La elegida: Ella puede salvar al mundo o destruirlo

La elegida: Ella puede salvar al mundo o destruirlo

Andrea Tassara

07/02/2018

Prefacio

Desde el inicio de los tiempos, el bien y el mal siempre han estado cerca. Es imposible no recordar tantas guerras, conflictos de interés y problemas sociales. Este libro pretende no sólo mostrar la marginalidad de quienes no tienen voz ni voto, de las personas que habitan en barrios periféricos de la capital y sobre todo del país, sino que desea mostrar una salida y luz de esperanza a quienes no tienen derecho a participar en la organización de Chile.

A través de éstas páginas se muestra a la líder, la lumbrera de un barrio que apenas se esconde entre los muros de cemento combinado con barro. La opresión casi como esclavitud es imperceptible por las autoridades, pero a través de la protagonista nace un foco de luminiscencia que nadie puede opacar. En el camino, aparecen ángeles y demonios que de alguna manera son partícipes de ésta historia.

Nunca hay que olvidar que tras toda leyenda siempre existe un objetivo, un porqué y para qué. Doy las gracias a las personas que me inspiraron para crear un texto que pretende devolver la esperanza a los más pobres que no poseen una educación digna y se pierden en las poblaciones escondidas de la capital santiaguina.

También, dedico este relato a mi madre, Ariela Morales, que desde el cielo sé que está junto a mí y que hizo posible que finalmente pudiese redactar mi primer texto. Mi abuela, mi padre son importantes en el transcurso del relato, ya que aunque sus nombres han sido cambiados, fueron muy relevantes para contar un contenido sobre la población que hace algunos años atrás fue foco de violencia, drogadicción y prostitución.

Un abrazo para ti lector que haces posible que ésta alegoría pueda volver a revivir con cada ojeada que le das a cada carilla. Hasta siempre.

Capítulo I: El reconocimiento

Son las 21:15 horas. Una fotografía en un desconocido escritorio muestra a una pareja desconocida, un hombre de 28 años de edad de pelo crespo y bien peinado con una camisa celeste y dibujos cuadrados que la adornan, la combina con unos jeans desgastados y con patas anchas que se pueden entrever. Una mujer de 18 años con piel bronceada, cachetes redondeados y esbelta figura tiene una polera azul con dibujos circulares blancos y rojos. Su pelo cortado como melena es ondulado, muy negro azabache y en su cuello cuelga una cadena de plata con una piedra verde y en cuyo centro existe un grabado donde se divisa el nombre Mariella.

La pareja está abrazada. Él la toma de la cintura mientras posan en el estudio fotográfico. La imagen está intacta y pareciera aparecer una leve sonrisa entre los protagonistas. El escritorio es de color beige y se vislumbra una centena de papeles, cuadernos, celulares, fotos nuevas, viejas, además de revistas de viajes y otra decena de escritos muy bien guardados, casi como si fuera una sinfonía. El desorden es lo que más se destaca, ya que no existe un aseo prolijo en ese lugar, más bien es una habitación también color beige llena de ropa, una maleta morada, un clóset sin terminar con ropa de invierno y verano entremezclada y un montón de recuerdos, algunos sin descifrar.

La casa está toda decorada con objetos asiáticos. Un cuadro blanco justo en la entrada resulta imponente para cualquiera, ya que ocupa prácticamente toda la pared gracias a su enorme tamaño y tallados a mano donde se vislumbran siluetas de aves voladoras. La mesa del comedor es semi cuadrada, porque los costados están redondeados a propósito. En el centro, tiene además unas letras pintadas de tonos negros que resaltan del verde de la mesa fabricada de vidrio templado. Los sillones están perfectamente confeccionados para que el conjunto combine a la perfección.

Las habitaciones están llenas de luminosidad, ya que los rayos del sol se dirigen de forma perfecta durante las tardes, a partir de las 14:00 horas en adelante llega toda la fuerza color amarilla que traspasa las ventanas. La cocina también está acorde con el resto del hogar. Ollas, sartenes, platos todos ordenados de forma armónica con dibujos de flores amarillas, verdes y naranjas. Un cuadro está tirado en el centro de una pieza pequeña donde se sitúa una plancha para estirar la ropa.

