Nota de autora:
Para aquellos que han sabido apreciar el trasfondo de historias como la de Ana Frank o El Guardian Entre el Centeno, tendrán una idea inicial sobre esta historia, una que refleja la adolescencia y lo que leer entre líneas significa. Un trabajo de dos años que finalmente he logrado terminar.
Un libro que he dejado abierto para una continuación.
Sinopsis:
«Eres valiosa con el mero hecho de existir» dicen, pero, ¿cómo serlo si no sabes legítimamente lo que existir significa?
Muchos nos subestiman, se supone que nuestros superiores también fueron adolescentes una vez, pero es como si se hubieran olvidado de la lucha infinita que ser adolescente supone. Han sido épocas distintas, y, lamentablemente, me ha tocado existir en esta.
Aquí es cuando entro yo, una adolescente más que piensa que su vida es una mierda.
Mi día a día consiste en dar lucha contra la sociedad, alzar la voz para que nuestros superiores salgan de la ignorancia y se den cuanta de lo que la supervivencia supone: Bullying, desordenes alimenticios, maltrato en hogares, llorar hasta altas horas de la noche. Y lo más importante y lo más difícil: la soledad. Es cuando más tiempo tenemos para pensar, y eso podría ser una catástrofe.
No me importan las consecuencias. No me importa lo que los demás piensen sobre mí. No me importa causar daño a mi alrededor si eso significa seguir adelante, mantenerme a salvo. Pero todo ese modo de pensar termina por un accidente.
Cuando despierto no sé si es un sueño o una realidad. Las personas que conocí y me ayudaron a ser consciente de mí misma de repente desaparecieron, y me entra la ansiedad. ¿Será que todo fue una perdida de tiempo?
Mi madre aparece a un lado preocupándose de mí, y yo no puedo estar más desconcertada. Al otro lado aparece mi hermano mayor hablándome, algo que no sucedía durante años. Y a su lado, la ausencia de mi padre, algo que todavía no he logrado acostumbrarme.
Mi vida parecía sencilla, porque la llevaba sola, pero cuando van apareciendo personas entrando a mi vida sin previo aviso, me doy cuenta en el desastre en el cual me encontraba. Lo solucioné una vez, pero cuando despierto, tengo que volver a luchar.
*Un extracto del primer capítulo*
Observo todo a mi alrededor de una manera inexpresiva. Sin ningún amago de sonrisa o de mostrarme interesada en lo que está pasando en este momento. No sé cómo se supone que debo de sentirme ahora, pero tengo que ser sincera, no me permitiré sentir nada que no sea aburrimiento total.
La gente de mi alrededor corretea de un lado a otro, sin permanecer quietas en un mismo lugar por un momento. Distintos tonos de voces se mezclan y se alzan a medida que más voces se unían. El silencio estaba muy lejos de ser presencia ahora mismo.
No tenía la intención de moverme de donde estaba ni cambiar la postura en la que me encontraba, y mucho menos a aportar algo a lo que fuera que la gente estuviera discutiendo. Me mantengo en silencio en la esquina del salón, un espacio que se ha vuelto mí rincón para mí. Nadie me presta atención ni se me cruza por al frente y no tengo la intención de cambiar ese hecho. Lo único que sale de entre mis labios son suspiros que no intento dramatizar.
El ambiente está denso, y me está ahogando a medida que los segundos corren y las manijas del reloj se van moviendo lentamente, torturándome. Resulta aburrido el tener que ver gente conversando sobre temas que no te llaman la atención, que no resultan interesarte del todo, y en el que no estás incluida. Tampoco me molesto, porque no quiero cruzar palabra con nadie. Sé que hay rumores, trato de ignorarlo porque solo son eso: rumores; falacias y mentiras sobre mí que no me importan profundizar, porque se trata de mi, y a mí no me importa lo que pase conmigo.
Sé que la gente me mira, pero no se acercan, ni siquiera lo intentan. No pueden hacer nada mejor que eso y aquello me causa un poco de gracia. ¿A qué le temen? Me encuentro en mi espacio, en mi metro cuadrado, como dirían algunos. Y estoy sola. Se siente bien porque de esta manera no me siento en la obligación de estrujar mi cerebro para sacar un buen tema con el cual entablar una conversación con alguien cuando ni siquiera me importa hacerlo.
