Todavía el sol se filtraba por los cristales del mirador, inundando con sus rayos las begonias colocadas en su interior, mientras los niños en la calle se dedicaban a jugar al fútbol, inundando con su griterío las aceras de la calle, y la fuente de enfrente se encontraba llena de jóvenes apagando su sed, en tanto que un corro de palomas se mezclaba con ellos revoloteando, esperando unas migajas de pan.

Esta estampa me traía recuerdos de mi niñez, cuando en el mismo lugar grupos de niñas disfrutábamos de nuestros juegos.

Cerré el ventanal y comencé a dar vueltas por la estancia; en una de sus estanterías encontré una caja de latón, con sus tapas algo deterioradas por el paso del tiempo, que contenía fotografías antiguas de mis antepasados.

Me senté en la butaca y comencé a admirar tan bellos recuerdos. Allí estaba la fotografía de mi padre con algunos de sus amigos, en una de sus clásicas tertulias.

Mi padre Tomás era un admirador de las tertulias nocturnas. Podemos decir, era un trasnochador por antonomasia. Disfrutaba de sus noches, tanto las claras y estrelladas de verano con la luna haciendo su aparición, como las oscuras y frías del invierno con sus sombras y vientos. No hacía distinción entre unas y otras.

Después de cenar, dejaba nuestro hogar para reunirse con el mismo grupo de amigos, en el café «ORIA». Estas tertulias se alargaban hasta altas horas nocturnas, pues después del cafecito, seguía su purito voltiser, acompañado de alguna o algunas copas de coñac. Mientras el humo de los puros iba invadiendo la mesa, el ritmo de las conversaciones se iban alargando y haciendo más interesantes, entre tanto, las horas de la noche se iban prolongando. Recordaba que mi madre le recriminaba diciéndole que era un golfo. Pero ya sabía, se había casado con un hombre ameno, cariñoso, buen mozo, pero tenía este defecto, que él siempre repetía que no lo dejaría hasta su enfermedad o muerte.

Pero a pesar de este gran defecto a nuestros ojos, ¿Qué tenía mi padre?.

Lo recuerdo como el mejor padre, cariñoso, tolerante, que nos quería mucho a su manera, era buena persona y tenía unos sentimientos muy humanos, cultivaba la amistad por encima de todo, alegrándose siempre de las cosas buenas que acontecían a sus amigos.

Las tertulias en aquella época, se consideraban cosas de hombres, así como los fogones lo eran de mujeres.

A estos coloquios, acudía en algunas ocasiones, la mujer de Pueyo, ella llamada Javiera. Era una mujer sumamente vistosa, con su melena rubia teñida, sus pestañas con abundante capa de rímel y sus labios perfilados de un rojo intenso. Sus senos bien marcados y todo esto acompañado de su simpatía natural, tenía a todos los tertulianos a sus pies. A los hombres de entonces, les parecía bien que la mujer del amigo fuese avanzada y progresista, pero no comulgaban que las suyas fueran a estas veladas.

Me imaginaba a Javiera combatiendo sus ideales políticos con aquel grupo de hombres, mientras el resto de mujeres que también los tendrían, los ocultaban en su interior, quedándose en sus casas y conformándose con la lectura de una novela de sentimientos.

¿Qué pensaba mi madre sobre Javiera?- Seguramente lo que la mayoría de nuestro pueblo, que era demasiado avanzada.

Javiera se había casado con Pueyo, asiduo a estos debates, con el enfrentamiento de su familia, ya que éste pertenecía a una familia acomodada y de costumbres muy proclives al régimen, mientras que Javiera pertenecía a una familia trabajadora y contraria al régimen y había tenido algunos escarceos amorosos con algunos del pueblo. Pero los dos y a pesar de la diferencia de edad que Javiera era algo mayor que Pueyo, se llevaban muy bien y a decir verdad era una buena chica con grandes sentimientos.

En el café «ORIA», solían aterrizar gente del espectáculo, unos pertenecientes al mundo del circo, del teatro o del mundillo del toro, del que mi padre era muy aficionado.

Para mi padre era sumamente interesante poder conversar con todo este tipo de gentes, las cuales llegaban de cualquier parte de España y algunos hasta del extranjero. En este café mezclaban sus tertulias diarias con los chascarrillos de estas personas que a medida que los cigarrillos se iban consumiendo y las copas de alcohol apurando les iban contando sus experiencias, costumbres, la forma de vida que llevaban y el lugar de donde provenían, así como las circunstancias de meterse en este mundillo.

Mi padre disfrutaba intensamente empapándose con todas sus vivencias, sorbía como se sorbe una taza de café el fondo de sus sentimientos, valorando sus triunfos y fracasos, siendo éstos superiores a los primeros. Sus amores fracasados, sus obsesiones, miedos escénicos, pues desde el tendido se ve hermoso y de color de rosa todas sus interpretaciones, mientras detrás del telón y en el interior de cada uno de ellos, estaban hasta el fondo marcadas las envidias, rencores y las grandes desilusiones, todo como en cualquier ser humano, pero todavía vidas más duras y muy difíciles de vivir.

Algunas noches de verano, de esas que el cielo está cubierto de estrellas y la luna hacía su aparición, tomaban su café y a continuación con su puro encendido daban una vuelta por el pueblo. La orilla del río Oria iluminada por los destellos de las estrellas que irradiaban en sus aguas cristalinas, era el sitio ideal para dejar unas horas el café y recorrer su margen. Mi padre siempre acompañado por su periódico «EL RUEDO», introducido en el bolsillo de su chaqueta y disfrutando con las bocanadas de humo de su puro, mientras estiraba por la ribera del río sus largas piernas.