Es el año 1978 y en la población José María Caro no existen mayores novedades. La señora Clara Rosa está cosiendo la prenda número 27. Como siempre, comienza su labor a las siete de la mañana y finaliza más allá de las doce de la noche. Su piel blanca y reluciente contrasta con las manos llenas de callosidades por el esfuerzo que debe realizar todos los días con la máquina de coser, además del trabajo extra que hace los fines de semana, porque colabora como auxiliar en la sección de Maternidad en el Hospital Clínico de la Universidad de Chile.

Usa siempre su cabello corto y un par de gruesos anteojos que la hacen ver un poco mejor las prendas que debe coser para sus clientas y puede «achuntarle» a la aguja. Ella piensa constantemente en darles una mejor vida y comodidad a su familia, ya que aunque su hija mayor se casó hace un año con tan sólo 19 años y se fue de la casa, le quedan aún las menores de las cuatro que tuvo junto a su ex marido Emiliano.

A veces, Clara Rosa se siente agobiada, pero nunca deja de cantar cuando está concentrada en su máquina cosedora. Las clientas llegan temprano y le llevan cientos de ropajes, algunos adornados, otros llenos de agujeros, a veces los últimos trapos que se arreglan una y otra vez para volverlos a utilizar. Bueno eso es lo que hace la gente de por acá, piensa Clara Rosa, ya que nadie tiene los recursos económicos como para comprarse una buena tenida y cambiarla todos los meses.

La máquina de coser es de color negro, a veces funciona de maravillas y en otras oportunidades se pega con algunas telas, sobre todo con las de nylon que son las más escurridizas de juntar por el material utilizado. Un canastillo de botones de todos los tonos siempre la acompaña cuando debe sentarse en su mesa de trabajo. El canastillo es de esos metálicos de los que traen galletas y confites, pero Clara Rosa lo reutilizó como guarda botones.

El resto del taller es muy sencillo: tijeras de metal, dedales, hilo blanco, negro y otros colores para la temporada de invierno, además de un reloj que a veces funciona y otras no, porque se le gasta la pila y no siempre se cambia.

A las 14:00 horas debe ir a comprar materiales para el taller, porque siempre escasea el hilo y los botones se hacen pocos con tanta tela por remendar. Se saca el delantal para alistarse, se pone ropa cómoda y se coloca un poco de crema para suavizar un poco los callos de las manos. Viajar de la «Caro» al centro para comprar cosas es lo más costoso, porque la micro se toma en Avenida Central, la calle principal del barrio que se conecta con el resto de las otras callejuelas pequeñas que todavía están sin pavimentar.

Pero lo dinámico de esta población es que siempre aparecen personajes que saludan a Clara Rosa o «Clarita» como la llaman los vecinos. Nunca falta alguien con quien conversar en la calle o en la micro.

_¡Señora Clarita, buenas tardes! ¿Cómo está don Rubén? _Le preguntó un vecino.

_Bien, está trabajando, ya mejor de las várices _Le dijo Clara Rosa.

_ ¡Ah! Tiene que cuidarse mire que esa enfermedad es complicada, se revientan después las piernas con la mala circulación sanguínea.

_ Sí, si se cuida. Va siempre al médico y se está haciendo un tratamiento con vendas especiales. Y ¿Usted Chalito cómo está?

_ Bien, mi cabro ya se fue a realizar el servicio militar. Todo anda en orden. Me voy a hacer la diálisis, adiós señora Clarita y saludos a Rubén.

_Adiós, Chalito.

