​El viento sopla para los hombres

​El viento sopla para los hombres

Jorge Sagrera

07/02/2018

Uno

Esta vez regresaba caminando a su casa. Tenía que hacerlo, claro, no había otra opción. En el trayecto hubo algo que le coloreó una sonrisa. La primera desde hacía algún tiempo.

Un chihuahua mini se abrazaba con ardor a la pierna de una de esas dos señoras que conversaban en la vereda.

—Adiós vecinas.

—Adiós.

—Adiós Guillermo, adiós.

El chihuahua mini ejecutaba un frote vigoroso en la pantorrilla de la mujer.

Escuchó con las espaldas:

—¿Estás segura de que es perra?

—Así me lo dijeron, ahora no sé.

—Son tan chiquitos, ahí abajo no se ve nada.

—Sí, son una cosita de nada… ¡Salí Liza, dejala!

Iba a complicarse un cambio de nombre. Lizo, Lizo, ensayó a cada paso. Lizo, vení para acá. Traé la pelotita Lizo. Resultó suave el masaje tibio que, en la frente y en las mejillas, le produjo la sonrisa. Voy a repetir seguido este mantra. Lizo, Lizo. Antes del desayuno. Cualquiera. Digo cualquiera. Decís cualquiera, Guillermo.

Los últimos setenta metros que debía andar para llegar a su casa lo hizo en compañía de una mariposa tigre. Eso, la clasificación, lo supo después, cuando entró a internet para buscar información sobre la especie.

La mariposa había salido de entre los pinos. Era un poco atrevida, a veces lo seguía, otras se adelantaba y le aleteaba el camino. Una vez le usó la coronilla como pista de aterrizaje. Mariposa amarilla y negra.

—¡Taxi, taxi!

Y se rio, por segunda vez en la mañana.

Uno de sus hijos había heredado ese genio. Su compañero de dobles en el tenis, solía pedirle explicación a sus ocurrencias o juegos de palabras. Pero cuando él lo intentaba, el resultado era lamentable. Había optado por no hacerlo más y que pasara lo que tenía que pasar. Si su compañero de dobles no acusaba recibo de la ocurrencia, que se encargara el universo de reírse. O no.

La mariposa tigre entró con él a la casa. Bordearon la cerca de los jazmines chinos y después desapareció. Le hubiese gustado despedirse, o algo. Despedirse. Despedida. Cuando sacó la bicicleta del cobertizo para arreglar la rueda pinchada, tocó el jazmín con el manubrio y algo cayó al pasto.

Sorpresa. Era el reloj que había extraviado el sábado. ¿Cómo habría quedado ahí? Lo levantó con veneración. Al reloj se lo había entregado el ayuntamiento de Felanitx, por considerarlo un hijo ilustre del pueblo. Bueno, hijo, hijo no era: nieto era. Ilustre, menos. Pero necesitaban decir eso para justificar la ceremonia.

Descubrió que los agujeritos de la malla del reloj estaban agrandados, eso hacía que zafara la púa de la hebilla.

Ahora lo recordaba: el sábado había estado podando el cerco: he ahí. Ecce.

Dejó lista la bicicleta.

Cuando entró a la casa, el teléfono sonaba.

—Hola.

—Papá —dijeron del otro lado.

—Sí, quién es.

—Papá, hace una hora que estoy llamando.

—Y yo llegué recién.

—Tenés que llevar el teléfono a donde vayas.

—Para qué… ¿El fijo?

—Mirá si te pasa algo.

—Si me pasa algo, no voy a poder llamar.

—Escuchame, ¿no dejé ahí el carnet de I.O.M.A?

—Para qué.

—No, no lo dejé para algo, si lo dejé es porque… ¿está ahí?

—No sé, ¿a dónde lo dejaste?

—Tengo que hacer un trámite antes de las doce.

—Aparece.

—Qué…

—Qué aparece, buscá un poco más.

—Bueno, gracias, chau.

—Esperá, encontré el reloj de Felanitx.

—Ah… dónde.

—Se me zafó mientras podaba.

