INTRODUCCIÓN

Vicente García ya está muerto, pero todavía no lo sabe. Camina por una de las aceras de la Gran Vía madrileña buscando una administración de lotería para echar la Primitiva. Después planea entrar en un bar y almorzar. Ha madrugado mucho. Esta mañana ha tenido que venir a la capital desde el pueblo donde vive para arreglar unos documentos del pequeño almacén de materiales de construcción que regenta junto a su cuñado, Mario. No hace mucho que han abierto y aún están de papeleo.

Dicen que las administraciones públicas fomentan al emprendedor pero para Vicente y su cuñado todo son mentiras. Están ahogados con tanto trámite. Si no te falta un permiso tienes que rellenar algún formulario o pagar alguna tasa. «Vaya una mierda», piensa el hombre mientras busca en las bocacalles una administración de lotería. Recuerda que está por allí, ya que el mes pasado también tuvo que bajar a Madrid y aprovechó para rellenar los boletos. Suele jugar en el pueblo donde vive, en la zona sur de la comunidad, pero esta semana se le ha pasado.

A pesar de la hora que es, la calle está atestada de gente que corretea de un lado a otro con prisas, siempre con prisas. Estamos en septiembre. Ya han terminado las vacaciones para la mayoría y la Gran Vía ha recobrado su pulso. Vicente odia la capital, el tráfico, la contaminación, el trajín arriba y abajo que parece no llevar a ninguna parte. En su pueblo es diferente. Las personas se paran cuando se cruzan con algún vecino y charlan un ratillo aunque estén atareadas. Comentan el partido del día anterior, la enfermedad de fulano o el último escándalo político. Siempre tienen tiempo, aunque solo sea un minuto. Es otro mundo.

Ya casi está decidido a dejar la búsqueda y entrar en el primer bar que encuentre, cuando algo llama su atención. Un numeroso grupo de personas corren hacia él. Sus rostros demudados le indican que algo sucede. Algunos tropiezan y caen al suelo. El caos se ha apoderado de la calle. Vicente, no entiende nada. Esquiva como puede a la gente que intenta arrollarle y se pega al escaparate de una tienda. Más y más personas corren aterrorizadas calle abajo.

Un hombre se para frente a él y le mira. Sus ojos están inyectados en sangre. La locura se refleja en ellos. Vicente está como hipnotizado con su mirada. Siente calor en las entrañas. Se lleva las manos al estómago y nota la humedad de la sangre sobre su camisa. El hombre le apuñala una y otra vez. Después, deja de mirarle y se aleja corriendo por la acera. Sus piernas se niegan a sostenerle y cae al suelo despacio, deslizando la espalda sobre el vidrio del escaparate. Es una tienda de muñecas.

Con el último hálito de energía, se da la vuelta y apoya su cara contra el cristal. Un enorme oso de peluche parece saludarle con los brazos abiertos. Vicente le mira mientras la vida se le escapa entre sus dedos y la muerte le vence.

Poco después, los medios de comunicación informarían del segundo atentado del terrorismo yihadista en suelo español desde el infausto once de marzo de 2004, donde 192 personas perdieron la vida en varias explosiones sucesivas en la red de cercanías de Madrid. El primero se cometió en Barcelona, un mes antes. Una célula terrorista integrada por doce miembros y liderada por Abdelbaki Es Satty, el imán de Ripoll, un municipio de Girona, provocó el caos en las Ramblas barcelonesas y en la localidad costera de Cambrils, matando a quince personas y dejando heridas a más de un centenar.

Esa mañana de septiembre en Madrid, dos musulmanes de veintiuno y veintitrés años apuñalaron a diecisiete personas en la Gran Vía madrileña antes de ser abatidos por una patrulla de la policía local. Cuatro mujeres y tres hombres, entre ellos Vicente, murieron sobre la acera. Las diez personas restantes fueron evacuadas con heridas de diversa consideración a hospitales de la zona. Tres de ellas, entre las que se encontraba un niño de corta edad, murieron más tarde mientras eran intervenidas quirúrgicamente.

CAPÍTULO 1

“En este puto trabajo, cuando ya crees que lo has visto todo, siempre llega un nuevo caso que te hace dudar de la naturaleza humana”, piensa Contreras mientras conduce su vehículo camuflado tipo K por las calles de Madrid, que poco a poco se van llenando de vida mientras el Sol desliza tímidamente sus primeros rayos entre los edificios.

Para Kant, la estructura que constituye al hombre está formada por un conjunto de disposiciones originales: disposición a la animalidad como ser viviente, disposición a la humanidad, como ser viviente y racional, y disposición a la personalidad, como ser racional y moral.

El inspector jefe de la Brigada Central de Investigación de Delitos contra las Personas, Carlos Contreras, hace ya muchos años que únicamente se encuentra con el animal en estado puro, con los más bajos instintos siempre dispuestos a aflorar.

