INTRODUCCIÓN
Soledad salió después de comer a sentarse en el porche de la parte trasera de la casa, una galería porticada con suelo de madera desde donde solía mirar la tranquilidad del río. Hoy, además del río, iba a ver llegar a todos los invitados.
Seguramente llegarían de uno en uno, como las cuentas de un rosario. Los esperaría allí sentada en su balancín de acero con cojines de lino negro hechos por ella misma, y techos y laterales de lona ribeteada con cenefas de organdí, también diseñados y hechos por ella misma.
« El techo no es para el sol ni para la lluvia. Es porque un balancín sin techo es como una cama sin somier», decía cuando le preguntaban que para qué el techo, si ya tenía el del porche.
—Jacinta, por favor, sube a decir a Joaquín que baje ya, antes de que lleguen todos.
Soledad es mi abuela. Y yo soy Joaquín. Ayer celebró su noventa cumpleaños —“nonagésimo”, hizo imprimir en los tarjetones de invitación—, y había conseguido reunirnos en su casa, por un día entero, a casi toda la familia. Estuvieron mis padres, mis tíos, primos y primas, con sus correspondientes hijos. Hijos, nietos y bisnietos de la abuela. Algunos no nos veíamos desde hacía mucho tiempo, y entre alegres charlas, preguntas, risas, sudores, vinos y otros manjares se nos fue el día.
Siempre me había gustado aquella casa familiar: acogedora, grande, en el campo, rodeada de árboles y un río que siempre llevaba el agua justa para que uno pudiera bañarse y pescar. Desde niño me gustaba ir. Además, me gustaba hablar con mi abuela. Siempre sabía todo y siempre estaba dispuesta a contarlo.
Cuando me llamó para hablarme de la celebración de su cumpleaños, ya me dijo que quería que yo me quedara un día más —yo vivía en Madrid desde hacía mucho tiempo—. Y preparado para ello vine, sin saber ni por qué ni para qué quería ese “día más”. Hasta ayer.
—Mañana —me dijo anoche—tendremos otra celebración. Una cena con gente del pueblo, gente conocida, no familia. Contaré cosas de mi vida que nunca he contado. Mañana las contaré, y quiero que tú lo escribas, que escribas una historia con todo ello. Y que escrito quede.
Mi abuela sabía de mi gusto y afición por la escritura—ella me lo inculcó—. Había conseguido intrigarme.
—¿Y quién es esa “gente conocida” que vendrá mañana?
—Ya los conocerás.
—¿Y ellos pintan algo en esa historia?
—Claro. Mañana lo verás.
Esa tarde, cuando bajé, después de que Jacinta subiera a llamarme, la encontré sentada en el porche, con los ojos cerrados, que abrió al sentirme. Hacía un calor inhumano, y unos hilos de sudor me resbalaban por las sienes.
—¿No te has echado? —le dije, mientras me inclinaba para besarla en la frente.
—Buenas, hijo. No, no me he echado. Aquí hoy se está bien. Ya están llegando.
Corría una brisa tenue, más caliente que un fuego, aunque aliviaba el sudor.
Dio unos golpecitos con la palma de la mano en el balancín, a su lado, invitándome —ordenándome— a sentarme. Jacinta trajo una jarra con limonada y dos vasos. Uno, para mi abuela. Yo cogí el otro que llené despacio y bebí deprisa.
—Te vas a hacer daño en las anginas por beberlo de esa manera—me dijo Soledad, quizás viendo mi infancia—Está muy fría.
Estaba helada, sí. Pero era gloria sentirla precipitarse en cascada garganta abajo.
—Mira —siguió— en la vida, una cosa te lleva a otra, y a otra, sin saber muy bien por qué, y algo que crees que es muy malo acaba resultando muy bueno, para luego volver a cambiar a peor y terminar siendo no sabes si bueno o malo. Y así, a golpes de cosas que pasan, va tomando forma tu vida.
Siempre había sentido admiración por mi abuela, como todo el mundo. La gente del pueblo la admiraba, la quería y la respetaba. Y yo también.
Cuando el día anterior me dijo lo de “escuchar historias de su vida”, me extrañó, porque yo creía conocerlas ya. Todo el mundo conocía su vida. Y así se lo dije. Su historia era un modelo y ejemplo de lucha y entereza. Una viuda joven, en la posguerra, con tres hijos pequeños, sin oficio previo, fue capaz de sacar todo adelante, dar estudios a sus hijos, y acabar creando un negocio que la hizo rica. Esa era su historia y todo el mundo la conocía. Yo también.