Así como todos los días, Clara Rosa tomó la micro y se fue cantando y tejiendo mientras miraba el camino rumbo a la calle Rosas en el centro de la capital donde venden un centenar de artículos para coser, bordar, tejer, etc. Ella observaba y pensaba que existe tanto por hacer en el barrio, y también reconoce que ha tratado de ayudar a sacar un poco la ignorancia de la gente en tan aislado condado. Aún recuerda cuando llegó por primera vez a la Asociación de Alcohólicos Anónimos. Entró y saludó al presidente del lugar, don Esmeraldo Lillo, quien la miró y la hizo pasar con cara de preocupación y desconfianza. Luego de un apretón de manos, ella le dijo que quería participar en la organización.

_Pase por favor señora Clarita_ Dijo don Esmeraldo _. Dígame ¿qué la trae por acá? No me diga que ahora le dio por meterse en la ayuda social, porque nadie pesca a nadie por éstos lados, usted sabe que acá la gente es medio huevona, además no leen ni el diario ni ven noticias. Todos se dedican al pelambre y a comer como chanchos y los fines de semana se curan raja todos, por eso hicimos esta institución. Aquí las personas necesitan orden y disciplina, porque si no la tienen se llena más de huevones curados que les sacan la cresta a sus mujeres, luego vienen para acá a llorar la carta para que uno les consiga otra esposa o para que converse con la ex mujer y los perdone.

_Mire don Esmeraldo _Dijo Clarita_. Yo sé que acá la cosa está mala, pero usted conoce mi historia, crié a cuatro niñas prácticamente sola y mi marido se puso a tomar y no paró más. No tengo idea dónde estará ahora, porque lo eché de la casa después de la última cagada que se mandó y ahora quiero ayudar a las mujeres del barrio para que no pasen por lo mismo, ¿usted me entiende cierto?

_Claro, claro, claro señora Clarita. No faltaba más, si para eso estamos. Son todos medio tarados acá, pero con fuerza podríamos sacar a la institución adelante y obtener platita para que los cabros se rehabiliten. Sí, sí, sí, eso es lo importante que se curen de la borrachera. Camine por la casa a ver cómo la encuentra poh, usted saber que hay que hacerle algunos arreglitos menores, pero todo se puede, todo.

Al ingresar, Clara Rosa vio una casita de madera muy pequeña color celeste, las ventanas estaban sin vidrio ni pintura. Las puertas estropeadas por la humedad se encontraban con pedazos menos, como si las termitas se las hubiesen carcomido y los baños sin agua. Corrían goteras por todo el lugar, ya que existía una pequeña filtración que se traspasaba del baño al resto de las habitaciones. Estaba lleno de cucarachas y a veces se asomaba uno que otro ratón a saludar, así como que estaba en su casa y recibía a los visitantes.

Le llamó la atención a Clara Rosa que don Esmeraldo nunca haya hecho nada por reparar la casita tan dañada ni que tampoco hubiese conversado con los vecinos. Ni siquiera se detuvo a preguntarle por el estado del lugar ni nada, porque al fin y al cabo ella lo único que quería era ayudar. Entonces, no lo pensó dos veces y después de dar unas veinte veces vueltas por la organización y verificar los detalles que se debían reparar se decidió a comenzar una campaña puerta a puerta para recibir donaciones. Puso avisos en la radio local «La Caro City» para convencer a los vecinos de que era importante aportar con lo que fuera a la institución, con el fin de rehabilitar a quienes sufrían por los vicios del alcohol y la drogadicción.

Tardó más de un año en lograr que la campaña fuera exitosa, pero finalmente lo consiguió. En el verano, con citófono en mano caminó por toda la cuadra para poder juntar el dinero que les faltaba, y sacar adelante a todos esos «curaditos» de la Caro. Era el último esfuerzo, pensaba Clara Rosa, entonces reordenó todo y conversó con las vecinas, además tuvo una seria reunión con los dirigentes sociales y con el mismísimo alcalde para que pusiera la plata necesaria para aquella organización.

De tanto «catetear» como lo llama Clara Rosa, al final logró que le pasaran una buena suma de dinero y con los vecinos que no tenían nada que hacer en todo el día, porque se dedicaban a pararse en las esquinas, se puso de acuerdo para que se ganaran «unos pesos» y pintaran la fachada de la asociación. Compró pintura blanca, cambió los vidrios rotos por nuevos, puso una puerta bonita color café y se consiguió a una persona para que cambiara el piso de la oficina. También sacó la gotera que mojaba la casa y al fin se terminó la filtración.