—Me alegro. Bueno, chau.

—Aparece tu carnet.

—Bueno, chau.

Dos

Le entró un WhatsApp. Era un mensaje del grupo de excompañeros de la escuela. Iba a leerlo en el baño. Finalmente optó por dejar el celular en el living. Una cosa por vez. Ya sentado, venció la tentación de abrir las puertitas del vanitory y ponerse a leer las indicaciones de los desodorantes, las instrucciones para la aplicación de colirios, advertencias varias en el envase del champú escritas en portugués, etcétera etcétera.

Su instructora de reiki lo había dicho: Una cosa por vez. Y él era obediente. Intentaba; no tanto por disfrutar de la epifanía que ofrecía cada elemento, sino por practicidad. Cuántas veces por querer hacer dos cosas a la vez embocaba la derecha en la pierna izquierda del pantalón de tenis, y la izquierda en la derecha. Como usaba shorts amplios, lo advertía en la cancha al momento de guardar las pelotitas en el bolsillo.

El WhatsApp decía que un perro se había extraviado. Y que si tenía corazón que lo replicara, y que si no lo replicaba que se lo hiciera saber al remitente así el remitente seguía buscando alguien con corazón. Buscó la opción para silenciar las notificaciones: 8 horas. 1 semana. 1 año. Eligió 1 año. Le daba vergüenza abandonar el grupo.

Tiró el celular en el sofá. El móvil, por su propio peso, fue deslizándose, como un arroyito de montaña, entre almohadones chicos y grandes.

Salió al jardín a leer.

John Berger.

Le estaba costando escribir. Mucho. Se había dado cuenta, no sin dolor, que el arte creaba realidad.

“Todos los cuentos, decía Berger, tratan de alguna guerra —terminan en victoria o derrota— mientras que los poemas atraviesan el campo de batalla socorriendo a los heridos y escuchando a los que deliran. Por eso están más cerca de las oraciones, porque ofrecen algún tipo de paz”.

Él, Guillermo, había tenido su era geológica de contar y cantar: a la melancolía, a la nostalgia, a los amores contrariados, a la muerte.

Como la etapa azul de Picasso. Solo que la época de Guillermo no abarcó tres años: duró más. Y tal vez haya sido así, haya tenido que ser así, porque no se trataba solamente (¿solamente?) de escribir (pintar) el dolor y la tristeza que deja la muerte de un amigo.

Los huéspedes más alegres han partido

desaparecieron los verdes atavíos

la luz sin sombra acepta de mala gana

la escarcha en los cristales.

Decía en poema Berger ahora.

No estaba pudiendo escribir, hacía varios meses de esto. El video Arte sagrado, magia y conciencia le había confirmado de alguna manera lo triste y melancólico de sus escritos. Y también lo profético y predestinatario que podían ser. Comprendió que escribir no era solo un deshago, una constatación, una duda. La redención natural que sigue a la muerte de los planteos no se había producido. Acaso porque él no lo escribió, no lo decretó. Escribir como escribía él, esos temas, no era una manera de ventilar los demonios y las muertes para que exudaran la herrumbre. No era posible llevar ese óxido entre varios.

Entró decidido a contestar el WhatsApp. Tuvo que llamarse con el teléfono fijo para encontrar el móvil.

Ubicó el mensaje, se le habían amontonado veintidós sin leer. Escribió: “Aparece”.

Tres

Buscó en la enciclopedia más información sobre la mariposa. Guillermo la había bautizado La mariposa de la expiación. Esta especie, indicaba la enciclopedia, es una fuerte voladora que posee marcas distintivas en forma de rayas amarillas y negras en las alas. Algunas hembras son de color marrón o negro, imitando las rayas de un tigre.

Cuando la oruga rompe el huevo, sale se come el cascarón y luego las hojas que hay a su alrededor.

Al momento de construir el capullo, la oruga dobla una hoja y la asegura cubriéndose de seda. Dentro de la crisálida, la oruga no comerá ni beberá; sin embargo, no se trata de una etapa de reposo, es ahí cuando tiene lugar la increíble transformación de oruga en mariposa.

