• En la carretera

Las gotas de lluvia repiqueteaban, asonantes, contra las lunas del vehículo. La violencia con que las nubes descargaban sobre la tierra hermanaba esa tormenta con las que, de forma ocasional y en los estertores del verano, se producían en aquella parte del país. Pero el estío quedaba ya lejos. Noviembre despuntaba y, en esas fechas, no eran demasiado habituales inclemencias meteorológicas de aquel tipo.

El paralelo vaivén de los limpiaparabrisas del vehículo no daba abasto para eliminar el agua que, deslizándose a ambos lados por la inercia de la velocidad, esbozaba, sin solución de continuidad, serpenteantes dibujos en los vidrios del automóvil. Contra lo que pudiese parecer, aquel monótono redoble distaba de ser tranquilizador.

Al volante del Citroën C5, el hombre, menudo, frágil, inquieto, con sincopada respiración, cambiaba de marcha de forma compulsiva atajando la aparición de sinuosas curvas en el inmediato horizonte. Ni la oscuridad de la recién caída noche, ni la voluptuosidad de la estrecha carretera, facilitaban lo más mínimo una conducción marcada de por si, por un exceso de adrenalina.

A pesar de que la temperatura en el exterior no era ni mucho menos elevada, el hombre transpiraba exageradamente provocando que cada dos por tres, los cristales de sus delicadas gafas de vista se empañasen. Además, de manera poco habitual, era en la palma de sus manos donde se concentraban con mayor densidad las gotas de sudor. El miedo, pues era éste el que provocaba la reacción física, le impedía concentrarse de forma única en la conducción. Con actitud nerviosa escrutaba el retrovisor -del que colgaba un atrapasueños de origen indígena comprado por su hermana en un mercadillo solidario- bajo el continuo temor a la aparición de señales de un vehículo perseguidor. En sus agitados pensamientos lamentaba con amargura -y en algún momento pensó que quizás ya sin solución- todos y cada uno de los pasos que le habían conducido hasta allí. Un punto de envidia, una ambición desmesurada y cierta soberbia eran sentimientos, humanos sí pero no de los que alardear, que se mostraban frescos en su memoria reciente. Ahora, tras lo visto y llegados a este punto, perdían de manera absoluta su sentido. En la hora de los lamentos se maldecía una y otra vez mientras valoraba si de otro modo, no hubiese sido todo mucho más sencillo.

Intentó apartar los nubarrones de su mente. Virar a positivo. Nada estaba aún perdido, quiso creer. Ese era en aquel momento, el escueto hilo -hilo al fin y al cabo- del que se sentía pender; los hechos no habían salido a la luz y todo era aún posible si se mostraba lo suficientemente rápido en las decisiones a ejecutar. Había huido, sí. Con el beneplácito de uno de sus vigilantes. Tampoco tenía conciencia de estar retenido. Se le había invitado a aclarar algunas cuestiones y él había acudido presto. Con inquietud, claro, la conciencia hace su trabajo a pesar de que se decida ignorarla.

Tal vez era solo su sentimiento de culpa el que le había impulsado a tomar la senda de la precipitación. A huir de aquel modo abriendo la puerta a los otros para especulaciones. Si así era, resultaría relativamente sencillo justificar sus actos de los últimos días. Incluso este. Debía pensar, sí, buscar coartada. Con ella en la mano, no parecía difícil convencerlos de sus diáfanas intenciones. A pesar de su brutal apariencia, o quizás por eso mismo, aquellos sicarios no parecían poseer demasiadas luces. Ni siquiera su jefe. Sería fácil colarles cualquier historia medianamente elaborada. Sí, eso pensaba. ¿Eran las cosas de tal modo o intentaba darse ánimos a si mismo con el fin de espantar ese pánico que se había adueñado de él? Dudaba. Siguió encadenando preguntas sin respuesta que no le conducían a ninguna parte. Quizás con el único fin de obviar el peligro, de no vivir el devenir por aquella ruta de la manera en que lo estaba sintiendo. Tranquilizarse y pensar, sí, pero sobre todo salir de allí esa noche. Alejarse. Huir de aquel lugar ignoto que asemejaba el laberinto de la isla de Creta y en el que temía encontrar su particular Minotauro. Cuanto antes debía abandonar aquella carretera comarcal, aquella trampa, en la que bajo ningún concepto, debían hallarlo.

