Hoy comienza todo

El 24 de diciembre falleció, envuelta en hostilidad y amor. Su perra la acompañó hasta que el último aliento salió de ella. De nada sirvieron los lametazos de consuelo por algo que ya no tenía remedio.

Aúlla el animal y se revuelve cuando la ve pasar, desconcertada ante lo que ha ocurrido. Otras veces, mueve su rabito enroscado al son del ritmo que solo ellas dos conocen, mientras su dueña danza distraída y ajena a lo que su ausencia está provocando.

Desde entonces, vaga por los patios de la casa, acurrucándose en las esquinas, observando con sus pequeños ojos grises la sombra de otro mundo que nadie más puede ver.

20 de febrero de 2016

Comenzó la rabia a expandirse con sus fauces abiertas y el dolor concentrado en la fuerza de su mandíbula, escupiendo odio, bañando el cielo y la tierra con las almas que tanto tiempo permanecieron encadenadas.

Anastasia

Son las dos de la mañana cuando lo decide. Se levanta despacio, sin hacer apenas ruido se desliza en sus zapatillas viejas –el tacto con el algodón suavizado por el uso y el mimo estremece su piel–. Los mechones de pelo caen sobre su rostro, cubriendo los ojos como las hojas de una cortina sucia apagan la claridad de una habitación. La penumbra es lo habitual en su vida, siempre habita en ella, como si tuviera miedo de salir a la luz. Suspira y el aliento la invade con un mal presentimiento. Huele a sudor, a jabón de lavanda, a tabaco de liar. Observa sus piernas, delgadas y pálidas, en algún momento fueron bonitas, sus facciones también. En el pasado habría sabido como manejar un hombre. Ahora todo ha quedado olvidado en un rincón de su memoria, allí donde guarda bajo la llave de la ignorancia todas las imágenes que prefiere no recordar.

—Tengo que comprarme zapatillas nuevas —piensa en voz alta.

Se dirige a la cocina, con las manos apoyadas en las caderas, mientras intenta consolarse de un resentimiento que todavía le parece ajeno. Su rostro, reflejado en el espejo de la entrada, la sacude como si hubiera visto a un extraño.

—¡Esta soy yo! —sentencia. Y sus ojos color miel traspasan la realidad que hay al otro lado, plagada de fiestas y bailes, de hijos que nunca tuvo, de viajes que nunca realizó. De sueños que nunca cumpliría y amistades perdidas.

Después sonríe, las arrugas se marcan y le duele, siente como algo resquebraja su alma más que su piel, oscurecida por los golpes de amor y arrepentimiento. Se lleva las manos a la sien izquierda, el mero roce la estremece. Las pequeñas venas capilares han estallado de todas las formas posibles y se han convertido en una especie de flor que le recuerda el cariño profundo de su esposo, mostrado con mano firme y severa. Piensa, aún con la mirada perdida, que su cuerpo ha estado intacto de emociones demasiado tiempo.

Ya en la cocina, un café la devuelve a la realidad, el aroma amargo se introduce en sus pulmones y aviva su mente; es como si un viento huracanado entrara en su cerebro, despejando las telarañas que la invaden y que no le permiten vivir. Es el día señalado, ya no quiere esperar más. Ya nada importa. El corazón comienza a latirle con fuerza, presa de una euforia contenida, después se calma y respira hondo. El dorado de sus ojos se vuelve perla brillante, las pupilas dilatadas, la decisión manejando su destino como un soldado fiel. Esta vez llegaría hasta el final, de eso no hay duda.

Deja la taza en el fregadero, el resto de líquido se vuelca sobre la porcelana blanca y ella lo contempla durante unos segundos. Después se dirige con sigilo hacia el cuarto, donde su marido dormita, deslizándose como un fantasma por un mundo en el que ya no quiere estar. Las fotos de familia en las que solo aparecen los dos, sonriente él y ausente ella, en la playa o montaña, obligada a posar en una felicidad aparente. Todas son imágenes que van quedando atrás mientras avanza. La hoja de metal brilla con los destellos de la bombilla del pasillo, amarilla y pálida, cubierta por el polvo de años. Acero inoxidable, quince centímetros: «Corta cebollas, carne, pescado, verduras». Así se lo mostraron y así será. De nuevo, la imagen en el espejo que le aterra, de una mujer que no debe de ser ella, pero que sin duda lo es.

—No puede ser. Esta no soy yo.