Al transcurrir el tiempo, del interior de la crisálida emerge una bella mariposa en estado adulto, que puede volar, beber néctar de las flores…

Y dar señales a los viajeros, agregó Guillermo.

No era una novedad la mariposa. No eran una novedad las mariposas en su vida. Ellas lo encontraron primero. A poco de la falta de su madre, una tarde que andaba por el jardín con las manos en los bolsillos, dos mariposas aparecieron aleteando a la par. Eran blancas.

Le habían pasado el libro de Elisabeth Kübler Ross La muerte, un amanecer… Justamente, esa tarde, estaba pensado en la muerte de su madre. Su padre había emigrado en marzo, su madre en septiembre. Siete meses entre viaje y viaje.

Esos planeos blancos se desaguaron en la escritura del cuento “Cuando vuel(v)a la mariposa”: una fotografía, un clic, donde narraba la nostalgia que llevaban a cuestas dos personajes: uno de madre, otro de abuela.

Y siguió escribiendo, ahora unos poemas: “Una mariposa tardía

por Talcahuano” y “Poema del Gran Acuarelista.

De manera que las mariposas y su significado, unido a la trasformación, no le resultaba ajeno. Lo que emergía como novedad era vincular, con hilos de plata, la mariposa a la expiación. No se trataba de transformación, sino de reparación, compensación, recuperación.

Pequeños milagros en los que él parecía tener parte. Vehiculizar. Canalizar. Tenía la encantadora sensación de estar formando parte de la apertura de un inmenso tercer ojo.

Tendría que preguntarle a Marco si había encontrado el carnet de I.O.M.A.

Cuatro

¿Se le estaría abriendo el tercer ojo? No podía confiar mucho en sí mismo. En una ocasión comenzó a arderle un punto exacto de la frente. Por días estuvo así, imaginando que estaba entrando en otra fase evolutiva.

Un monje coloca la cabeza del novicio Rampa entre sus rodillas, reza El tercer ojo, el maestro lo previene contra el sufrimiento:

—Esto es muy doloroso —dice.

Un ayudante perfora con una lezna la frente del novicio. Hay un crujido: el instrumento perfora el hueso. En el orificio encajan una pequeña cuña de madera. Y de pronto la visión del mundo comienza a cambiar. Según el maestro, con el tercer ojo se ve a las personas como son y no como pretenden ellas ser.

Guillermo aquella vez no había sentido que le trepanaban la frente, por supuesto, solo se trataba de un intenso y localizado ardor. Más tarde descubrió lo fenomenológico del asunto: Estaba usando Oíl 31, para mitigar el cansancio, y se aplicaba el aceite en la frente, las sienes y la nuca. He ahí el ardor, su tercer ojo.

Pero ahora era diferente. Fue a consultar a su maestra de reiki.

—Es posible —dijo Malva.

Vestía una túnica violeta y naranja.

—¿Estás apurado?

—¿Apurado?, no.

—¿Querés sentarte?

—Bueno.

La campana de viento se acomodó con la brisa.

—Cómo van tus cosas.

—Bien.

—Es cuestión de tiempo, lo sabés.

Los tubos de madera tocaban el badajo, asemejaban el eco del corazón.

—Sí.

En la pared había una frase nueva: “El dolor nos retira a una región donde es posible ver las cosas de otra manera”.

—¿La escribiste vos?

—Qué.

—La frase —y señaló con el dedo.

Malva contesto sin voltear la mirada.

—Sí.

Guillermo se la quedó mirando un momento. Especuló que ella ya debía tener activo el tercer ojo.

—¿Y la túnica?

Malva llevó la palma de la mano a la túnica, a la altura del pecho y luego la deslizó hacia abajo.

—¿Te gusta?, la hice yo.

—Imaginé eso.

—Abrí a la mitad cada túnica, y luego las uní.

Malva quedó a la espera.

—¿Te gusta?

—Está diferente, sí.

Ella sonrío. Él alzó la mano y comenzó a estirar un dedo.

