THE UNFORGIVEN (LA NO PERDONADA)

THE UNFORGIVEN (LA NO PERDONADA)

PRÓLOGO

«Tu dolor no es mi dolor, pero lo siento como mío, tan profundo dentro de mí, como si esa mano que te arrancó la vida, como si ese puñal que te clavaron en el corazón lo hubiese sentido mil veces. Tus jadeos por recobrar el aire que escapaba de tus pulmones eran también mis jadeos, como las cuchilladas que sentía, como colmillos, en mi pecho.

Tu lucha no es mi lucha, pero ahora se ha vuelto tan mía, tan endemoniadamente mía que ya no recuerdo la última vez que paseé por un parque o vi una película o cené en un restaurante con mis seres queridos. Solo recuerdo que corro y corro empuñando una espada que mi raquítica mano se ha forzado tozuda en llevar, y que por sostenerla me duele el brazo entero.

Tu muerte es mi victoria o acaso eso dicen los sabios, los Guardianes de todo este caos que me rodea. Que tú estás en mí, que tu luz bendecida flota en mi áurea, que tu resplandor está en mi persona. Pero yo no me siento así. Me siento pequeña, rota, dolorida y asustada. Soy un ser insignificante investido con una apariencia demasiado grande para mí.

(….)

Porque, guerrera, este dolor no es el mío, ni tu lucha, ni tu victoria, ni este resplandor que me sigue adonde vaya, ni ese amante fervoroso que cree que soy la Dayalka renacida. Quiero mi vida, mi familia, mis amigos, mi auténtico y verdadero amor. No quiero ser tú, me niego a ser la sombra renacida de ti, guerrera, en este mundo oscuro que dicen que yo puedo alumbrar, en este mundo futuro al que no pertenezco y al que nunca perteneceré».


LA SOMBRA DEL FUTURO. ADELA

La oscuridad es y será oscuridad, por más que intentemos unos pocos humanos alumbrarla. Siempre existirán unos cuantos imbéciles dispuestos a apagar nuestras velas encendidas, nuestras miradas luminosas, nuestras voces claras. Y aunque sepan que ese mal acabará por destruirles a ellos también, seguirán actuando por todo el mundo atrayendo la negrura a la Tierra. Todo muere y se desintegra: los animales, los árboles, los campos, las montañas, los mares. Me pregunto, muchas veces, qué herencia dejaremos a nuestros hijos dentro de cien, mil o diez mil años. Me encantaría ser capaz de mirar por un agujero y descubrir lo que se nos avecina. Pero soy demasiado cobarde para pedirle a Dios ese don y demasiado torpe para ser la abanderada de un mundo en desazón, donde la posesión y el poder han ganado la batalla a los sentimientos.

El tren pasa a gran velocidad y mi reflejo en la ventanilla me devuelve esta noche oscura y sin luna, con diminutos puntos luminosos en la distancia. Así soy yo, como una de esas pequeñas farolas incapaz de dar claridad a la sombra eterna. Eternidad…. ¿Podría existir una noche perpetua? ¿Soportaría el ser humano una catástrofe así?

—¿En qué piensas, Adela?

La voz llega a mis oídos enmudecidos y me sobresalto. Me creía sola en este tren.

—En nada en concreto amor, en la noche, en el futuro, en mi repetitivo sueño…

Mi marido, Julián, me mira con preocupación pero sonríe.

—No tengas miedo Adela, los sueños solo son eso: sueños.

—No, no es miedo, es que quiero saber, necesito saber qué significan —Apoyo mi cabeza en su hombro y suspiro—. Presiento que es como un aviso, como una prueba que se me impone, pero no sé de quién, ni de dónde, ni por qué.

—¿Qué te comentó el psicólogo?

Me rio y mi risa resuena escandalosa en todo el tren despertando a algunos durmientes. La cara de Julián es un poema que me hace reír más. Me contengo, con la risa aún flotando entre mis labios.

—¡Nos van a reñir! Recuerda que esto es ahora como un gran dormitorio.

Horas antes habíamos divagado sobre lo que nos parecía nuestro vagón con toda la gente durmiendo a pierna suelta: que si una peli muda, que si el camarote de los hermanos Marx en versión lujo, que si una muchedumbre anestesiada por el discurso de un político, que si un envenenamiento en pleno vuelo del K3333… En fin, podíamos estar horas y horas inventando historias sobre lo que nos rodeaba. Es lo que más me gusta de Julián, nunca me aburro con él.

—Por poco soy yo la que tengo que hacerle las preguntas a él y sentarle en el diván. Anda más perdido que yo.

—¿En serio? —la sonrisa de Julián muestra sus perfectos dientes blancos y no puedo resistirme a besarle.