El 112 recibe una llamada a las 6:16 de la mañana. La voz alterada de un hombre comunica a la operadora de guardia el hallazgo de lo que parece un cuerpo humano. Esta semienterrado, atado y envuelto en una especie de manta. Un chatarrero que acude todas las mañanas a un vertedero ilegal junto a la M-40, ve un bulto ensangrentado que sobresale del suelo. Al acercarse, descubre horrorizado que es una mujer enterrada hasta los hombros y cubierta por completo por una tela gruesa que solo deja al descubierto el rostro.

La primera patrulla que acude al aviso acordona la zona para preservar el escenario.

Cuando Contreras llega al lugar, sale a recibirle la inspectora Cruz.

-¿Qué tenemos? -le pregunta directo el inspector jefe.

-¡Buenos días a ti también, hombre! ¿Una mala noche?

-Lo siento, Laura, no he dormido muy bien.

-No te preocupes. Es un asunto feo. Todo apunta a una lapidación.

-¿Lapidación, un asesinato a pedradas?

-Así es. El hombre que encontró el cuerpo todavía está temblando. Creía que era un animal, algún perro abandonado por un amo “cariñoso”, pero cuando se acercó se llevó la sorpresa de su vida. Era el torso de una mujer envuelto en una especie de manto. Estaba todo lleno de sangre. Solo se le veía la cara. Dio el aviso e intentó desenterrarlo, pero cuando dejó de moverse le tomó el pulso y dejó de excavar. A los pocos minutos, llegó una patrulla, pero ya era tarde. El Samur certificó su muerte veinte minutos después de las maniobras de reanimación. Con todo el jaleo, el escenario está hecho un desastre. Veremos qué saca la científica.

Carlos camina en silencio hacia el lugar. La policía científica toma muestras y hace fotografías de la escena y el perímetro. El cuerpo yace boca arriba, las manos atadas a la espalda, envuelto hasta la cabeza en un burdo sudario de color crudo salpicado de sangre. El ovalo del rostro muestra la cara de una mujer joven, con un terrible rictus de dolor dibujado en ella. Alrededor del cadáver hay decenas de piedras de diferentes tamaños, muchas de ellas ensangrentadas; los posibles instrumentos del crimen.

Cuando estuvo desplegado en Irak, a Contreras le contaron historias de asesinatos de honor, pero jamás llegó a pensar que viviría en primera persona semejante pesadilla.

Más tarde, tuvo tiempo para documentarse ampliamente de semejante aberración, mucho más de lo que nunca hubiera querido.

La práctica de la lapidación aún es usada como castigo en algunos países para aquellas personas que cometen adulterio. Todos los pasos del proceso están perfectamente estipulados. Las ejecuciones tienen lugar al amanecer. La víctima es sometida a un ritual previo donde es lavada con agua de loto y alcanfor, para que el cuerpo se encuentre listo para ser sepultado después de la ejecución. Se le atan las manos y es envuelta en un sudario blanco de tres piezas siguiendo las prácticas de los entierros musulmanes. Está estipulado hasta el tamaño de las piedras que se deben usar. No deben ser tan grandes como para matar de forma instantánea ni tan pequeñas como para no causar daño. El tamaño ideal, dicen, es el de una mandarina.

Hasta en la muerte, la mujer es discriminada en determinadas culturas. El rito señala que los hombres sean enterrados hasta la cintura, mientras que la mujer es sepultada en la tierra hasta el pecho, evitando así que queden libres en el caso de poder escabullirse durante la ejecución.

El forense está arrodillado junto al cuerpo, tomando notas.

-Buenos días, inspector -saluda.

-¿Cuánto tiempo lleva muerta?

-Directo al grano, como siempre. Así me gusta, Contreras.

-Ha tenido una mala noche -tercia Laura con una leve sonrisa.

-Mujer joven, calculo que entre quince y veinte años, piel oscura. Quizás sea de origen magrebí, emigrante o de familia emigrante; ojos negros, cabello largo y rizado, negro también. A primera vista, presenta varias fracturas en el cráneo y múltiples laceraciones en la cara, cuello y hombros, seguramente debido a repetidos impactos de las piedras que la rodean. Como verás, tiene gran cantidad de sangre coagulada, mezclada con tierra y sudor, sobre toda la cabeza, incluyendo la cara. No hay que ser un genio para establecer la causa de la muerte, como ves. Cuando la tenga sobre mi mesa, ya te diré más.

-El Samur intentó reanimarla, ¿no?

-Sí, pero ya era tarde. Estaba muerta, solo que el cuerpo todavía no lo sabía. Con estas heridas, no tenía escapatoria. Ha sido apedreada concienzudamente. Cuando haga la autopsia, te diré los golpes que ha recibido, pero te avanzo que han sido muchos, muchísimos. La pobre chica debía de ser dura y eso prolongaría su agonía.