Ellos saben. Saben que no me acercaré ni hablaré con ellos. No preguntan porque saben que no responderé. No emitiré palabra de las razones del porqué soy así, porque primero tendría que saberlo yo. No lo sé, aún no le he encontrado el gusto a la vida pese a que lo he intentado durante tantos años de vida. Sí, diecisiete años son esos “tantos años de vida”.
Me cansé, terminé por hacerlo.
Me cansé de intentar para luego fracasar.
Se supone que fracasar debe de inspirarte a volver a intentarlo hasta que te salgan yagas de tanto hacerlo. Volver a intentar aquello en lo que fracasaste, pero a mí solo me inspira a sentarme y hacer absolutamente nada. Como ahora, no hago absolutamente nada mientras observo a los demás haciendo lo suyo mientras pienso en lo ridículo que se ven intentando ser alguien que no son solamente para poder encajar en un mundo en que, simplemente, no encajan.
Como en casa, allí no hago absolutamente nada mientras escucho música para despistar mi mente por un momento. Como en las noches, no hago absolutamente nada mientras me asomo por la ventana para observar el cielo nocturno a esperar en vano a que se cruce por mi camino una estrella fugaz, del mismo modo en que las personas pasan por mi vida. Tan fugazmente que con suerte puedo aprovecharlas antes de que desaparezcan, pero el tiempo suficiente como para drenarse en mi piel para que cuando se vayan, se me haga más arduo el trabajo de olvidarlas. El tiempo suficiente para desear que aquellas personas me importen una mierda a sabiendas que eso solo pasará cuando decida seguir adelante.
Mientras los demás siempre hacen de todo, yo hago absolutamente nada, a sabiendas que hacemos lo mismo: vivir. Ellos lo hacen mejor que yo, ellos son conscientes al hacerlo, yo simplemente paso. Hago lo que tengo que hacer porque no tengo más opción. Digo lo que quieren que diga porque de ese modo me ahorro una discusión y la tercera guerra mundial, de todas formas, ellos quieren que no diga nada, y yo de todas formas, nunca digo nada.
Nadie me prohíbe hacer cosas porque yo nunca hago nada.
Nadie me pide algo porque saben que no doy nada.
Nadie me habla porque saben que no responderé.
Nadie se me acerca porque siempre suelo estar muy lejos, a pesar de estar a centímetros de distancia.
Las personas que suelen convivir conmigo saben que mientras mi cuerpo está acá, mi mente está allá, y no me molesta porque no me gusta estar «acá» con todos, sino más bien prefiero estar «allá» con nadie. Recuerdo una vez que me preguntaron que si tuviera la oportunidad de cambiar mi forma de vivir, lo haría…
«¿Oportunidad?- le cuestiono con amargura e ironía- ¿Qué es eso?»
No quiero sonar injusta, no es lo que pretendo, pero nunca me dieron oportunidades para decidir entre esto o aquello. Simplemente me tomaban y me depositaban sin preguntarme, como si no tuviera voz, hasta que llegó un día en que me cuestioné si tenía siquiera.
«¿Tengo voz?- la respuesta era obvia, si la tenía- Si tengo voz, ¿entonces por qué nadie parece escucharme?»
Luego de que tuve la consciencia suficiente como para saber lo que estaba pasando, tuve que parar. Frené mis pies sin pensármelo dos veces porque ya llevaba muchos años esperando aquel momento. Ni siquiera me dieron una oportunidad para hacerlo, pero ya a esas alturas no me importaba, aún así, lo hice. Se sintió bien, supongo que así sabía la libertad.
No quiero que se hagan la idea de una chica rebelde, pues no, solo soy una adolescente, pero desde aquel entonces, comencé a darles lo contrario a lo que una vez me obligaron a ser y hacer. Seguramente mi madre esperaba una chica sociable, quien se comunicara con todo el mundo. Aún recuerdo esa época en la que era así, y luego, no sé lo que pasó, pero comencé a darles silencio y distancia. Todo lo que no querían que fuera me hacía querer serlo, sin razón aparente, simplemente sentía un impulso de hacer lo contrario. Quizá sea la consciencia que tiene una venganza, pero simplemente me hacía desearlo, y sienta bien desear algo que antes no se te pasaba por la cabeza en tus días de inocencia.
