Capítulo I
Primera parte
1
—Pero has tirado a la basura tu diario.
—Sí, es que estaba harto de escribir en él.
—Pero no lo he tirado a la basura, no, lo he quemado. Hice una pequeña hoguera en medio del campo, al lado de una encina.
—Ha ardido junto a decenas de bellotas del año pasado, de las ya secas y marrones, de las caídas. No sé qué ocurrirá con las cenizas, la verdad es que no.
—No.
—A lo mejor las utilizan las hormigas para hacer un cemento gris y negro. Harán una pasta con el agua de la lluvia que venga.
—Pronto llegará el frío y tendrán que prepararse.
—Podría ser.
—Estoy de acuerdo, sí.
—No queda nada.
—¿Y ahora qué vas hacer?
—¿Dónde vas a seguir escribiendo?
—Aquí.
—¿Aquí?
—Sí, en este nuevo diario.
—Un cuaderno de tapa blanda y páginas blancas. Muy sencillo, corriente. Lo compré ayer.
—Pero entonces es lo mismo, otro diario, un cuaderno donde escribes.
—No, no es lo mismo.
—Esto es un diario dialogado.
—¿Y qué diferencia hay?
—¿Y con quién hablas?
—Con todos nosotros.
—¿Nosotros?
—¿Cuántos somos?
—Varios, no lo sé.
—¿Y antes?
—Somos los mismos.
—¿Seguro?
—Ha ocurrido algo.
—Sí.
—Dentro.
—Y muy lejos.
—¿También?
—¿Dónde?
—¿Pero qué?
—Espera.
—Espero.
—Pero si no nos lee nadie.
—No.
—No.
—¿No?
2
—Cuéntanos, cuenta.
—Es la primera vez así, de esta forma.
—Es extraño.
—Que escribimos este diario dialogado para recordar lo que fuimos. Lo que somos ahora.
—Como hacíamos antes.
—Sí.
—También lo que nos va ocurriendo, lo que pensamos. Ideas que tenemos, las vamos dejando aquí apuntadas. El día a día.
—Igual.
—Lo podremos releer en el futuro.
—Y que la memoria se reconstruye mejor así.
—Y escucha.
—Sí.
—Di.
—Que cada cuaderno completo lo voy a guardar donde los otros, los de antes; con el año al final escrito, y el mes. Pero voy a escribir una de enorme en las portadas de los dialogados, en mayúscula.
—D.
—Eso es.
—En la tapa blanda.
—Sí.
—No d, pequeña, minúscula, de diario.
—Vale.
—También porque no podemos dejar de escribir.
—Sigue siendo lo mismo. Nada cambia.
—Desde dentro.
—De lo de fuera.
—Casi todos los días, desde hace muchos años, seguimos escribiendo. Diarios, sobre todo diarios, tenemos muchos almacenados, en cajas, apiladas pueden formar incluso una mesa; pero también algunos relatos cortos, que no están mal.
—Lo que vamos pensando sobre el mundo.
—Lo que tú piensas, lo que ves, lo que sientes, lo que ocurre, lo que experimentas, lo que quieres.
—Deseas, lees, hablas, dices, escribes.
—¿Nada más?
—Aunque nos gustaría poder escribir algo más extenso. Tener esa capacidad. Unas vidas más largas.
—Una buena novela. Pero que cambie algo.
—¿Que cambie algo?
—Que esté fuera y pueda ser leída por otros. Que exista, que exista.
—Que exista.
—Que exista, sí.
—¿Y el diario?
—Se queda aquí, sólo nos sirve a nosotros. Encerrados los cuadernos en la oscuridad.
—¿Nos sirve?
—No sé.
—¿No sé?
—Sí, sí que sirven.
—Es verdad. Al hablarnos, al contestarnos.
—Claro.
—Dentro y dentro, dentro.
—Tienes razón.
—Pero hay que salir, irse. Salir de aquí.
—También.
—Sí.
—Es cierto.
3
—Sí, pero todavía no tenemos muy claro qué contar.
—Tenemos muchas dudas, no nos quedamos claros.
—¿Por dónde empezar?
—¿Y qué añadir? ¿Qué contar?
—No sabemos contarnos.
—Pero habrá que seguir.
—Es complicado.