Embozadas por la negritud y la vegetación extrema, las curvas se sucedían sin descanso. La angosta ruta y la escasa visibilidad en una noche tan oscura, en nada ayudaban. Necesitaba cuanto antes alcanzar la autovía o, al menos, salir de aquel infernal entorno en el que su mente se turbaba. Pensó, de pasada y de forma inconsciente, en el peligro de incendios que suponía una zona tan poco cuidada. Además de los cambios de hábitos ciudadanos, las políticas de reducción en los servicios forestales habían convertido buena parte de las sierras del país en polvorines prestos a estallar a la menor ocasión.

La carretera, cuyo descenso hasta el momento se había mostrado suave, se inclinó peligrosamente en la parte media. El desnivel a salvar hasta llegar a las primeras estribaciones de la sierra de Corbera y la planicie adyacente -aquella que albergaba la propia autovía- era importante. Una vez allí, todo sería más fácil, pensó. Mimetizarse, desaparecer por unos días hasta que todo se hubiese calmado en alguna de las numerosas alquerías o pueblos diseminados por el valle.

Nacidas en su momento a resguardo de una fortaleza musulmana del siglo XI -edificada a su vez sobre restos de una construcción romana- las distancias entre ellas eran tan insignificantes que muchos de sus patronímicos compartían origen. El castillo, cristianizado en su estética tras la reconquista, se mostraba como una ruina fruto del escaso interés que en su cuidado había profesado un consistorio, más preocupado por maquillar los números rojos que le habían supuesto el fastuoso polideportivo y la no menos impresionante casa de cultura del pequeño pueblo. Ambas, inversiones inútiles en una envejecida población de apenas tres millares de habitantes. Un ejemplo más de la política de gasto incontrolado que, en la última década antes del crack, había espoleado a los empresarios de la construcción a arrimar su ascua, en forma de jugosas comisiones, al equipo de gobierno pertinente con el fin de conseguir su tajada en el pastel.

A la salida de una curva muy cerrada, un neumático chirrió haciendo bascular la trasera del vehículo. Por un momento el hombre temió perder el control y precipitarse ladera abajo. Pisó el acelerador a fondo con toda la fe de que era capaz mientras sostenía el volante con firmeza. El automóvil pareció amarrarse al resbaladizo asfalto antes de dar pequeños saltos hasta acabar enderezado de nuevo. Lo hizo no sin dificultad, cierto, pero ayudado por su peso. A pesar de todo, aún culeó un poco durante los siguientes metros antes de recobrar el equilibrio definitivo, creando cierta inquietud en su ocupante. Asustado, el hombrecillo redujo y toco con ligereza el freno. No tenía sentido, por huir de un hipotético peligro, despeñarse por un barranco. Miró de nuevo su retrovisor. Nada. Solo, silueteando el cristal trasero, la propia lluvia enrojecida por el reflejo de la luz de los pilotos. Tragó saliva. Pisó el embrague acompañando el cambio y subió una marcha para seguir su temerario descenso.

A un lado y otro del camino comenzaban a brotar pequeñas casas de campo más o menos reformadas, coquetos chalets de reciente construcción, casetas de aperos de labranza… Todo salpicando los campos de naranjos en que se habían abancalado las laderas más bajas de la sierra. El buen hacer de los agricultores en esa zona, ofrecía una imagen de la Naturaleza más cuidada, mucho más limpia de broza y otros residuos vegetales que en la parte alta. Un lugar donde ya se vislumbraba la civilización. Donde el hombrecillo iba a hallar, sin duda, la ansiada seguridad.

Veinte metros frente a él la carretera se bifurcaba. Dudó antes de decidirse por una u otra opción. Suspiró. ¿Qué más daba? Ahora mismo nadie le seguía y tan solo buscaba disimularse entre la masa. No conocía bien la zona y se guió por la aleatoriedad de su instinto. Abrió el automóvil hacia su lado con el fin de tomar mejor la vía de la derecha y entonces…

El impacto fue brutal. De una violencia extrema. Más incluso por la sorpresa con que se produjo. Notó como su cuerpo intentaba saltar hacia la derecha por la fuerza centrípeta. También como el cinturón se tensaba atrapándolo y retornándolo a su asiento. Al mismo tiempo, en el lado izquierdo de su rostro, decenas de pequeños pinchazos rasgaban de forma leve su piel. Su mirada se extravió en la luminosa coreografía que centenares de pequeños diamantes –o eso le parecieron a él- realizaban en el interior del automóvil. La explosión de su ventanilla fue el primero de los efectos del salvaje golpetazo. Contra natura a la dirección de sus ruedas, el vehículo se desplazó arañando el suelo hasta rodar por el campo de naranjos que se abría a su derecha. Tres vueltas de campana después, el C5 fue interceptado por el robusto tronco del enorme tilo contra el que se empotró.