Las sombras juegan con los ángulos de su rostro, desconocidos y abruptos como las montañas áridas del desierto. Los ojos inquietos y apagados, en los que una pequeña luz se vislumbra, una apertura al futuro. El camisón raído y el cuchillo al final de la mano, como si fuera una prolongación de esta, sostenido apenas sin fuerzas por unas muñecas azuladas y delgadas como un alfiler. Quiere llorar, pero no puede. Las lágrimas se acabaron tras los primeros cinco años de golpes. Después, solo la rabia crecía en su interior, con cada sacudida, con cada desmayo provocado, con cada silencio arrebatado. Y ahora es una alimaña que desea escapar, salir de la jaula.

Se acaricia el rostro con la mano que tiene libre, piensa que se merece un poco de ternura.

No duda, solo se toma su tiempo. Es una mujer macilenta y demacrada, inocente como un pajarillo (su madre bien lo sabe), hermosa como una rosa marchita (su marido se lo recuerda constantemente), fuerte como un junco (sus amigas así lo afirman) y vengativa como un gato apaleado (esto solo lo sabe ella).

Al principio la sangre no sale, su maridó sigue durmiendo y apenas puede abrir la boca para lanzar una exclamación, pero eso no la detiene. Hubo una época, en la que un solo movimiento suyo la hubiera frenado, o un suspiro, o la dilatación de las fosas nasales que le gustaba tanto contemplar. Pero ahora no, ya lo ha intentado todo, no quiere volver atrás ni seguir adelante, y las sendas se muestran solas. Ha sido después de la tercera vez, que los párpados entornados por el sueño descubren unas pupilas pequeñas y oscuras; cree vislumbrar terror en ellas, quizás asombro. El azul da lugar al negro, el rojo tiñe las sábanas de seda, las manos se agarran con fuerza a ellas como si intentaran evitar que la vida se marchara. Él quiere suplicar, pero ya es demasiado tarde y la muerte se ahoga en su interior. Su marido ha dejado de existir, sin más.

Después, aquel olor a metal inundándolo todo. Ha sido como cortar carne: fácil, rápido. Se toca el pecho, aún con el cuchillo en la mano, dejando el rastro de veinte años en su piel. El jilguero del cuarto trina con alegría. Está amaneciendo y ha llegado la hora.

Se sienta en el sillón, al lado del cuerpo, con los ojos color miel limpios de mal, con la sangre cubriendo su culpabilidad con un manto de tranquilidad.

Los rayos de sol atraviesan las persianas proyectando la esperanza de un nuevo día sobre la oscuridad que se cierne sobre aquella habitación.

Y por primera vez en mucho, mucho tiempo, siente el calor sobre su piel. Tiene la certeza de que era el único camino que debía tomar.

—Nadie robará mi libertad. —Es la mujercilla que hay en su interior la que habla por ella, en susurro, como en un sueño.

Es cuando la canción hit The road Jack, de Ray Charles, comienza a sonar como un eco en la caja vacía que es su cerebro. Se acerca a la cómoda y marca el 091.

—Me llamo Anastasia Kent y he asesinado a mi marido —la voz proviene de muy adentro, apenas la reconoce. Es clara y musical, casi una broma para su aspecto.

Después deja caer el teléfono, que queda meciéndose, mientras la operadora insiste en solucionar algo que ya no tiene solución. Solo quiere terminar de una vez por todas y callar sus pensamientos. Abre los labios algo temblorosos y, tarareando, espera paciente a que la policía llegue.

Martina de Luxe

La actriz tiene el paso firme, aprieta con fuerza los talones contra el asfalto y su presencia se hace notar gracias a los tacones de aguja de quince centímetros. Le gusta sentirse observada, aunque no siempre provoque admiración.

Morena, esbelta y fuerte, de pelo ralo ya a sus cuarenta y cinco años, conserva un brillo en sus ojos azul hielo que hace a los hombres volverse.

Fue famosa a los veinte años, cuando aún no tenía talento, pero sí vocación, y cayó en el olvido cuando la naturaleza y los placeres culinarios cambiaron su musculoso cuerpo por curvas imposibles, al tiempo que aumentó su intelecto y capacidad artística. Paradojas de la vida –solía recordarse constantemente–. Perdidos los contratos que la hicieron valer, ahora se dedica a mostrarse en teatros de barrio, ferias de pueblos y escenarios improvisados.