—Que si traumas infantiles, que si unos padres demasiados autoritarios, que si algún animal me agredió…

—¿Cómo? —Julián abre mucho los ojos—. ¿Te dijo lo de animal?

—Sí, sí, como lo oyes. Y yo le contesté que era Sandokán, un gatito negro muy malote que no hace más que morderme y arañarme.

Me inclino hacia nuestro gato que viaja en su trasportín, colocado entre mis piernas. Meto mis dedos entre los barrotes de plástico, y Sandokán los huele y mordisquea con cuidado.

—No sé si habrá sido buena idea traerle —Julián arquea un ceja mientras mira al gato—. Acuérdate de lo que nos preparó la última vez.

Sonrío. Sí, claro que me acuerdo. Estrenábamos el apartamento en la playa y nos fuimos con Sandokán para festejarlo. Mi pobre gatito, acostumbrado a estar en nuestro piso de Madrid, se escondió en cuanto llegamos y no pudimos sacarlo de su escondite. Las veces que lo lográbamos, se ponía a husmear por la casa maullando desconsolado. Y eso que pusimos hormonas para el comportamiento por toda la casa y cargamos con muchos de sus juguetes favoritos.

—Pero creo que al final se acostumbró, Julián.

—Claro, después de un mes entero —dice con ironía—. Creo que fue más bien por aburrimiento que por otra cosa. Y lo de la playa fue apoteósico, vamos.

—Vale, vale, lo sé, lo sé, me pasé un poco….

—Un poco no, cariño, treinta pueblos —Me besa en la nariz y añade—. Me voy al baño y a coger algo para cenar en la cafetería: ¿qué quieres, Adela?

—Pues… un bocata y una light, por favor.

Lo veo alejarse entre los durmientes. Me encanta cómo camina, sus movimientos al andar parecen los de un felino deslizándose. Da igual en qué lugar esté, nunca hace ruido porque parece que sus pies no toquen el suelo, igual que los de un gato. Y su sonrisa eterna, las ondas de esas comisuras que he besado tantas veces.

Nos conocimos hace seis años, tenía treinta y él apenas dos más que yo. Por aquel entonces su madre era la que regentaba la tienda de antigüedades. Julián viajaba mucho, adquiriendo y estudiando el mercado tanto en España como fuera de ella. Ese día quiso mi suerte que me lo encontrara o, mejor dicho, me tropezara con él. Yo tenía dentista y como no podía ni comer ni beber nada, se me ocurrió dar una vuelta por ese barrio que apenas conocía. Me intrigó la bella tienda, la delicada decoración del escaparate. Además vi espadas, figuras del Art Nouveau y también algunas Kokeshi, de las que soy coleccionista.

—Perdone, ¿cuánto valen las Kokeshi? —pregunté a mi futura suegra.

Me miró sonriendo y casi me taladró con sus preciosos ojos ámbar, menos cobrizos que los de Julián.

—¿Las conoce usted? —dijo mientras se acercaba a mí.

—Sí, una amiga me regaló la Kokeshi Horaru, me la trajo de Japón.

—Vaya, su amiga es muy observadora —Cogió una de las muñecas, la misma que tenía yo, y añadió—; Horaru significa luciérnaga en japonés y usted irradia esa energía y esa luz, es imposible no verlas.

Enrojecí y no supe si tomarlo como un cumplido o una falta, ¡tal era la fuerza de su mirada!

—Venga, elija una de ellas, le haré un descuento.

Dudé, parecía hablar conmigo como si me conociera de toda la vida, como si escudriñara en mi interior o vislumbrara sombras a través de mí. Un poco confusa aún por el comportamiento de la mujer, paseé mi mirada por el estante. No había muchas pero todas eran preciosas y elegí una al azar que me pareció adorable: larga y estilizada, tenía un kimono verde con flores blancas.

—Su destino la persigue, humm…

—Adela, me llamo Adela.

—¡Claro, claro!, no podía ser de otro modo: nobleza.

—¿Qué? —no entendía nada de lo que decía la mujer de hermosos ojos.

—Nobleza, querida, su nombre significa nobleza.

—¡Ah! sí, lo sé, y es de origen germano —asentí con un movimiento de cabeza.

—Mi nombre es Marta y es hebreo: dama.

Ambas nos miramos y nos echamos a reír.

—Encantada de conocerla, Marta. —Y le tendí la mano.

—Igualmente, Adela —ella me la estrechó. Después, tomó la muñeca y añadió—: Akira es alegre, por lo que creo que tú también debes serlo.

—Sí, lo soy —sonreí porque había empezado a tutearme.