—Malva, ¿con vos fuimos a ver Hair?

—¿Hair, el musical?

—Sí.

—No, ¿por?

—Por el vestido, tiene una onda new age.

Malva, aterrizaje lunar, asentó las palmas sobre el gobelino del Monte Tíbet que forraba la mesa.

—No me puedo acordar con quién fui a verla.

—Eso debe haber sido allá por el ’70.

—No no, mucho antes.

—No sé, hacíamos tantas cosas en aquellos años…

—Ese día, tuve una especie de satori.

—Ja, no me digas.

—Había alguien al lado mío, recuerdo que le agarré la mano y el brazo se me iluminó hasta el corazón.

—El brazo, ¿solo el brazo?: sos muy gracioso.

—No recuerdo quién era esa mujer.

—Mujer, mujer, no seas exagerado Guillermo, tendrías unos 15 años.

Malva alisó con las palmas el Monte Tíbet. La pausa necesaria para pasar a otro tema.

—Me preguntabas sobre el tercer ojo.

—Sí.

—¿Estás haciendo tus ejercicios?

—Sí. Un poco, sí.

—Tenés que practicar, solo así se ve el progreso.

—Entiendo, sí.

Guillermo levantó el martillito de madera. Hizo temblar la varilla metálica del pin. Aprovechó el largo son del Sí para ganar tiempo.

—Sabés que me gusta tomar un poco de esto, otro poco de aquello —dijo—. Me cuesta encasillarme.

Malva le quitó el martillito redondo de la mano.

—La cuestión es que no te disperses. Un poco acá, un poco allá, tiene su riesgo.

—Bueno, voy a ver si practico un poco más.

—Sí, es lo mejor.

—¿Hace mucho que no ves a Daniela?

—Hace un tiempo, sí.

—Se olvidó una esterilla acá.

—La tengo en un grupo de WhatsApp.

—Decile si la ves.

—Bueno. Dame unos Nag Champa.

Malva los deslizó por debajo de la nariz antes de entregárselos.

—Mmmm… Michelia Champaka.

—Cuánto es.

—Te los regalo.

—Bueno, gracias. Chau.

Al salir ayudó al badajo de la campanilla a bombear claves para el corazón. Clave del sol, la de los agudos.

—Chau.

Cinco

Fue a buscar en la caja de fotos lo que no le facilitaba la memoria. Memoria externa. Pen drive de papel. Era improbable que alguien hubiese llevado una cámara ese día. De todas maneras se quedó un buen rato mirando fotos viejas, y recortes de revistas: The Carpenters, Chicago… ¡Estaba la entrada al musical!, la apartó. La utilizaría como señalador de lectura para tenerla presente.

Renovó con entusiasmo la exploración. Encontró fotos del viaje de egresados obtenidas con una Polaroid. Agudizó la vista para distinguir esas figuras chiquitas.

Le llegó el sonido de la alarma del WhatsApp. Algún tipo de sinestesia, especuló: agudizo la vista y se estimula la escucha. Dejó el dormitorio y enfiló hacia la cocina.

Era un mensaje de voz. Daniela le quería hacer una consulta. ¿Podrían verse en algún lugar?

Llevaría la entrada de Hair. Aunque, si le daban a elegir, hubiese preferido que no hubiera sido Daniela la que aquel día despertó el brazo del corazón.

Ella pidió café a las brasas, él jugo de limón con menta y jengibre.

—Cómo estás.

—Bien, bien.

El mozo trajo el pedido. Estuvieron un momento sin poder encaminar la conversación. Se veían seguido en las redes sociales, pero cuerpo a cuerpo hacía rato que no compartían. Ella miró el reloj, dijo que no se podía quedar mucho, tenía que almorzar con su hija. Fue al grano.

—Cómo supiste lo del perro —dijo.

—¿Qué perro?

—El perro del WhatsApp.

—Ah, ese perro.

—Sí, ese perro.

—Cómo está. ¿Está bien?

—No tengo ni la menor idea.

—¿Y para qué me preguntás?