Un día estaban como de costumbre reunidos en su café, cuando se acercaron varios amigos, de los llamados intelectuales en el pueblo y, decidieron hacer un homenaje a García Lorca. No recuerdo el motivo de dicho homenaje. Comentaron que el «CIELO GRANDE» un hotel famoso en el pueblo, se había ofrecido para ceder una de sus estancias para celebrar este acontecimiento. Así que haciéndose pasar por residentes y con todo secreto, se introdujeron en dicho hotel, donde una habitación estaba ya magníficamente preparada para celebrar el evento. El aposento estaba totalmente oscuro, solamente el resplandor de unas velas hacían acto de presencia. Colocándose alrededor de las mismas y tomando la palabra Federico Zabala y un tal careche, hicieron la introducción, comenzando a recitar los poemas de Federico. Todos los asistentes repetían con absoluta devoción estos poemas al grande de Federico, como si se tratase de una iglesia adorando al Señor.

El silencio era sepulcral, solamente la respiración de algunos asistentes se oía.

Esta luz, este fuego que devora

Este paisaje gris que merodea

Este dolor por una sola idea

Esta angustia de cielo, mundo y hora.

Pero a pesar de tantas precauciones, al final hubo un chivato que dio la alarma y enseguida se presentaron los alguaciles y los condujeron a la Comandancia de Policía para prestar declaración. Transcurridas unas largas horas en el calabozo, los pusieron en libertad. Pasados bastantes años, nos parece ahora mentira que por recitar unos fragmentos de la poesía de García Lorca los detuvieran. Pero así eran las cosas en aquel tiempo.

También recitaron una parte de fragmentos a la figura del matador Antonio Sánchez mejías, aquí ya, la sangre torera que corría por las venas de mi padre, vibraba al recitar estos poemas.

Mi padre era no solo un gran aficionado a la fiesta de los toros, sino que vivía por y para los toros. Toreó como matador en muchos festejos taurinos que se celebraron en el pueblo y le llamaban el «VILLALTA». Seguramente, así como en Lavapiés la taberna dedicada a Sánchez Mejías está llena de carteles y fotografías del matador, en el café «Oria» de mi pueblo aparecerán colgadas de la pared las de mi padre con su cuadrilla.

Con respecto a los toros, recuerdo de mi niñez, una caja en color negro, donde mi padre guardaba como si de un chiquillo se tratara, muchos cromos con las figuras de Machaquito, Enrique Ortega, Joselito, Cotchaito, Juan Belmonte y algunos más. Entonces los chicos jugaban a los cromos con estas figuras, mientras las chicas jugaban con artistas de cine.

Mi padre, que toda su vida había soñado con ser matador de toros, y queriendo copiar a Sánchez Mejías, decidieron su amigo Pepe Segurola y él escaparse de casa y, probar suerte como maletillas. Para ello, ataviados con la visera clásica de los toreros, el hatijo y unas alpargatas negras, salieron del pueblo con la intención de irse de capeas. Tendrían aproximadamente unos 13 años de edad y antes de salir no dejaron de pegarse en el pelo, la famosa coletilla de los toreros. Al no disponer de otro pegamento la coletilla se la pegaron con engrudo.

Caminaron a orillas de la carretera, llegando hasta el pueblo de Irura, la noche que años más tarde tanto le embriagó, se les echó encima. El miedo empezó a adentrárseles en su cuerpo juvenil, solos, hambrientos, sin casi dinero en sus bolsillos, decidieron de común acuerdo darse la vuelta y regresar a casa. De nuevo, unas horas caminando, cada vez la noche más oscura, ni siquiera unas pocas estrellas ni la luna Lorquiana hicieron acto de presencia.

Llegaron a casa terriblemente hambrientos, cansados y desalentados. Su familia llevaban buscándoles durante todo el día, así que en cuanto apareció mi padre, mi abuelo se soltó el cinturón propinándole una buena paliza.

Después, sentados a la mesa, mi padre continuaba con su visera. Su progenitor que tenía un carácter muy serio le dijo: -Tomás en la mesa no se cena con visera.- Mi padre no quería quitársela y, cuando al final le obligaron hacerlo, se quedaron estupefactos al ver la dichosa coletilla pegada. Trataron con todos los medios de arrancársela, pero el engrudo había calado tan hondo que no podían despegársela. Al final, mi abuela después de arduos intentos lo logró. Su castigo peor fue que le salieron por toda la cabeza un montón de pupas.

La aventura no llegó a su término, pero no por ello la afición a los toros siguió aumentando, hasta que llegó a pisar y torear en el coso de nuestro pueblo como buen matador de toros. Llegó a torear con el diestro Luis Miguel Dominguín. Era el 10 de octubre de 1943.

De aquella novillada, yo su hija, tengo un pequeño recuerdo, el beso de despedida de Dominguín en la estación de mi pueblo, cuando iba a tomar el tren con destino a Madrid.

SINOPSIS:

Es la historia de un padre cuyo motor principal en su vida, eran las tertulias nocturnas.

Aparte de sus tertulias estaba la gran afición por el mundo del toro, ambas llenaron su corta vida. En esta vida que nos regalan, tenemos que llenarla con algunas ilusiones, pues sin ilusiones y amor ¿Cómo vivirla?.

Quizás las necesitaba para olvidar lo efímero de la vida y aprovechaba sus noches para llenar su espíritu.

Lo dijo en varias ocasiones, «HASTA QUE ME MUERA O ENFERME SEGUIRÉ HACIENDO ESTA VIDA».

El amor a sus amigos y amistades fue otra de sus aspiraciones.

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