—Vamos por ahí hablando solos por la calle, de ahí debe venir todo esto, a lo mejor. Nos discutimos por la ciudad, por las aceras, entre la gente. De camino a la biblioteca central, hace unos días. A la salida, en el bar, tomando algo, café. Nos hablamos en silencio. Viendo qué ocurre y tomando notas para futuras.
—Nos hablamos.
—¿Y a los demás?
—Hay que callarse cuando cruza alguien.
—O no.
—Muchas veces rompo a reír, estiro la cara, abro la boca.
—Así.
—Mira.
—Miro.
—Entra mucho aire en la boca.
—O nos gusta mucho pasear por el campo, lejos de esa ciudad enorme a cincuenta quilómetros. En casa.
—O ver los caminos que hacen las hormigas, seguirlos de una punta a otra, hasta el agujero donde entran en la tierra y desaparecen.
—O el paso del arroyo en el pueblo de abajo, tan pequeño que se puede cruzar de un salto.
—Pero esa agua llegará hasta el mar, desembocando de río en río.
—Eso es importante.
—Al mar.
—O caminar de noche por las calles poco iluminadas, las calles largas y vacías. Todos en sus casas, las luces dentro.
—Tú, fuera.
—O ir en bicicleta por los caminos de tierra que tan bien conoces. La tierra y los campos que rodean el lugar donde vives. Las carreteras rectas y llanas y extensas, sin aparente final.
—O…
—Te hablas dentro.
—¿Apuntamos aquí cómo la llamas? ¿Para el futuro?
—¿El qué?
—Para los años que vengan.
—Para cuando seas anciano y ya no te acuerdes.
—Te releerás como a un desconocido cercano. Como esas personas que sientes que conoces de casi toda la vida.
—Sí.
—Tú releerás.
4
—La llamo la Cleta.
—¿Tu bicicleta tiene un nombre?
—Sí, la Cleta. Con la ce mayúscula, con forma de luna cuando se pone de lado.
—En lo alto del cielo. Arriba.
—Es bonito, sí.
—La palabra.
—Nombrar.
—También.
—Cuando vas en ella las ideas fluyen mejor en ti. La sangre te corre más rápido bajo la piel, el corazón, la mente, los nervios.
—Cuesta abajo es como si la tierra te empujase hacia dentro.
—Te tragara.
—Te dejas caer, caer, caer.
—A veces has vuelto a casa con muchas ganas de empezar a escribir un relato, tenías una buena idea, algo que decir, pero luego no sabías cómo continuar ni qué escribir a continuación.
—Te detenías. Se te iba la ilusión, la vida.
—Acababas constatando en tu diario el fracaso. Apuntabas tal.
—Que si estaría bien escribir sobre tal.
—Que si esto debe ser contado y leído, a ser posible.
—Que si…
—Pero se te iban los personajes, te ibas tú mismo. Ni idea.
—¿Yo?
—¿Quién?
—Tú.
—Y era imposible escribir.
—Te ponías muy triste, sentías que no servía para nada.
—Que no servías.
—Nada.
—¿Venimos de ella?
—¿De la Cleta?
—Claro, si no hubiera sido muy complicado idear esto del diario dialogado.
—Tienes razón.
—Ir en bicicleta.
—Veloz.
—Como una perdiz.
—Buscando arroz.
5
—Hacía falta agilidad, velocidad.
—De un lado al otro.
—Movimiento continuo.
—Hemos vuelto de quemar el diario de antes, se lo estará tragando la tierra. Lo hará suyo.
—Las raíces.
—Los árboles que nos rodeaban eran encinas.
—¿Cuántos años tendrán?
—¿Nos paramos?
—Fue hace poco.
—Quise ver si ya habían salido las nuevas bellotas de la encina solitaria. La que nos gusta tanto.
—Las bellotas nuevas.
—Las nuevas bellotas.
—Sí. Estaban todavía verdes, algunas empezaban a ponerse marrones.
—Pensé que podríamos coger algunas y llevarlas a la ciudad. Dejarlas por ahí, dentro del metro, en las mesas de los bares y cafeterías, en las aceras.
—O se las podríamos dar a la gente.
—Quizás.
—Te has guardado unas pocas en la mochila.
—Les vamos a decir que si las plantan saldrá una encina.
—En la ciudad.
—Me parece una gran idea.