Quedo apoyado sobre su lateral izquierdo. El coche abollado, descuajeringado. Además de su ventanilla, también los dos parabrisas habían desaparecido y buena parte de la carrocería se había plegado como un papel de aluminio tras uso continuado. Aturdido intentaba descifrar lo sucedido. Parpadeó. Se sentía magullado pero entero. A priori. Quería entender pero no lo conseguía. A través de los cristales rotos de sus gafas, vio el capó entreabierto y el motor humeante. Por precaución e instintivamente, lanzó su mano hacía la llave de contacto y la arrancó de la ranura.

Respiró hondo. Notó entonces la humedad en su pernera izquierda. Llevó su mano hasta ella y palpó. Temió haberse orinado por la explosión final de ese pánico contenido. Al situarla ante su rostro su color había cambiado. Un intenso rojo empapaba la palma por completo. Volvió a tocar en busca de una herida pero nada notaba que anunciase el desastre. Al menos nada especial en esa pierna. Se sentía zarandeado, crujido, pero lo atribuía a la violencia del golpetazo. Intentó desplazarse. El cinturón de seguridad le oprimía y le dificultaba cualquier movimiento. Notó el escozor del tirón entre su cuello y su hombro. No sin dificultad pudo pulsar el botón rojo y el gancho se soltó de su anclaje. Al liberarse se movió un poco. No demasiado. Se hallaba encajonado y su liviano peso no hizo nada por ayudar. Eso sí, el ligero desplazamiento fue suficiente para notar la punzada en su costado. Miró de soslayo y la vio. La astilla metálica tenía forma de dardo y entre dos y seis centímetros de anchura. Estaba clavada en su segundo espacio intercostal. La sangre, la misma que goteaba en la pernera de su pantalón, manaba en abundancia de la herida. La camisa se iba empapando de manera paulatina. Se mareó. La visión de la sangre nunca le había gustado. Desde pequeño le provocaba aprensión. Retiró la vista. Intentó moverse de nuevo. El dolor era terrible en su intensidad. Imposible abrir la puerta adyacente. Las opciones eran la del copiloto, que quedaba en la parte alta del vehículo, ciertamente lejana bajo su actual percepción. O intentar salir por el espacio del desaparecido parabrisas que ahora ocupaba parcialmente el arrugado capó.

Apenas habían pasado treinta segundos desde el momento del impacto. Y la rapidez del pensamiento en situaciones de peligro le daba la sensación de haber consumido horas. Todavía no acababa de descifrar que era lo que le había lanzado contra la cuneta y, al tiempo que seguía buscando las opciones para salir de allí, le vio acercarse.

Caminaba en dirección al vehículo volcado con la decisión del profesional. Atravesando el fangal en que, por la acción de la incesante lluvia, había derivado la parcela. Las manos en los bolsillos del compacto anorak caqui. Tras él, en la carretera, junto al sólido Jeep Wrangler de parachoques reforzado y que se mantenía discreto con las luces apagadas, su nuevo compañero, un ucraniano de nombre Oleg, permanecía tenso, atento a cualquier movimiento extraño en los alrededores. A pesar de la minuciosidad en la elección del lugar del asalto -alejado más de cien metros de cualquier vivienda y en aquella carretera de escaso uso- y acompañados por la fortuna de una noche negra, solo iluminada ocasionalmente por los relámpagos de la tormenta, convenía no perder de vista la posibilidad de una imprevista aparición que debiesen silenciar ante la posibilidad de complicar su misión. Tiempo habría de recriminar a Oleg su despiste.