Con el municipio de Lo Espejo logró fumigar la casita y se fueron los ratones y las cucarachas. Obviamente que don Esmeraldo no lo podía creer e incluso dijo: ¡Esta doña sí que sabe! Cuando vio la sucursal alcohólica transformada.

Un dos de enero, recuerda Clara Rosa, juntó a todos los vecinos de la J. M. Caro y oficializó su presidencia en la renovada Asociación de Alcohólicos Anónimos de la villa, con festines, una pequeña completada con jugos y bebidas. Los vecinos felices se amanecieron bailando toda la noche y el Mauro, uno de los rehabilitados por la entidad, le llevó flores y chocolates para agradecerle que había podido volver a su casa tras dos años de terapia sicológica y abstinencia, además de pedirle perdón de rodillas a su mujer por haberla maltratado por el trago.

Se dice que incluso el alcalde de Lo Espejo invitó a salir a Clara Rosa y le ofreció postular de concejala para representar a la comuna en las próximas elecciones, pero ella no quiso porque la política no es lo suyo y tras la dictadura nada volvió a ser como antes, pues ya no existía una mayor libertad de expresión, no se podían realizar mayores comentarios personales ni menos conversar con gente desconocida, pues cualquiera podía ser «sapo» y tirarte a los «milicos». Entonces, la Clarita prefería hacer su labor en silencio, porque ella se contentaba con ayudar a los demás, sentirse útil y sacar un poco de la ignorancia a quienes lo necesitaban.

La línea del tren divide las otras localidades. La J. M. Caro como le dicen los más pitucos, colinda con la Clara Estrella, Santa Abriana y el barrio Chino. Todas aparecen en los diarios y en la prensa como barrios marginales, porque existe un nicho de drogadictos y «pasta baseros» que casi siempre andan pidiendo plata para comprarse un «pito» o también para emborracharse hasta más no poder. Éstos disfrutan parándose en las esquinas de los pasajes y generalmente pasan horas de pie conversando entre ellos o esperando alguna señal. Se hacen gestos entre ellos y luego corren o realizan sus intercambios en plena vía pública.

Las mujeres de los «drogos» casi siempre están en la casa y van a la feria que se coloca los fines de semana a comprar frutas y verduras. También se paran a fumar afuera de sus hogares y parlan sobre la teleserie de las 15:00 que sólo unas pocas pueden ver, porque la televisión a color llegó sólo hace una década y la radio es la fiel compañera de muchas de las vecinas. El radioteatro en las frías noches en «La Caro» las entretiene, porque con el conocido «Doctor Mortis» y otras obras, ellas se ríen y lloran lo que no pueden demostrarle a sus otras vecinas, que seguramente pasan por lo mismo pero lo deben disimular, porque como se dice: «El pelambre es el centro de atracción y nada se les escapa» dice Clara Rosa mientras termina la prenda número 31.

Las casas son sociales. El gobierno les entregó un par de piezas sólidas a todas las personas que no tenían dónde vivir y el resto es un patio cubierto de tierra y polvo que deben barrer todos los días, porque o si no entra la suciedad y el barro a las habitaciones. En la entrada, existe una reja de madera acorde con el resto de las propiedades, todas iguales.

Al lado de Clara Rosa, la vecina doña Zara grita todo el día a su hijo Gualo, quien posee una enfermedad incurable, porque no puede controlar los músculos del cuerpo y éste debe caminar encorvado con la cara chueca y con suerte puede hablar o más bien dicho parafrasear lo que quiere decir. Los «drogos» y las «viejas de la pobla» como les llaman, ya lo conocen porque es prácticamente la mascota del pasaje Nueva Oriente, donde camina y saluda a los «cabros piteros», quienes le dan la mano y se ríen de su andar.

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