—Hay otras cosas que conocerás mañana—fue todo lo que dijo.
Ahora me hablaba como preparándome para lo que vendría.
—Hoy vas a conocer el hilo con el que se tejió esa historia. Y ya sabes que quiero que lo escribas. Y yo te ayudaré a publicarlo.
—Nadie, quiero decir nadie vivo —siguió—, conoce lo que esta tarde contaré. Toda mi vida he creído que se vendría conmigo al más allá. Pero este último año, aún no sé muy bien por qué, he ido cambiando de opinión hasta decidirme a hacer lo que hoy voy a hacer. “Si llego viva a los noventa, lo contaré”, me dije. Creo que algo cambió cuando murió Manuela. Ella conocía todo y no era muy partidaria de remover nada. Pero cuando murió, me vi como única depositaria de mi propia historia, y me dio miedo irme con ello encima: me dio pánico que todo quedara reducido al cero.
—Además —dijo— creo que el perdón es necesario para vivir en paz, pero no lo es para morir en paz.
Miraba a lo lejos, al río que discurría más abajo, y no sabría decir si en su gesto había algo oculto.
Lo que yo entonces supuse era que Soledad, por alguna razón, quería que se conocieran capítulos penosos, hasta entonces desconocidos, de su vida, y que yo sería el vehículo del que se iba a servir para ejecutar sus designios. Su “brazo ejecutor”
Jacinta nos avisó de que ya habían llegado todos los invitados. Soledad se levantó y me pidió que subiera a su habitación a por una caja de cordobán, me dijo, con un relieve de Don Quijote y Sancho en la tapa, que tenía en uno de los cajones de su tocador.
—Bájala, y me la dejas a mano.
Cuando bajé con la caja (que era una filigrana, por cierto), todos estaban sentados a la mesa. Saludé, y busqué una de servicio, con ruedas, que siempre andaba cerca de ella, puse encima la caja y la acerqué a su lado.
Aprovechó para presentarme a la gente con la que iba a compartir mesa. Ella estaba sentada en un extremo, y a mí me dijo que me sentara justo al otro extremo, como si los dos estuviéramos presidiendo la cena. Y cuando me senté, empezaron las presentaciones.
—Es Joaquín, mi nieto pequeño —empezó, señalándome. Después siguió uno a uno.
A derecha e izquierda tenía a dos frailes, vestidos con unas cogullas que no supe identificar ni asignar a orden alguna. Fray José María, muy anciano, a su derecha, y Fray Sebastián, que, dijo Soledad, era asistente del viejo, a su izquierda.
Al lado del fraile joven estaba Eufemiano Coronado, más o menos de mi edad y el único al que yo conocía. Abogado. Desde el despacho donde trabajaba llevaba todos los asuntos de la empresa de mi abuela, Tasol, que no eran pocos.
A Eufemiano le conocí en el café Monteluna cuando aún éramos niños, él acompañando a su padre, y yo a mi tío. Era el único local digno de ese nombre en Espadaña, y era obra, como no, de mi abuela: ella quería un local adonde pudieran ir las mujeres solas, a tomar un café, un té o “lo que les dé la gana”, y las cuatro tascas clásicas no parecían adecuadas. Así que compró uno de esos bares, lo reformó, lo decoró casi como una copia del café Comercial de Madrid, y lo abrió con el nombre de MonteLuna, después de que le desaconsejaran MonteVenus por demasiado atrevido.
Y enfrente de Eufemiano estaba su esposa, Clarita, una mujer de cara cándida, que sólo dijo “hola” en toda la tarde. Al lado de Eufemiano, Margarita Sotoliva. Mediana edad, entre los cincuenta y los sesenta, sin atreverme a decir de qué extremo estaba más cerca. Tenía puesto un sombrero blanco, de ala muy ancha, que no se quitó más que al final de la tarde, y frente a ella, su marido, del que no recuerdo el nombre. No abrió la boca en todo el tiempo que estuvimos sentados a la mesa.
Las sillas más próximas a mí las ocupaban dos mujeres. Una, casi tan mayor como mi abuela, a mi derecha. Era Francisca —no dijo apellido—. La otra, a mi izquierda, Rosabela. Era más joven, de mi generación, calculé. Tampoco dijo el apellido. Sólo que era médica.