—Te pregunté cómo supiste que iba a aparecer.

—No me preguntaste eso.

—No importa lo que te pregunté.

Guillermo le describió el episodio de la mariposa tigre, la aparición del reloj, (lo del carnet de I.O.M.A. tendría que chequearlo).

—Aun con pocas estadísticas a mi favor —dijo—, decidí probar con el perro y decretar un “Aparece”.

Sacó la lapicera del bolsillo de la camisa y escribió algo en la servilleta.

—Cuántas lluvias se pronostican —dijo Guillermo—, sin embargo el sol brilla.

Daniela, con disimulo, estiró los ojos.

—¿Escribiste eso?

—Escribí algo que escuché recién en la calle: “No puedo regalar algo que no he consumido”.

—Ah… qué significa.

—Todavía no sé.

—Y para qué la anotaste.

—Daniela, no seas curiosa.

—Escuchame, volviendo a lo del perro…

—Eso nos convocó, ¿no?

—Anoche soñé con uno de esos micros turísticos que andan en la Capital.

—Ajá.

—Era de color amarillo. Fue muy vívido el sueño.

En la intersección del boulevard y la principal comenzaba a juntarse gente.

—¿Qué significa?

—¿Vos querés que interprete el sueño?

—Sí.

—Voy a decir cualquier cosa.

—¿Por?

—Quiero decir, sin razonarlo.

—Bueno.

—¿Estás en pareja vos?

—¡Eh!

—Veo un embarazo.

—Andá a la mierda, Guillermo… ¡Cruz, diablo!

Daniela comenzó a rebuscar algo en la cartera.

—Dejá, pago yo.

Daniela cerró la cartera entre ofuscada y ofendida.

—Buscaba el espejito.

Llegaron los alumnos del colegio San Francisco para la procesión del santo. Venían con sus globos vaticanos, blancos, amarillos.

—Veo algún tipo de abundancia.

—Bueno —ya tenía la cartera sobre la falda—, eso suena un poco mejor.

—Una preguntita.

—Dale.

—¿Vos fuiste a ver Hair conmigo?

—¿Eh?

—No puedo recordar quién se sentó al lado mío.

—¿En el micro?

—En el teatro.

—Guillermo, ese día fuimos todos: fue un viaje que hicimos con la agrupación.

Ahora lo recuerda. Lo recuerda por fetas, ráfagas, caras que suceden despacio y débiles, humeadas y anónimas. Viajaron en un colectivo alquilado por poco. Y por eso tardaron tanto en llegar. El clima, en el interior del micro, no era de paz, como lo proclamaría luego el musical. Venían de competir en las intertribus: Onas versus Comanches. A qué cuerpo de profesores de educación física se le habría ocurrido la brillante idea de enfrentar a indios fueguinos con indios mexicano-estadounidenses.

—Aparte —dijo Daniela—, qué importa quién se sentó a tu lado.

—Siempre me costó el nombre de la agrupación.

—Arqueoptérix.

—Le hubiéramos puesto Pepino el nueve, por ejemplo. Cada vez que salía a vender rifas y tenía que decir a beneficio de qué agrupación era, escupía al comprador.

En la calle no tuvieron más remedio que pasar entre la devoción del santo. Un niño le entregó a Daniela un globo amarillo. Ella increpó con la mirada a Guillermo.

—¿Ves? —dijo—, ves cómo me persigue el amarillo.

—Señora —dijo el niño—, ¿le puedo dar estos dos que me quedaron? Me dieron un montón para repartir.

Consiguieron salir del gentío justo en el momento en que comenzaban los cantos.

—Daniela, dijo Malva que te olvidaste una esterilla en el instituto.

—¿Qué hago con estos globos?

Estaban plenos de gas helio, deseosos de irse al cielo.

—Dáselos a tu nieto.

—No tengo.

—Y tené bien presente.

—Qué.

—Que los globos son tres.

—Andate otra vez bien a la mierda.

(Confirma dolorosamente lo profético de sus escritos. Una mariposa lo salva)

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