La actriz tiene prisa por llegar a su destino, pero no precisamente por el frío. Los mofletes gordos y sonrojados tiemblan como un flan, las aletas de la nariz se expanden y contraen intentando retener el calor que emana de su pecho.

El viento aúlla, la despeina, la empuja y la envuelve.

—¡Qué día más extraño! —piensa.

La falda le sacude las piernas como si fuera una bandera al viento.

La acera está mojada. La nieve incipiente brilla como las perlas de su collar, el que baila alrededor de su robusto cuello, haciendo compás con la gabardina gris a la que intenta asirse.

Está nerviosa y no lo disimula, porque su estado natural es no parar nunca. Tamborilea con los dedos cuando las circunstancias la obligan a conversar, cruza las piernas sin cesar cuando se sienta a descansar. Los nervios forman parte de ella y tienen su propia forma de expresión a través de su cuerpo.

La actriz siempre lleva falda, no se visualiza en pantalones, y siempre lleva los labios maquillados de color frambuesa, con los bordes expandidos más allá de su marco natural.

El teléfono suena por tercera vez, duda si atenderlo o no, finalmente sus manos temblorosas aprietan el botón:

—¡Tengo que verla, es urgente! ¿Acaso no piensas venir? —le grita una voz aguda y estridente.

Y esa urgencia es lo que ha hecho que abandone a Pedro en su cama, con una nota en la almohada y el favor de sacar a Lucas, su caniche negro de tres años.

Porque cuando la modista llama no hay excusas, es el precio del remordimiento. Cuelga sin responder y agarra con fuerza el bolso, mientras sus pies la llevan tan aprisa que su mente no es capaz de acompañarlos, todavía sigue pensando en la noche pasada, en la pasión y en la lujuria, en el deseo y el abandono.

La actriz, Martina de Lux para los amigos del gremio, es en realidad Visitación, aunque ya nadie la llama así, con ciertas excepciones, claro está. Una de ellas está a punto de abrirle la puerta en ese momento.

Las luces del portal se encienden a su llegada y una figura enjuta hace su aparición en el umbral del portal nº 5 de la calle Maravillas.

Luisa San Pedro

La modista tiene el rostro suave, casi angelical, ojos oscuros y penetrantes, rasgados. En su origen hubo algún antepasado oriental, aunque ella lo desconoce.

La modista es menuda, de uñas largas, moldeadas con lima de acero, puntiagudas y vistosas. Las utiliza para cortar los pespuntes sin necesidad de tijera.

—Nuestras armas son nuestras manos.

Así lo aprendió en la cárcel, donde pasó dos años, un secreto que nadie debe nunca conocer.

—¿Qué pasa? ¿A qué viene tanta prisa? —pregunta Martina mientras suben por las escaleras, sus sombras se proyectan sobre los espejos que las rodean, persiguiéndolas con un triste augurio. El corazón le late con fuerza porque teme la respuesta.

Desde que Rebeca cumplió los 17, no hace más que meterse en líos. Fuma a escondidas y no precisamente tabaco. Es rebelde, se escapa de casa a la menor reprimenda y la «tita» debe acudir siempre a resolver la disputa.

Es un día triste, pálido y silencioso, que auspicia sucesos violentos e impredecibles.

Las dos se sobrecogen con tan solo mirarse y un rayo cae sobre el tejado del edificio vecino.

—Sígueme. —La modista arrastra los pies, cabizbaja e intranquila.

La actriz la sigue con la cabeza bien alta, orgullosa y altiva, envuelta en una falsa templanza.

La habitación donde tantas veces han charlado animadas de un futuro para Rebeca, tantas confidencias entre copas de anís y restos de telas, ahora está ordenada y despejada, como si ya no la utilizara. Martina mira asombrada a la modista y toma asiento un sillón de tocador de seda rosa desgastada.

Enciende un cigarro y contempla las nubes avanzar a través del ventanal, dónde nada pone barreras al paisaje de antenas y tejados rojos, brillantes y llamativos.

—Hace días que no sé de ella —susurra mientras el humo rebota en los cristales.

Martina cruza las piernas, no puede evitarlo, primero una, después otra.

—Ya lo ha hecho otras veces, no creo que ese sea el problema. —Entorna los ojos para contemplarla mejor. Las paredes están llenas de marcos con fotos de sus creaciones, todas copiadas de las revistas de moda a las que tenía alcance. Todas imitaciones, bellas y fabulosas, que hacen soñar a las señoras de medio pueblo.