—Rosabela Romero, médico —corrigió y completó ella misma, con una mueca pintada en los labios.
El calor no había ido a más, pero tampoco a mucho menos a pesar de que ya eran las ocho cuando Jacinta vino con dos chicas con delantal y cofia a las que no había visto en mi vida por allí —el único “servicio” que mi abuela había tenido era el de las “Jacintas”: la actual; su madre, también llamada Jacinta y su abuela. Las tres, mucho más amigas que criadas, casi familia— y, en dos o tres viajes, nos llenaron la mesa: tortilla, canapés diversos, embutido, agua, vino. Cuando mi abuela dijo “podéis serviros”, todos empezamos a comer.
Yo cogí una cerveza fresca y di un buen trago, mirando a unos y otros, pensando qué tendría que ver gente tan dispar —frailes, abogados y médicos; hombres y mujeres; ancianos y jóvenes— en la vida de mi abuela.
Todos parecían felices por haber sido invitados por Doña Soledad a su cumpleaños. No sabían lo que les esperaba.
Pero antes de entrar en detalles de lo que ella contó, contaré lo que yo ya sabía. Así será más fácil “rellenar los huecos”.
Soledad del Carmen López de Alvarado —el “de” se lo puso ella porque le dio la gana— nació el domingo16 de julio (de ahí lo de Carmen) de 1905 (los años van más por cálculo mío que por precisión suya), en Espadaña. Contaba que ya de joven parecía algo avanzada a su tiempo: le gustaba leer, y estudiar, y un día incluso se atrevió a decir en casa que quería ser maestra, a lo que su padre respondió con una bofetada mientras masticaba un torrezno, lo que la devolvió de lleno a “su tiempo”.
La menor de cinco hermanos, creció ayudando en casa, yendo a misa los domingos y esperando que a la salida de alguna misa la encontrara algún “marido”.
Baja de estatura, con la piel muy blanca, rubia y con los ojos azules. Era una mujer guapa y atractiva en su juventud, según sus coetáneos y alguna foto que conservaba.
Se casó el 12 de octubre de 1932 con 27 años. Ni joven ni vieja.
Su marido, Jacobo Francés, era minero y cuando no había trabajo en la mina, trabajaba de jornalero en el campo.
Hombre tranquilo, de esos que inspiran confianza, paciente y buen hablador. Cuando estalló la guerra, empezó a meterse en política, en el sindicato, y se hizo socialista. Y pronto le empezaron a llamar Jacobo el del Sindicato.
Al acabar la guerra fue preso y pasó casi un año en la cárcel de Badajoz. Durante aquel año, a Soledad y a sus hijos los mantuvieron sus hermanos, porque su madre también fue a la cárcel. De sus hermanos, uno, el más pequeño, murió en el frente.
Su marido salió en libertad a finales de 1940, por intercesión del párroco de Espadaña, don Fermín, buen amigo de la familia, pero inesperadamente se volvió abrir causa contra él, y fue obligado a desterrarse y a vivir a no menos de cincuenta kilómetros de Espadaña
Después de Reyes del 41 se fueron desterrados a Santa Marina. Sin casa, sin oficio. Con tres hijos. Fue la primera vez que Soledad cosió cobrando. Jacobo, de jornalero en el campo: en la siega para mayo, en la vendimia para después del verano, y la aceituna al final del otoño. No faltaba comida ni en el pueblo ni en su casa alquilada.
A finales del año siguiente, pudieron volver al pueblo después de casi dos de destierro.
Vuelta a casa. La mina cerrada. Jacobo se fue a las de Puertollano. Decían que pagaban bien, había mucho trabajo y tren directo desde Espadaña.
En un viaje de vuelta al pueblo, se quejó de la garganta: llevaba toda la semana con la voz ronca y no aclaraba. Diagnóstico: cáncer de garganta. Una tragedia.
Ya no trabajó más. Murió en febrero del 45. Y ella quedó viuda antes de cumplir los cuarenta y con tres hijos. Nueve, siete y seis años.
Soledad no tenía ni un duro para enterrarle ni para hacerle una misa. Jacobo fue a parar a una fosa común: “Está en la Fosa 2” le escribió en una nota el enterrador.
Unos años después recibe el primer encargo para coser cobrando en su pueblo: un vestido que le encarga Doña Josefa Plata, heredera de una familia de terratenientes, que la había tomado para trabajar en su casa de criada. Era una mujer buena y se decía que le encargó el vestido sólo para ayudarla. Pero el resultado fue tan satisfactorio, que le encargó otro, y otro, y empezaron encargos de otras ricas, y de otras menos ricas, y luego de todo el mundo. Y así empezó a ver la luz.