—Bien, entonces, no se hable más. Te llevas ésta, ¿verdad?

Se dirigió resulta a la caja y yo me quedé en suspenso. No me había dicho el precio y seguro que era carísima.

—Nos las traen directamente de Japón, de la región de Tohoku donde se fabrican.

—Pues entonces, creo que no voy a poder pagarla, Marta, yo…

—Sí puedes Adela, solo te va a costa diez euros.

Me tendió la bolsa con la muñeca en su interior, delicadamente envuelta.

—Pero creo que se equivoca usted, es demasiado poco…

—Sí, puede que tengas razón —siguió mirándome con esos ojos ambarinos—; aunque, por lo general, me equivoco en contadas ocasiones.

Pagué con una sonrisa y salí de la tienda, prometiéndole a Marta volver otro día. En ese momento, al salir a la calle alguien chocó contra mí y me tiró al suelo.

—¡Santo cielo! ¡Perdóneme! Iba tan rápido que no la vi.

Era un hombre joven, más o menos de mi edad y se inclinó para ayudarme. Y aquellos ojos cobrizos que me miraron, tan parecidos a los de Marta, me fascinaron.

—¿Se encuentra bien, señorita? —volvió a decir el hombre.

—Sí,… sí,… es… estoy bien —tartamudeé e intenté evitar su mirada: me había ruborizado como una tonta, como si fuera el primer hombre que viera en mi vida. Me ayudó a levantarme, pero sentí que me mareaba y mis piernas vacilaron.

—¡Mamá, mamá! ¡Ayúdame! Esta joven se ha desmayado —Me había cogido en brazos e intentaba entrar en la tienda.

—Pero, Julián, ¿qué le ha sucedido a Adela?

La voz de Marta sonó preocupada, pero nada sorprendida. Ayudó a su hijo a recostarme en un sillón muy antiguo y fue en busca de una bebida refrescante. Yo no había perdido el conocimiento, pero sí estaba un poco atontada y me sentía bien con los ojos cerrados. Cuando los abrí, Julián estaba arrodillado junto a mí, mirándome y sonriendo con timidez.

—Me llamo Julián y soy el hijo de Marta —Al sonreír, se le formaron esas suaves ondas en las comisuras y mi corazón se disparó.

—Yo soy Adela, encantada de tropezar contigo.

Sandokán maúlla bajito y veo a Julián venir con la cena.

—Aquí tienes amor: tu bocata de tortilla y tu lata de coca cola light.

Cuando se sienta, me recuesto en su hombro y vuelvo a suspirar.

—¿Otra vez recordando ese sueño? —me besa en la frente y me acaricia la cara.

—No, no, que va —Doy un mordisco a mi bocadillo y lo miro de frente—. ¿Tú crees que Marta tiene poderes, cómo decir, adivinatorios?

—¿Mi madre? —Julián me observa unos instantes antes de seguir hablando. Su rostro, con el ceño fruncido, no revela nada de burla—. Siempre lo he pensado, aunque yo no los llamaría adivinatorios. Creo que toda ella está llena de una extraordinaria percepción, que ve más allá de mí. Y no me refiero al sexto sentido que tiene una madre con sus hijos: ve a través de cualquier persona.

—Sí, eso es lo que siento cuándo estoy con ella.

—Nunca me lo contaste, Adela —Julián mordisquea su comida, coge un trocito y se lo tiende a Sandokán. Éste se lo zampa de un bocado.

—Ya lo sé, pero no creí que fuera importante. Estaba pensando…

Me quedo en silencio y miro a través de la ventanilla del tren. Esos diminutos focos de luz, la luz y la energía que ella me comentó que irradiaba: «es imposible no verlas», dijo hace seis años. Pero nunca fui capaz de hablar con ella de mi sueño, de ese sueño que me desvela noche tras noche, y a cambio estoy pagando a un psicólogo que lo único que hace es sacarme dinero.

En ese momento, uno de los durmientes se levanta e intenta coger algo del compartimento de las maletas. Parece muy pesado y apenas puede con el gran fardo.

—Permítame que le ayude, señor.

Julián se ha levantado antes de que me diera cuenta.

—Muchísimas gracias, joven, no tenía por qué molestarse.

El hombre, de edad incontable pues no aparenta ser ni muy viejo, ni muy joven, sonríe a Julián y su sonrisa le ilumina el semblante: jamás había visto una expresión tan hermosa. Mi embobamiento llama su atención y me mira curioso.

—Siento las molestias.

—¡Ah no! para nada, mi marido es fuerte, puede con casi todo —Le digo con otra sonrisa, deseando que sea tan perfecta como la suya.