—Esta vez es diferente. —Baja la mirada mientas sus brazos se cruzan, Vicisitud contempla las uñas blancas, perfectas, tan largas como los propios dedos.

Suena el primer trueno, rápido, chispeante, cortante. La modista se dirige a la cocina y vuelve con una bolsa pequeña de plástico con las letras de una frutería. Saca con cuidado una camiseta. Es blanca con unas letras doradas “sin complejos” y unas manchas oscuras tiñendo el pecho, puede ser mugre o restos de sudor concentrado.

La actriz la sostiene, le da la vuelta, la contempla y se la vuelve a entregar.

—¿Qué es esto?

—¿Acaso no te das cuenta?, huélela, es droga, ¿verdad? Reconozco su olor –otro de sus secretos–, estaba en la basura y ella no está. Hace días que no contesta al teléfono —eleva el tono conforme avanza la conversación. Sostiene la prenda con los nudillos apretados, tiene los ojos al borde de las lágrimas. Se asombra de que aquella mujer con la que tanto tiene en conexión no perciba nada.

—Bueno, intentaré encontrarla. Haré algunas llamadas, seguro que está bien y esto no será nada.

Sonríe mientras lo dice, intentando tranquilizar a su amiga, que vuelve a la cocina para guardar la bolsa entre el contenedor y la caja de detergente.

Cuando regresa a la sala, la actriz está de pie, con la mirada perdida en el cielo, ya totalmente cubierto de una negrura tan intensa que ha convertido el día en noche.

—Por favor, sé que te pido siempre favores, pero la quiero demasiado y no sé a quién acudir. Solo tú la conoces como nadie. Temo por ella. No me gusta lo que está pasando en este pueblo últimamente. Tanta inseguridad, ya sabes lo peligroso que está todo.

La actriz le coge la mano, entre las suyas es pequeña y cálida. Ambas se contemplan a los ojos, con una verdad a medias.

Porque la actriz conoce secretos de Rebeca que había jurado no contar jamás a la modista. Las imágenes irrumpen en su mente, con tanta claridad como si fuera hoy mismo, las confidencias, las noches que dormía en su casa, donde le dio cobijo y la amparó en una libertad que no la llevaba por buen camino. Los caprichos que nunca le dio su madre.

Pero la modista calla y otorga, nunca ha estado unida a su hija, y esta mujer es la mejor ayuda que tiene.

La modista se llama Luisa San Pedro, pero a nadie le importa porque solo es la sastra que cose, remienda y hace milagros con retales de tela. Únicamente sus amigas se permiten ese lujo. Luisita la llaman, con cariño y respeto.

—Te llamo en cuanto la localice, Tranquilízate, estará bien, verás que pronto habrá vuelto a casa, incluso antes de que dé con ella.

Se aleja por las escaleras mientras lo dice, dejando a Luisa con una aparente tranquilidad.

En cuanto pone los pies en la calle, un calor la invade, respira hondo y se quita la bufanda. La nieve desciende ahora como si deseara enterrar el pueblo. Las lágrimas asoman a sus ojos, pero se contienen sin desbordarse, haciéndolos brillar aún más.

—No puedo soportar más la verdad —piensa mientras se recompone y comienza a caminar hacia su casa, a tan solo diez calles de allí. Diez calles es la distancia que eligió el día que supo que no podía vivir alejada de ella. Rebeca se ha convertido en algo esencial en su vida, es la deuda pendiente, el amor prohibido.

Y, ahora, aquella camiseta manchada de sangre, porque era sangre, ya la había visto antes, esa viscosidad, ese olor.

—Tendremos que llamar a Brida si no aparece —piensa.

El cielo se ilumina con un resplandor azul y todo se detiene a su alrededor: los hombres que avanzan con maletines buscando alguna dirección, los niños que juegan con bolas de nieve por primera vez en su vida, la mujer que se asoma a la puerta para contemplar el tiempo extraño y sobrevenido con su vecina, las dos con delantales hechos a medida y sus nombres bordados en la solapa. El mundo se ha detenido menos ella, que no se percata del peligro, ni de las señales, ni del futuro.

SINOPSIS

Cinco mujeres, dos asesinatos, un ser divino que lo sabe todo y un padre que busca venganza. Unas energías que van más allá de la persona, para cambiar el clima y sumir al pueblo en un caos. Odio, revancha, amores no correspondidos. ¿Podrán estas seis almas cambiar el terrible desenlace que se cierne sobre Compasión?

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