme. Mi nombre es Foriol de Oroth, Caminante de Plata.

Mientras ponía el agua a hervir Liftelia empezó a hacer preguntas una tras otra.

-¿A qué organización representa? ¿Cómo es que nos conoce? Y lo principal ¿Qué quiere?

-La primera pregunta no puedo responderla, perdóneme, la respuesta de la segunda es sencilla, mi organización tiene sus recursos, y por último y principal, lo que quiero, mejor dicho, lo que queremos es a su hijo.

-¡¿Cómo que a mí?! ¿Saldré de este pueblo de mala muerte?

Eriel y Foriol cruzaron una muy breve mirada, pero en ella los dos vieron cierto tono de complicidad, con esa mirada Eriel escuchó justo lo que quería escuchar.

-Espérate y calla.- Liftelia empezó a interesarse más- ¿Y por qué quiere a mi hijo?

-Su hijo tiene ciertas habilidades muy peculiares que, créame, nos serán muy útiles.

-¿Habilidades? Este no tiene nada más que hambre.

Foriol se extrañó, él pensaba que Eriel robaba para ayudar a su madre, con esas palabras Foriol entendió que, o efectivamente ella no sabía lo que su hijo hacía o lo estaba ocultando. Mientras tanto Liftelia le servía al anciano el té en un vaso de madera.

-Hay una parte de esas habilidades que usted no conoce, y hay otra parte que no conocen ninguno de los dos. Nosotros sí que sabemos de ellas y queremos hacer que Eriel las aproveche.

-¿Y yo qué gano a cambio?

-Librarse de “este que no tiene nada más que hambre”.-Foriol dijo esto mientras soplaba el té y seguidamente le daba un sorbo.

Al escuchar esas palabras Liftelia perdió un poco el equilibrio y se apoyó con el marco de la puerta para no caerse. Eriel pensó que se había tropezado y Foriol miraba por la ventana y bebía té esperando una respuesta.

-Me libraré de él antes de lo que pensaba. Puede llevárselo cuando quiera.

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