Era terrible ese momento cuando tenías que estar rodeada de gente frente a unas velas prendidas sobre una tarta esperando ser sopladas junto a tres deseos y no saber qué hacer, qué pedir. Se me hacía difícil desear algo y saber que podría cumplirse, porque nada lo hacía y por eso y más odiaba la fecha de mi cumpleaños.
Bueno, odiar es una palabra fuerte, pero no se me ocurre algún otro sentimiento que se acople ante lo que siento cuando pienso en mi cumpleaños. No me gusta mi cumpleaños porque eso significaba que en algún momento tendría que soplar las velas, porque simplemente no puedo. Bueno, soplar no me importa en absoluto, pero la intención de hacerlo es lo que pasa, porque no soy apta para desear algo y tener intenciones de ello, porque cualquier cosa que desee, sé que no se cumplirá, a menos que simplemente vaya yo y lo haga con mis propias manos o con mi voluntad, sin esperar una fuerza sobrenatural para que lo haga por mí.
Desear es fácil, claro. Podemos hacerlo todo el tiempo, como por ejemplo, en estos momentos podría desear estar en cualquier lugar menos en el que me encuentro ahora, o mejor aún, estar en otro país, en un continente distinto; lo difícil es desaprovecharlo cuando realmente crees que se podría hacer realidad. Pero nosotros sabemos cómo es la realidad, y los deseos no encajan en ella. Bueno, la cuestión está en que lo difícil está en que los deseos se vuelvan realidad.
De todas formas, no me rendí en cuanto a los deseos, simplemente me di cuenta que ya era suficiente el seguir siendo una ilusa, pero no puedo decir lo mismo de los demás porque cada uno piensa a su manera. Los demás necesitan esperanzas en sus vidas y el pedir deseos es una oportunidad, pero siempre de manera poco fiable, falsa. Los deseos son falsos, porque ¡vamos! ¿Donde está Elmo Come Galleta que pedí en mi cumpleaños número siete, o el caballo a manchas que pedí al ver una estrella fugaz, o esa vida más sencilla cuando soplé cada uno de los dientes de leones que habían en mi jardín en esas vacaciones de primavera?
Para mí, los deseos dejaron de tener importancia.
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Los murmullos siguen, las variadas voces nunca desaparecen. Son estridentes y molestas, pero no presto atención a lo que dicen, simplemente siento el rumor chocando contra mis oídos y me desconcentran. Todo lo hace. No puedo seguir el hilo de una conversación sin pensar por mi propia cuenta sobre algo que la conversación me ha recordado.
Me llaman la atención pero no respondo, ya he dicho que no me pueden pedir algo que no voy hacer. Conecto la mirada con la persona que me ha llamado la atención y luego la corro con indiferencia demostrándole lo poco que me importa lo que tiene que decir. No lo hace, nada lo hace últimamente.
No puedo fingir que algo me interesa ante algo que prácticamente me vale mierda. Me aburro, y simplemente no soporto aburrirme. No puedo evitarlo, si algo me molesta, o si alguien me irrita, mi cuerpo se convierte en un espejo de mis emociones, por sí solo, pero no crean que soy de ese tipo de personas que empuja con el hombro a la persona que le cae mal, qué idiotez. Yo soy más sutil.
El aburrimiento hace que me desvíe hacia un lugar que nadie aparte de mi sabe que existe y es allí donde me quedo, demostrando una vez más el gran desinterés que tengo ante todo que me rodea -bueno, casi todo-.
Sé que está mal. Sé que mi modo de pensar no encaja en lo que respecta a la normalidad y a lo usual, pero, he aquí mi lema: no me importa; y esa es mi respuesta ante la mayoría de las cosas, a la mayoría de situaciones, como si de alguna manera me protegiera a mí misma con esa respuesta, es mejor cuando las cosas no te afectan demasiado, pero no a tal límite de parecer un robot. Porque bueno, no puedo decir mi súper-lema cuando me dicen que me darán un balazo entre ceja y ceja mientras me apuntan con un arma porque claramente me importa, aunque haya momentos en los que no.
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