Coordenadas del silencio

Coordenadas del silencio

CAPÍTULO UNO

1

La edad de recorrer caminos había llegado. Samuel Pereira no soportaría más ese pueblo que se aferraba al barranco desolado en donde las vacas y la gente tenían por destino común repetir amaneceres, anunciados por el sonido de la única campana que ―como un pájaro errátil― sobrevolaba las horas. Sonido de campana que siempre se perdía en la distancia y en los mundos interiores que cada hombre arrastraba consigo.

Jamás se supo quién fundó a Soledades. Allí estaba, desde siempre. Por la orilla del río pasaba la carrilera, el viento silbaba en los techos de palma y en los resquicios de puertas y ventanas formando torbellinos que se disipaban en las interminables horas de la tarde, mientras que los últimos rayos de luz arrastraban los colores hacia los acantilados de la noche. La luna refulgía en los árboles, en el silencio del campanario y sobre la arcilla encalada de las paredes de bahareque.

Soledades era solo un punto de referencia para los maquinistas, pues allí el tren jamás se detenía; el día que pasaba, un sentimiento de abandono se instalaba en el alma de los lugareños; minutos antes, el pueblo se colmaba de afanes y de un ambiente parecido a la alegría. Era como si la semana se adelantara y llegara un domingo en miniatura; por todas partes se veían vendedores de refrescos, de globos y dulces de colores. Bajo los tejados de hojalata se protegían del calor los arlequines, los manipuladores de fuegos pirotécnicos y otros hombres vestidos de payaso, que tocaban una marcha en los tambores abandonados por una banda de guerra que ―años atrás― había pasado por Soledades y nunca regresó por ellos.

Los habitantes lucían para ese momento sus mejores trajes y cada uno se hacía a la ilusión de pertenecer a los ensueños de algún pasajero, del lado de los viajeros ―veleidades de la mente― el sentimiento era recíproco.

Al acercarse la hora, los niños salían de la escuela. Desde la ventana de su casa, el Capitán, un hombre que la guerra había lisiado, miraba la posición del sol, se acomodaba en la silla de ruedas y se dirigía a la estación; el antiguo militar había asumido como una obligación, como un deber que lo dignificaba, colocar la bandera verde en el sitio de costumbre.

Juan Bautista, el párroco de aquella comarca, se acercaba caminando sobre la gravilla y el polvo de la calle. Se había pasado toda la vida esperando que lo trasladaran a una ciudad grande, pero sus superiores lo habían olvidado.

Un perro flaco y sin dueño, que había llegado a Soledades una mañana de lluvia, se tendía cerca de los rieles con una expresión de abatimiento que hacía suponer, a quien lo observara, que por su cerebro rondaba la imagen de un suicidio. Era un lánguido can, de pelaje hirsuto y sin alcurnia, como todos los perros sin amo y sin hogar, que a cambio de su condición de perro maltrecho, de la escasez de pitanza, de la falta de un techo… vivía en libertad.

Soledad Santos, una niña de ojos claros, buscaba la sombra de los árboles para esperar lo que todos esperaban: ¡nada!

Y el sol, sin que nadie lo observara, también asistía. Una brisa cálida cerraba los ojos, para que todos vieran ―desde un sueño unánime― ese tren que se desprendía cerro abajo con su estrépito de hierros y vapores.

Para llegar a Soledades, después de haber abandonado los bosques de la cordillera, se debían recorrer grandes extensiones de arena; por eso el viajero anhelaba detenerse bajo sus árboles de mango y tamarindo, sentir el sosiego de las casas solariegas. Por su parte, los habitantes de Soledades ―a pesar de las calles empedradas con esmero y del sonido del agua que a veces corría por el río― añoraban estar de viaje por aquella carrilera.

En el momento supremo del paso del tren, la sucesión de ventanillas era la única relación con el transcurso del tiempo; un minuto después se regresaba a esa quietud propia de los caseríos abandonados a la canícula y a las ventiscas de arena.

Soledad Santos ―la niña de ojos claros― propuso una tarde al Capitán una idea que había concebido:

― ¡Capitán!, encerremos a Soledades con los rieles que hay amontonados detrás de la iglesia, para que el tren gire y gire, y cansado… ¡Se detenga!

― ¡Buena idea! ―exclamó el hombre. Y agregó:

―Pero… ¿para qué quieres que se detenga?

―Para irme ―respondió Soledad―, así como usted alguna vez quiso hacerlo.

―Buena idea ―repitió para sí el Capitán, mirando al suelo―. Sus labios se movieron, quisieron decir algo, pero solo un murmullo abanicó el aire.

―La idea era brillante―, pensó.