—Sí.
—Sí.
—Sigue.
6
—Hoy poco.
—Poquito.
7
—Me llamaron para seguir con el trabajo de siempre.
—Algo hay que hacer para seguir adelante.
—Sí.
—Y así te pasas por la cafetería y sacas unos cuantos libros de la biblioteca central.
—No me gusta ir.
—La ciudad.
—Ni siquiera es demasiado grande. No hay ningún lugar para verla desde arriba, entera, toda. A vista de pájaro, al vuelo. Como esos ojos que planean.
—¿Qué ojos?
—Pero te necesitan.
—Por mi aspecto.
—No saben nada de mí, tampoco les conozco.
—Es necesario.
—Ojalá pudiera elegir.
—Ojalá pudiera borrarme el rostro.
—De alguna forma eliges.
—¿Cómo?
—Al escribir aquí todo, eliges.
—Pero no es suficiente.
—¿Qué elijo?
—Contesta.
—Voy en contra.
—Mi contra es contra el aburrimiento.
—Y a pesar de ello vas.
—Es necesario.
—Por eso esperas.
—Y escribes.
—Deseas.
—Deseas tanto.
—Tanto.
—Ya lo creo.
—¿Entonces?
—Habrá que ir.
—Mejor.
—No.
—Y sacas algunos libros antes.
—Y te tomas un café, así te animas, que toda la noche trabajando de cara al público es duro.
—A ver cómo siguen esos espejos.
—Eso.
8
—Nada que anotar hoy.
—¿Nada?
—Nada la bala en el agua.
—Como si fuera de lana.
—Va y va.
—¿Anda y anda?
—Porque ya no es bala.
—Es otra.
—El trabajo bien, como siempre.
9
—Escucha.
—Algo no cuadra, espera.
—¿Qué?
—No puedo dormir.
—¿Qué hora es?
—Te has puesto a escribir.
—A escribirnos.
—Di.
—¿Por qué? ¿Qué sentido tiene todo esto?
—¿Nosotros?
—Nuestro diario dialogado, sí. Sí. El cambio.
—No lo sé.
—El cambio, es brusco.
—Sí lo sabes, es por algo.
—El hartazgo de lo anterior. Quedó atrás. Hay que intentarlo de otra forma. No nos vamos a quedar siempre encerrados, no hay suficiente aire, no hay luz.
—¿No?
—Pero…
—Así te expresas mejor. Sí.
—Pero es otro diario, de aquí no va a salir nada. De nuevo al cajón y a quedarse en la oscuridad.
—A releer.
—Pero has encontrado una forma adecuada de contarnos.
—Discutirte.
—Pero tiene que haber algo más.
—¿Aparte de nosotros?
—Algo ahí fuera.
—Es muy de noche.
—Lejos.
—Está todo muy oscuro, no se ve la luna. No hay nada, nadie.
—Todo un mundo.
—Muy lejano, pero al lado.
—Es mejor poder hablar.
—Establecer un diálogo.
—Llegar a algo.
—Claro, a alguien.
—No escribir y escribir para uno mismo.
—Llenar y llenar cuadernos. Almacenarlos. Y apilarlos. Y que tantos juntos, uno encima de otro, hagan formas, forma de mesa, y hasta forma de armario cerrado alto y empotrado.
—No.
—Tenemos que confiar en esto. Vamos a hacerlo por una vez.
—¡Venga!
—Nunca acabas nada, sólo empiezas. Atisbos.
—Pero no puedes dormir.
—Es dormir y se cierra el día. Fin.
—Piensa en un final.
—Cuatro personas esperan a que lleguen otras.
—O a que ocurra algo.
—Están en lo alto de una montaña, divisan toda la tierra a lo lejos. Alcanzan a ver cientos de quilómetros. La inmensidad está vacía. Todo en calma allí abajo, algunos árboles se distinguen. Un camino de tierra cruza de lado a lado, otro igual. Cada vez se distinguen más, que se atraviesan entre ellos, pero no hay nadie. Pero los ha debido hacer alguien, hace mucho tiempo. Sólo hay polvo de la tierra que se levanta, ha empezado a soplar el viento ahí abajo.
—Los que están en lo alto se miran entre ellos.
—Y empiezan a hablar.
