Gimió suavemente con desesperación, la desesperación propia de un niño pequeño. Abrió un ojo y observó de soslayo su alrededor, la habitación estaba siendo inundada por una oscuridad casi total, salvo por el brillo de la luna y el de las estrellas que se filtraba a través de los tablones de la cubierta dejando pasar haces de luz argentada que formaban dibujos en el suelo sin sentido. El niño cerró sus ojos con fuerza apretando sus puños intentando dejar su mente en blanco, el sonido que producían las olas y el agua salada del mar contra el casco del navío le recordaba lo mucho que necesitaba acudir al servicio en ese mismo instante.
Pero el crío no estaba totalmente seguro si podía encontrar el servicio con aquella oscuridad y el temor de que alguno de los oficiales le pillase por el barco durante la noche in fraganti le atenazaba la garganta. No sería la primera vez en aquellas semanas que le habían acusado de robar comida, incluso teniendo pruebas en su contra, pudo salir indemne con ayuda. Pero este era asunto de otro costal, no podía aguantar más y así decidió que sería más prudente buscar el servicio o en su defecto subir a la cubierta para poder evacuar su vejiga; antes que orinarse en su camastro y ser el hazmerreír de la tripulación.
En ese momento deseó fervientemente estar en su casa, en Rochester, donde no tendría que soportar los balanceos imposibles del navío o el olor a sal y sudor que desprendían los marineros.
Con cuidado colocó sus pies sobre el suelo de madera siempre húmeda y cautelosamente subió las escaleras que daban a la parte superior del barco. Asomó su cabeza por el hueco de las escaleras y escaneó con su mirada oscura la cubierta en la búsqueda de algún oficial que le mandase de nuevo a la hamaca. Con el corazón desbocado salió corriendo hacia la baranda, echó una mirada furtiva de proa a popa y con un suspiro contenido se bajó los pantalones para poder orinar y regresar a la cama.
Cuando hubo terminado y con una sonrisa triunfante en su rostro se subió los pantalones para poder regresar, pero el sonido estrangulado de una persona al gritar le heló la sangre. Abrió sus ojos como platos y su cuerpo se tensó como si fuese una goma elástica, su corazón comenzó a trotar como una vaca desbocada, tragó saliva y observó por el rabillo del ojo hacia la dirección donde procedía aquel sonido.
Con pasos cuidadosos sin hacer ruido con sus pies descalzos se deslizó hacia la proa para poder ver aquello que se encontraba tras el palo de trinquete, sus manos temblaban formando un puño, por su nuca caía un sudor frío. Dio un brinco cuando escuchó el sonido de un grito de dolor amortiguado por algo desconocido, seguido de un gorgoteo demencial que le puso los pelos de punta. Sintiendo como sus ojos comenzaban a anegarse de lágrimas echó un rápido vistazo a la cubierta en la búsqueda de algún arma que le pudiese ser de ayuda para defenderse, pues al menos algo de esgrima sabía. Pero incluso en la parte más profunda del cráneo sabía que si uno de esos hombretones que se encontraban en el barco no podría haber hecho resistencia contra aquel enemigo invisible, él terminaría hecho pedazos. Pero a lo mejor, con suerte, si la Fortuna le sonreía, podría echar a correr hacia los camastros y avisar a la tripulación.
Armándose de valor caminó sin hacer ruido hasta llegar al palo de trinquete, allí plantó una mano sobre la madera para poder sostenerse, sus rodillas temblaban como el pudin que hacía su madre, pero decidió que incluso aunque muriese debía enfrentarse aquel terror que le invadía. Con un suspiro contenido saltó hacia delante con los puños en alto dispuesto a pelear contra lo que fuese, aunque fuese el viento o el fuego mismo.
Un grito quedó atascado en su garganta, la sangre se acumuló en sus oídos produciendo una sordera instantánea que se vio opacada por un zumbido ensordecedor, no supo cómo, pero se mantuvo de pie sosteniendo una mirada castaña que le observaba con un hambre voraz. Su labio temblaba frenéticamente, y él comenzó a tiritar cuando vio el cuerpo del marinero echado sobre el suelo cubierto de sangre al cual le faltaba un brazo y en su pierna había grandes marcas de mordiscos.
El animal agachó su cabeza y enseñó sus dientes teñidos de sangre humana al mismo tiempo que producía un rugido de advertencia. Su pelaje blanco parecía en aquel momento del color de la plata, sus ojos castaños tenían una mirada que al chiquillo se le antojó casi humana, pero que detrás de esta se escondía un hambre insaciable. Su tamaño era mucho más grande que el de un lobo normal. De su lomo y hombros desprendía una humareda blanca como el vapor, su cuello y patas estaban teñidas de un tono rosáceo casi rojo.
El lobo se inclinó sobre sus patas gruñendo por lo bajo, como si supiese que si ladraba o gruñía demasiado fuerte podría despertar al resto de personas. El chico intentó moverse, pero el terror le había paralizado, como si se hundiese bajo las aguas del océano y la presión le impidiese mover sus músculos. Lo último que vio fue cómo el gigantesco animal se abalanzaba sobre él con las fauces abiertas.
Abrió los ojos y tragó bocanadas de aire con ansiedad y desesperación. Parpadeó unos segundos hasta darse cuenta que aquello que estaba mirando era un techo, el de su dormitorio. Con sus manos palpó aquello que tenía más cerca de él: las sábanas de su cama. Cerró los ojos y con un suspiro relajó sus músculos hasta dejarse caer de nuevo sobre el lecho.
Se pasó una mano por la frente recogiendo la capa de sudor y sus cabellos grises claros y luego mascullar una maldición entre dientes intentado todavía calmar el ritmo de su corazón que amenazaba por salírsele del pecho. Se rascó el cuello húmedo, sus oídos estaban taponados y tan solo escuchaba un zumbido desagradable, como si fuesen un maremoto. Estos se destaponaron tras unos segundos hasta que lo escuchó.
El sonido de las personas gritar de horror al ver sus vidas en peligro, las pisadas de la gente huyendo de la Muerte, los llantos de los niños asustados. Y el sonido de las balas de cañón al estrellarse contra los edificios.
Se levantó con premura y con un par de pasos tambaleantes se asomó a la ventana que daba hacia la plaza principal. La luna llena iluminaba los rostros aterrorizados de los habitantes de Portoprimavera, junto con la luz anaranjada de las llamas. Crispó sus labios apretando sus puños coloreando los nudillos de un tono mucho más claro.
Piratas.
Owen Whitemore ve con sus propios ojos como el navío del Capitán Davies es sepultado por el mismo mar, llevándose consigo un barco de la marina, con su hermano pequeño dentro. Este tendrá que aliarse con los pocos miembros de la tripulación maldita de Davies que han quedado para poder rescatarlo. Aunque eso conlleve estar bajo el mando del despreciable contramaestre de Davies, Charlie. Y ejercer el antiguo arte de la piratería.
En este viaje hacia la Vilokan, la morada de los Loas, Owen podrá comprobar por sí mismo si las habladurías sobre la tripulación del Silenciosa Emperatriz son ciertas: los piratas han hecho un pacto con los propios Loas y entre ellos se encuentran tres execrables con habilidades aterradoras.
Para salvar a su hermano tendrá que pedir el consejo a una bruja, atravesar una isla llena de caníbales, colarse en un monasterio haciéndose pasar por monje para poder robar un grimorio y luchar contra los propios muertos del Holandés Errante.
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