En la bruma provocada por el mareo y los golpes, el hombrecillo reconoció, a pesar de la capucha con la que cubría buena parte de su cabeza, al hombre que en cuclillas se situaba junto a él. Las lágrimas afloraron a sus ojos. Fue más la inminencia de la acción del sicario que el dolor que sentía el que las provocó. Cerró los párpados. Ya no pensaba en las fiestas excesivas a bordo del pequeño yate, ya no pensaba en la cocaína, las prostitutas, el alcohol, las opíparas comidas… Quiso sentir la lluvia en su rostro, el frescor de la noche… Aquello que de verdad temía no volver a sentir jamás. Nada importaba ya. Nada podía devolverle al tiempo en que todo se inició. Aquel tiempo en que, como en un juego, se ofreció a una actividad que le proporcionase mayores dividendos. Una opción más lucrativa y excitante que cualquier otra alternativa honrada. Pero “la edad de la inocencia” -como él había denominado en círculos íntimos aquellos primeros pasos- había quedado bien pronto atrás. Los acontecimientos de los últimos tiempos le habían abierto los ojos a una realidad muy distinta. Esos mismos ojos que, en ese instante, intentó abrir de nuevo para intentar descifrar el objeto que acababa de impactar de forma seca y contundente en su rostro. No lo llegó a ver, solo sentir. Un segundo impacto dio de lleno en su boca astillando sus dientes y llevándole en volandas a ese lugar intermedio donde nada importa, allí donde el metálico sabor de la sangre no llega a molestar…

Con el segundo golpe, el hombre del anorak se quedó mirando el amasijo de carne en que se habían convertido labios, nariz y pómulos en el rostro del otro. El canto rodado seguía en su mano y las gotas de sangre se deslizaban de éste a sus guantes. No había golpeado con saña, solo buscando su objetivo de llevarle a la inconsciencia. Lo que menos necesitaba en aquel instante eran gritos de auxilio. No perseguían ningún tipo de castigo, solo rematar de manera profesional el trabajo iniciado. Con el otro desmayado, el sicario lanzó la vista hacia su compañero que le aguardaba en la estrecha carretera. Permanecía impasible, mirando a un lado y otro de manera profesional, pero mostrándose calmo, aquello lo tranquilizaba. Su reconocible parka de camuflaje daba cuenta del origen de su entrenamiento.

Se puso en pie, retrocedió unos pasos hasta el lugar donde había dejado una lata de gasolina. De manera rápida pero segura, regresó junto al vehículo. Esparció el contenido del recipiente por toda la carrocería. Hizo especial hincapié en los alrededores del hombre desvanecido. Finalizada la operación, apartó la lata hasta una distancia pertinente. Regresó de nuevo. Rebuscó en los bolsillos del hombre hasta encontrar su teléfono móvil. Lo encontró y lo guardó. Sacó un ajado periódico del bolsillo interior de su anorak. En portada un titular y unas fotos que, por miméticas, comenzaban a convertirse en un mantra de la prensa; “Nueva investigación sobre corrupción política. La juez Sober imputa a dos diputados del partido en el gobierno”. Lo ignoró. No era cosa suya. Con los jueces metidos en faena con todos aquellos advenedizos que desde el poder se habían creído los más listos del mundo, ellos gozaban de mayor campo libre para sus actividades. Sacó un zippo del bolsillo de su pantalón de camuflaje y botó fuego al diario. Cuando la llama tuvo suficiente fuerza, lo lanzó hacia el charco. La gasolina prendió con fiereza y pronto el vehículo era una antorcha.

Marchó en dirección a la carretera. De pasada recogió la lata de gasolina. Entonces lo vio. Sus botas militares anudadas con bastos cordones a la parte alta de la caña, dejaban evidentes huellas sobre el barro. Molesto, el hombre entendió que no quedaba otra que eliminarlas. Fue hasta un naranjo cercano y, con la navaja suiza que llevaba en su bolsillo,cortó un pedazo de rama del tamaño del cepillo de una escoba. Con rapidez y de espaldas, rehízo el camino desde el vehículo incendiado al todoterreno mientras iba eliminando las huellas tras él con el zigzag de la rama. Llegó al asfalto y vio que había quedado razonablemente bien. La lluvia acabaría de hacer el trabajo. Su compañero ya estaba al volante y con el automóvil apuntando a la dirección por la que habían venido. Subió a bordo, miró atrás sin ver a nadie y el vehículo desapareció en la oscuridad.

A su espalda, entre los naranjos, el C5 se consumía veloz. Las llamas devoraban todo y, parte de estas habían saltado al propio Tilo. Automóvil, hombrecillo y árbol se ennegrecieron al unísono hasta convertirse en un todo de origen común. Paulatinamente y con nada más que quemar, el fuego se consumió hasta esfumarse. El agua de la lluvia acabó por apagar los últimos rescoldos. Pronto no fue más que humo brotando del amasijo.

Y entonces, como siguiendo una indescifrable orden, cesó de llover.

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