—Sería un buen lugar para vigilar al enemigo cuando venga del norte.
—Si viene del norte.
—No tienen otra opción.
—Podríamos contemplar su avance.
—Es un lugar privilegiado.
—Prepararnos.
—Ellos apenas nos verían, tendríamos mucho tiempo para la defensa. Desde aquí nuestro ataque sería perfecto.
—O podría no haber guerra.
—Entonces nos lanzaríamos hacia abajo, volando. Sería una caída maravillosa, planeando. Ahora que empieza a caer el sol.
—Veríamos esos caminos de cerca, los árboles también.
—Miraríamos hacia arriba, hacia aquí. Volveríamos a vernos, donde estábamos, donde estamos.
—Y se les hace de noche.
10
—Hoy nos hemos pasado con el café, te has tomado tres solos.
—Fue irte a la ciudad, entrar en esta vorágine. Aprovechaste para sacar un par de libros de la biblioteca y devolver los del otro día.
—También para recoger el dinero del trabajo, hacer la cola, esperar junto a otros iguales, cobrar el cheque en el banco de al lado.
—Miles de miradas, miles de personas. Miles de vidas.
—La ciudad.
—Pero nos hemos traído el diario de nuestros diálogos a nuestra cafetería preferida de la ciudad.
—¿Es la de siempre?
—Claro.
—A lo mejor también querías cambiar de lugar.
—No, me sigue gustando mucho.
—Seguimos aquí. El camarero dice que todo sigue igual por el barrio. Los clientes de siempre y los turistas de a veces.
—Te gusta mucho hablar con él. Te muestra otro mundo. Como si fuera un testigo de lo que ocurre ahí fuera mientras no estás.
—Su dentro.
—Y está siempre.
—Que si con el frío se piden más cafés con leche y menos vino, aunque siempre están los que no cambian, a los que les da igual y siguen a lo suyo. Los buenos perseverantes de sus cosas.
—Eso lo has añadido tú.
—Sí, pero no se lo digo. Le dejo hablar.
—Que si el pianista toca canciones que nadie conoce y así los que vienen pueden hablar mejor entre ellos. Esos pianistas, y hasta cantantes, expertos en tocar y cantar de fondo. Todo un arte, dice, y que les pagan por ello.
—Que su compañera dice que a ver si cambian los espejos o los dejan, que son muy antiguos, pero que dan mucha solera al lugar, y eso hay que mantenerlo, que a la gente le gusta mucho estar en lugares antiguos y con mucha vida entre sus cosas.
—Aunque no te has podido sentar donde siempre. Había una mujer.
—¿Y le has dicho algo?
—No le he dicho nada, pero me he imaginado un diálogo con ella.
—Sabes que eso no sirve de mucho.
—De nada.
—Estaba leyendo, concentrada. Tocaba la cucharilla plateada. Así entre las manos, de un lado a otro. Mira.
—Así.
—Pero lo he escrito, y cuando me he levantado de camino a la barra, le he pasado el cuaderno. He ido a pedir un vaso de agua. Cuando ha acabado se ha sentado a mi lado. Le ha debido de gustar. No me lo esperaba, la verdad.
—Sorprendente.
—No es cierto, te lo estás inventado.
—¿Lo escribiste aquí?
—¿En este cuaderno?
—Lo podría haber leído todo, desde el principio.
—Tienes que tener cuidado.
—Ya sabes que aquí dentro está todo lo nuestro, lo que somos. No puede andar por ahí como si nada. Imagínate.
—Imagínate que alguien un día descubriera todos los diarios que has escrito. Los miles pensamientos y acciones.
—O solamente alguno.
—Me arriesgué.
—¿Y qué hubiera leído?
—Es igual.
—¿Y qué escribiste?
—Cuenta.
—¿Qué leía?
—No lo sé.
—¿Y ella?
—¿Y tú?
Sinopsis: Al inicio hay un diario dialogado, el escritor dialoga consigo mismo, se va discutiendo porque considera que es una forma acertada de conseguir ir más allá del propio diario, siempre encerrado en sí mismo. Después, cuando aparece ella y se escriben, en una cafetería del centro de la ciudad, cuando él está ya nervioso por el café oscuro y solo, el diario dialogado emprende su aventura y se convierte en lo que siembre había deseado, aunque sea treinta años más tarde.
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