Le propuso a Manuela (vecina que acabaría siendo inseparable, y que por entonces pasaba algunos apuros), que le ayudara cuidar a sus hijos, pagándole por ello.
En 1950 se ganaba la vida de sobra: había abierto una tienda de retales. Ella encargaba las telas por catálogo a un viajante que se las traía al cabo de unas dos semanas, las vendía y ella misma confeccionaba los vestidos. Así que en dos años tenía un negocio “integral”.
Ese mismo año llevó a sus hijos al colegio de los claretianos de la capital, con la certeza de que tendrían beca por sus excelentes informes académicos. Pero les denegaron la ayuda. Nadie se explica por qué. No estaba mal de dinero, aunque no le alcanzaba para pagar a los dos. Tendría que sacar a uno al menos. Pero no va a elegir. Y va al colegio para llevarse a los dos. Se los lleva de vuelta al pueblo en contra de la opinión del director, que veía a los chicos muy capacitados y predispuestos para estudiar.
Pero unos días después, ese mismo director se presenta en su casa: los frailes le ofrecían una “beca y media”, pagando todo lo del mayor y la mitad del menor. Acepta. Los niños vuelven al colegio.
Por fin algo de tranquilidad: su hija mayor ya es una moza que le ayuda en la tienda y en la casa, sus hijos estudian y su negocio crece a toda vela. Se hace un nombre y hasta recibe encargos de fuera. Abre una tienda mayor.
En 1958 sus hijos tienen que ir a la Universidad. Ya no hay problema de dinero y van a hospedarse a una casa particular de Madrid. Ella no es que sea rica, pero ya no tiene ningún apuro.
Y en un viaje que hizo para ver a sus hijos, conoció a un compañero de clase del mayor, que resultó ser, a su vez, hijo de un comerciante de la calle Carretas de la capital, dueño de una tienda de ropa. Y a Soledad se le ocurre una innovación: incorporar confección, ropa hecha, a su tienda. A buen precio. Lo nunca visto en el pueblo.
El hombre, impresionado por la audacia de la mujer, le dice que él puede adelantarle el género y cuando lo venda, le pagará. Así lo hacen. Vuelve cargada al pueblo con dos baúles de ropa elegida por ella. Faldas, vestidos, blusas… todo para la mujer. Y causa sensación: lo vende todo, arreglando lo que necesita arreglo, en cuatro días, y ya le van saliendo encargos.
Crece y crece el negocio. Gana y gana dinero. Mucho dinero. A su tienda, que ya cuenta con diez empleados, viene gente de toda la comarca y de fuera a comprar y a encargar vestidos hechos a mano.
En 1965 muere su hijo Joaquín, el mayor. Otra tragedia. Y a ella le llega la gran oportunidad: la mayor empresa de Badajoz le encarga los uniformes de todas sus empleadas, más de cuatrocientas. Y ya no para. Acaba de nacer Talleres de Confección Soledad, que más tarde sería Tasol S.A., especializada en uniformes de empresa y que hoy día tiene talleres repartidos por toda España y hacen a Soledad una de las mujeres más ricas del país.
Y esta es la historia que en Espadaña se conocía de Soledad López.
Una historia modélica, de lucha, fe y determinación, y que en aquella tarde de cumpleaños íbamos a “rellenar”, como ella mismo me dijo.
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SINOPSIS
Soledad López Alvarado cumple 90 años. Es una mujer rica. Vive en el campo, en el pueblo donde nació. Una mujer que de quedar viuda muy joven con tres hijos pequeños y ni un duro, llegó a ser una de las mujeres más ricas del país.
Además de la historia pública, que todo el mundo conoce, hay una intrahistoria que sólo conoce ella. Dura. Desagradable. Una intrahistoria habitada por gente que hizo daño.
Ahora ve la muerte próxima, y ha decidido contarlo. No todos los protagonistas viven, pero todos tienen descendientes o familiares próximos. Y a ellos ha invitado a su fiesta de cumpleaños. Y delante de todos, contará capítulos donde cada uno tendrá “su protagonismo”.
El sacarlo a la luz públicamente tendrá efectos dramáticos en todos los invitados al cumpleaños, descendientes de aquellos miserables que tanto daño le hicieron. Y esa será su venganza.
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