El Capitán se reunió esa noche con la maestra, con el párroco, con el dueño del granero y otras personas importantes de Soledades. Se convino entonces que el miércoles de ceniza, Juan Bautista explicaría en la misa qué debían hacer los pobladores para que el domingo de ramos, el tren se detuviera.

La mañana que dio inicio a la cuaresma, los habitantes de Soledades se habían reunido en la plaza de mercado; cuando el párroco hizo el anuncio un grito de júbilo estalló en la iglesia, recorrió las gradas del atrio, pasó como un vendaval por los tenderetes del mercado, se llevó consigo los sombreros de algunos paisanos y se perdió en la lejanía. En la iglesia, las mujeres abanicaban el aire del recinto con sus pañoletas de colores, los niños corrían por entre las bancas de madera; afuera, en el extremo opuesto de la plaza, los caballos y las mulas piafaban, mientras que un grupo de personas buscaban a la niña de ojos claros. Cuando la hallaron ―escondida tras una de las puertas laterales―, la alzaron en hombros y, sin que nadie supiera por qué, empezaron a cantar:

Es María la blanca paloma­­,

Que ha venido a América,

Que ha venido a América,

Que ha venido a América a traer la paz”.

El impulso desatado por la propuesta de Soledad Santos los llevó a organizar grupos de trabajo: las mujeres prepararon refrescos de limón, los hombres afirmaron el terreno, derribaron algunos árboles y ensamblaron los rieles; por su parte, los niños guardarían para siempre en el recuerdo la actividad febril de los adultos, construyendo esa gran circunferencia de hierro que delimitaría ahora a Soledades; más allá, quedaba el mundo.

La noche de la víspera, mientras la luna brillaba sobre la carrilera y sobre las palmas, nadie durmió; la maestra imaginaba al maquinista descendiendo por las escalerillas de la locomotora, el Capitán se encontraba con un veterano de su compañía y ―una vez más― planearían la estrategia para cambiar el destino de esa bala que lo había anclado para siempre a la silla de ruedas; y Juan Bautista escribiría a la curia solicitando ayuda para su parroquia.

Todo el caserío preparaba el acontecimiento; se pintaron con cal las paredes de las casas y la iglesia, se barrieron las calles y se engalanaron con flores los zaguanes; de las ventanas colgaron cuadros de La Virgen del Carmen, del Sagrado Corazón de Jesús y de La Última Cena; no faltó quien dijera que en ese tren llegaría un Enviado del Señor, a borrar el pecado original de un pueblo en donde los males del mundo apenas estaban germinando. Y así fueron pasando las semanas y los vientos norestes, hasta que al fin llegó el día señalado.

Por ser un “Domingo de Ramos” se organizó una procesión con los santos que custodiaban los vitrales de la iglesia; algunos pobladores quisieron cargar a Soledad, para que representara a la Virgen María, pero ella se negó. Los niños llevaban banderines tricolores y formaron según lo dispuso el Capitán. Juan Bautista oficiaría la misa bajo el toldillo que las ancianas instalaron en la plaza. Juana Peralta, la hija del comisario, encontró en el fondo del baúl el perfume que le regalaran en un lejano cumpleaños. Recostada en un tamarindo, la niña de ojos claros, espera. Y el perro…ahí; desde el día en que se fundó a Soledades.

Al final de esa mañana apareció la locomotora sobre el fondo de las laderas, halando los vagones de siempre; el humo dibujaba en el horizonte caballos que galopaban hacia las nubes, al conjuro de un silbato de vapor. El maquinista se acomodó en la ventanilla para mirar ese lado del pueblo; y al darse cuenta que algo extraño sucedía, pues la secuencia de colores alteraba los paisajes mecanizados por su memoria, se enderezó, en el preciso momento en que una curva ―nunca antes recorrida― lo traía de regreso a Soledades, como si giraran en torno de un recuerdo. El universo quedó en silencio; el tren, en ese infinito y galáctico conjunto de segundos se transformó en fantasma, en un pueblo andariego que se iba deteniendo con los últimos estruendos del vapor; el fragor de las bielas perdió fuerza y, ¡de repente!, un estallido de júbilo reintegro los sonidos al espacio y se apoderó de todos aquellos que batían sus sombreros en señal de bienvenida.

¡El tren se había detenido!

Y como una premonición, surcando el cielo, una bandada de palomas rojas se dirigía hacia el mar.

El Capitán fue el primero en avanzar, impulsando la silla de ruedas con sus manos. Del tren, ¡quién lo creyera!, descendió el compañero veterano de la guerra.

¡Se abrazan!… ¡Se miran!… ¡Dudan por un momento de su existencia!

Después dereconocerse” se acomodan en la casa orillera, que con sus paredes desconchadas y sus dimensiones eclesiásticas ha sido por muchos años la estación ferroviaria; allí empezaron el recuento de las viejas angustias en el campo de batalla, sin importar que la imaginación o la nostalgia los llevasen a discurrir por lugares y situaciones que nunca existieron. ¡Desde ese día!… ¡solo a partir ese día!, el Capitán ―que se desempeñaba como jefe de estación―, pudo colocar la bandera roja en el mismo lugar en donde, por muchos años, colocara la bandera verde. Por su parte, Juan Bautista comprendió, desde la lectura de las primeras líneas de la carta que le entregaron, que se trataba de un formalismo, que su deseo de ser trasladado a una ciudad grande estaba muy lejos de cumplirse.

De tanto pasar y mirar por la ventana de la escuela, el maquinista se había enamorado de la maestra, ya sabía que era la hija del comisario. Heriberto Almeida imaginaba que el tren se detenía y que la mujer lo recibía con su blusa roja, su pañoleta blanca y su nítida sonrisa.

Solo después de la misa campal con voladores y triquitraques, y del almuerzo al aire libre al que fueron invitados todos los viajeros, los habitantes de Soledades pudieron liberar sus sueños aplazados. Algo parecido a una fiesta de disfraces recorrió las callejuelas empedradas y rebasó los umbrales; sirva como ejemplo el caso de Juana Peralta, quien caminando junto al maquinista mostraba su alegría, ella también estaba enamorada; siempre que el tren pasaba por la escuela, se inclinaba para verlo mejor a través del cristal roto en la única ventana. Ahora todo sería diferente: no más brazos levantados para saludarse fugazmente, sin saber ni siquiera sus nombres; ya no sería ―para él― sólo una blusa roja y una pañoleta blanca anudada al cuello, que se perdían en la distancia; No, había llegado la hora del amor. El viento mece el badajo, tañe la campana, ¡promulga el encuentro! El maquinista la lleva abrazada y ceñida a su costado, la soledad que habitaba en sus corazones desaparecerá por muchos años.

Como Juana Peralta lo deseaba, le dijo en su momento al comisario:

―Papá, déjelo que viva en la casa orillera, me quiero casar con él.

Cuando el comisario le ofreció la estación del tren para que se alojara, Heriberto lo agradeció con el corazón, pero cuando Juana Peralta, al final de esa tarde le llevó comida y mantas para la noche, lo agradeció con el alma. Su ternura, su sonrisa y su cuerpo de mujer se le fueron filtrando por entre los laberintos de los sentidos. En la penumbra de la alcoba, sobre las sábanas olorosas a hierbabuena, una rosa brinda su fragancia al forastero. Los muslos morenos, los mortiños de los senos… y la blusa de seda cayendo por los brazos infinitos.

Antes de que el tren partiera y mientras cada quien se dedicaba a lo suyo, el comisario telegrafió al jefe municipal del ferrocarril para que nombrara a Heriberto Almeida, Conductor Itinerante de Estación en Soledades; funciones que alternaría con las de maquinista.

Desde esa memorable época, el tren se detenía en el caserío. Por eso, escondida en la última ventana de la estación, la niña de ojos claros espera que el tren reinicie su marcha desde Soledades. Ella será la primera en escapar.

SINOPSIS

Coordenadas del silencio es un trabajo literario que entrelaza la trama narrativa con algunos visos históricos que se desarrollan en lugares reales y fantásticos de Colombia y el mundo.

Se novelan en este manuscrito la vida de personajes que transitan la época de la esclavitud, los trenes a vapor, las guerras civiles, el amor y un proceso de paz.

Alguno de sus personajes deambula por los caminos de estas tierras acompañado de un chimpancé ajedrecista y de una mujer que, siendo niña, propone a su pueblo la construcción de una carrilera circular, para que el tren —algún día— se detuviera en Soledades.

Se fundan pueblos fantasmas y fortalezas medievales y, por entre los mares de la imaginación, se navega hasta la remota isla de Saralém, en donde algunos sabios perdidos construyen con máquinas irreales, una cosmogonía alucinante.

Gran parte de la trama narrativa se desarrolla en las selvas del departamento del Chocó, en Colombia. Otros momentos de la novela se desarrollan en Bogotá, pero en general se navega por una geografía imaginaria que ubica al lector en una aventura de carácter insólito. Tres lugares con nombre similares: Soledades, La soledad y Soledad invitan a la imaginación por un recorrido cuidadoso para entender que varias generaciones, con los mismos sueños de amor y de felicidad, han trasegado una historia que a todos les pertenece por igual, desde el imaginario irracional del tiempo y del espacio; porque para todos los pueblos de la Tierra, desde la época pre-babilónica hasta nuestros 2018 años después de Jesucristo, lo anhelos de eternidad y de felicidad perpetua han hecho parte de sus sueños.

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