-Gracias, doctor. Le veré luego en el anatómico.

Por el camino que conduce al basurero se acerca la comisión judicial. La juez Chacón viene acompañada de la secretaria del juzgado. Los policías las saludan y se dirigen al lugar donde está el chatarrero que descubrió el cuerpo, custodiado por un agente uniformado.

-Buenos días, inspector -saluda el policía-. El testigo se llama Anselmo García Gabriel, nacido en Badajoz, aunque ahora vive aquí, en el barrio de Carabanchel. Cincuenta y ocho años, casado y padre de tres hijos, chatarrero de profesión. Sin antecedentes. De vez en cuando viene a este vertedero ilegal para recuperar algún trasto que pueda vender. Encontró el cuerpo, aún con vida, e intentó reanimarla. Para ello desenterró a la muchacha y le destapó la cabeza, pero ya era tarde, no tenía pulso. Entonces fue cuando llamó a emergencias.

-Buen trabajo, agente.

Contreras aparta al hombre a un lado, cogiéndole por un brazo, y le ofrece un cigarrillo.

-Gracias, jefe, llevo tres meses sin fumar, pero con esto… se lo voy a coger.

-Soy el inspector Contreras. Cuénteme todo desde el principio.

-Bueno pues, yo vengo aquí de vez en cuando, ya sabe usted, pa ganarme la vida. Busco entre la basura a ver si alguien ha echao algún trasto viejo, lavadora, cocina, bicicleta, en fin, algún cacharro de metal que pueda vender. Esta mañana vi unos hierros en aquella parte, junto al camino, y me llegué a por ellos, entonces vi un bulto medio enterrao que se movía y me dije: algún hijo puta que ha envuelto a un perro en una manta y lo ha tirao aquí pa que se muera. A mí me gustan mucho los animales, ¿sabe usted? En casa tengo cuatro perros y dos canarios timbradores españoles, macho y hembra. El macho canta de maravilla y…

-Vaya al grano.

-Sí, perdone usted, agente; digo, inspector… bueno, pues como le decía, hay mucho joputa que tira los animales y, bueno, pues que creía que era un bicho. Se movía, ¿sabe usted? Y me dije: Anselmo, mira a ver qué hay ahí envuelto; y nada, me acerco al bulto y veo que es una chica. ¡Joder, casi me muero del susto! Aún estaba viva cuando la encontré, ¡se lo juro! Empecé a cavar con una pala que llevo en el furgón y la saqué fuera. Entonces la tomé el pulso, como hacen en las películas, en el cuello, luego en la muñeca, pero nada, no sentía los latidos. Saqué el móvil y llame al 112. Después, ya no toqué na, palabra.

-Está bien Anselmo, tendrá que ir a comisaría para prestar declaración. Este policía le dirá dónde y cuándo. Gracias por su colaboración, es usted un buen ciudadano.

Contreras se aleja del testigo y llega hasta donde está el cuerpo. Ya han llegado los del anatómico forense para llevarse el cadáver en cuanto la juez practique la diligencia de levantamiento. También ordena que se comuniquen todos los datos identificativos del cadáver a los medios de comunicación para su difusión.

El policía imagina a la pobre muchacha forcejeando con sus asesinos mientras la envuelven en la tela, áspera y sucia. Después rodean su cuerpo con cuerdas y la meten en el agujero. Unas manos la sujetan mientras otras cierran con la pala la fosa a su alrededor, aprisionando su frágil cuerpo en una mortaja de tierra y polvo. Una vez inmóvil, los asesinos cogen piedras y comienzan a lanzarlas sobre el indefenso cuerpo de la niña. Los golpes impactan contra ella, uno tras otro, hasta aturdirla. El dolor es insoportable, pero ella no puede ni siquiera moverse para diluir de alguna manera el sufrimiento. Los minutos pasan, las piedras siguen impactando el cuerpo, que ya apenas se mueve, con un odio que va más allá de toda razón y justicia, un odio alimentado durante cientos de años por el fanatismo y la intransigencia. El cuerpo queda al fin inmóvil. Los ejecutores calman su ira, el pecado ha sido lavado; el honor ha vuelto con su ropaje de locura. Allí queda el pequeño cuerpo, solitario, abandonado, acompañado únicamente por la brisa de la noche y el silencio.

SINOPSIS

Cuando aparece el cuerpo lapidado de una joven musulmana en un vertedero de Madrid, el inspector jefe de homicidios Carlos Contreras, marcado desde niño por la muerte de su padre, un militar asesinado por ETA, se hace cargo de la investigación. Lo que en principio parece un crimen de honor, oculta una oscura trama de corrupción y los siniestros planes de un despiadado terrorista.

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