—Pues con este peso casi no puedo, no sé si usted será capaz de llevarlo hasta la estación: es realmente pesado.

—No se preocupen, alguien me está esperando y me ayudará —Y luego en un tono más bajo, susurra—. Voy a la subasta de antigüedades, a vender una reliquia que se creyó perdida.

—Nosotros también —exclamo con alegría—. Somos anticuarios y venimos a ver la subasta y al Mercado de La Playa. Dicen que este año será excelente.

—¡Oh sí, ya lo creo! Eso he oído yo también.

Julián no dice nada, pero mira al extraño y al enorme bulto alternativamente. Se mesa los ondulados cabellos castaños y al fin se decide hablar.

—Perdone mi atrevimiento, pero al mover su equipaje me ha parecido distinguir un sonido metálico, como de espadas.

El hombre ríe por lo bajo y sus ojos, de un azul intenso, brillan de satisfacción.

«¡Qué persona tan extraordinaria! parece de otro planeta» pienso en mi interior. Pero a simple vista es tan humano como Julián y como yo. Su voz, me saca de mi ensimismamiento.

—Tiene usted buen oído, joven, lo ha adivinado: traigo varias espadas a la subasta. Pero una de ellas es realmente especial: la más hermosa y perfecta que se forjó y se forjará en años venideros.

La voz nos contagia su alegría, su entusiasmo. A punto estamos de pedirle que nos la enseñe aquí mismo, en el tren. Pero alguien tose y salimos de nuestro sopor. Nos sacudimos y es Julián el que habla primero.

—Es complicado que se vuelvan a forjar armas como esas en el futuro. Ahora todo es más contundente: con un arma química, adiós a la humanidad. La valentía quedó en el olvido.

El hombre nos mira con benevolencia.

—Puede que no todo haya sido olvidado —dice en un susurro, apenas perceptible. Después, añade en voz más alta—. Bien, no les molesto más, me bajo aquí: no encontré hotel en la ciudad y un amigo me ha ofrecido su casa.

—Si quiere nuestra tarjeta, sería un placer volverle a ver y poder admirar esa espada —Julián extrae de su cartera una pequeña cartulina con el logotipo de nuestra tienda y nuestros nombres.

—Julián Gracia y Adela de la Luz. Un hermoso nombre, señorita.

—Gracias, no es mérito mío, es el apellido de mi padre, claro.

Vaya tontería acabo de decir, como si el hombre fuera bobo y no entendiera lo que es un apellido.

—Mi nombre es Mélim y no tengo tarjeta de visita —tendió su mano que ambos estrechamos—. No falten, valdrá la pena.

—Allí nos veremos —repuso Julián.

—Hasta pronto.

Nos observa por última vez y, con un suspiro, se dirige a la salida. El tren llega a la estación y vemos cómo Mélim baja con su fardo apenas sin dificultad. Ambos nos miramos incrédulos.

—Algo extraño el viejo ese, ¿verdad? —comenta Julián sin quitarle la vista de encima.

—¿Viejo? ¿A ti te parece que es viejo? —Me sorprende su comentario viniendo de un gran fisonomista como él—. Aunque tampoco creo que sea muy joven.

—Sí, puede que tengas razón.

Se recuesta en el asiento y cierra los ojos. Así, descubro lo cansado que está Julián: tiene marcas de arrugas en su frente y alrededor de sus párpados. Me siento culpable por haberle arrastrado hasta la subasta y el Mercado de los que habló Mélim. Pero tenía tantas ganas de pasar con él esta semana en la playa…

—Mélim —susurra aún con los ojos cerrados— ¿No te parece un nombre extraño, Adela? Suena como Merlín, ¡qué ridículo!

—Sí, yo también me he dado cuenta, ya sabes que es mi mago favorito —Sonrío y le estrecho la mano que él acaricia. Me vuelvo a poner seria—. Pero todo en él es muy extraño, Julián: su bella sonrisa, sus ojos…

—Por no hablar de su voz, ¿no te has dado cuenta de su tono? Es hipnótica.

Julián y su fino oído.

—A pesar de todo, me transmite confianza; no sé cómo explicarlo

—Sí, a mí también —susurra de nuevo mi marido.

Una leve crispación, un suave siseo nos obliga a mirar a Sandokán. Allí, agazapado en su pequeña jaula, nuestro gato negro tiene las pupilas dilatadas y las orejas planas: está aterrorizado.

SINOPSIS

El capítulo 1 continúa con la revelación de la procedencia de Mélim y de que aquella espada que fue de nuevo forjada, le perteneció a ella y es la única que puede esgrimirla. Siempre y cuando Adela esté dispuesta a dejarlo…todo.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS