Me llamo María, tengo 37 años y hoy maté a mi padre.

Me temblaba el pulso y el teléfono se me cayó de las manos luego de decirle mis últimas palabras: “sos un hijo de puta”; más que como una puteada, como una revelación, un descubrimiento.

Pensé en no ir al velatorio, en ser consecuente con mis convicciones. Pero tendría que llamar a todos mis amigos y decirles que no se molesten en pasar; que yo estaba peleada con él y no tenía sentido ahora ir a despedirlo. ¿Acaso la muerte nos exime de todo aquello que hemos sido, que hemos hecho, que hemos dicho? ¿Acaso el vínculo de sangre con alguien nos da el derecho de atravesar todas las barreras posibles?

Decidí que faltar no era una opción. Todos se iban a preguntar dónde estaba; empezarían a dudar, a murmurar, a cuchichear.

Me probé distintas cosas pero nada me parecía apropiado. Lamenté no estar tan flaca como le hubiese gustado a él y ahí recordé cuando años atrás fui a buscar a mis hijos al colegio y en el medio del tumulto y griterío de niños recibí una llamada suya. Atendí y luego del saludo de rigor me dijo: querida, tenés que adelgazar. Recuerdo haberme quedado helada. ¿Era real esa llamada? Pesaba sesenta y cuatro kilos igual que ahora. Me sobran algunos, pero estoy lejos de ser obesa, de tener alguna enfermedad a causa de mi sobrepeso, de tener algo que pueda hacer que un padre te llame un lunes al mediodía solo para darte la orden: tenés que adelgazar.

Me puse lo que había desechado antes, un jean negro con una camiseta blanca, y salí.

Era un cuatro de octubre y la primavera se hacía desear. Un viento frío me golpeó en la garganta y me hizo toser. Entré al auto, prendí la calefacción y empezó a sonar el tema de Queen “The show must go on”. Pensé que si lo que estaba viviendo hubiera sido una película sería una escena muy bizarra, un cliché. Tarareé toda la letra pero la frase que más alto entonaba era: Does anybody know why we are living for? ¿Sabe alguien para que estamos viviendo?

Llegué a la funeraria. Ese pasillo largo siempre me hizo estremecer, ese olor a coronas nauseabundo, ese silencio sepulcral. A medida que avanzaba hacia la sala sentía que estaba en el túnel ese que cuentan los que volvieron de la muerte que uno transita en sus últimos suspiros; un paso adelante, un poco más cerca del final. Así me sentía hasta que me sacudí el cuerpo como los perros cuando están mojados y me puse en foco. Estaba viva y tenía que hacerme cargo, no era momento de flaquezas.

Un halo de luz que se filtraba desde la puerta semi abierta de la habitación donde estaba el cajón me llamó la atención y ahí la vi a ella. Su pelo estrictamente lacio, corto, justo a la altura de los hombros, ni un poquito menos, ni un poquito más. Su vestido negro, su saco con puntillas, sus numerosos anillos, sus taquitos de charol. Era Consuelo, su mujer, que lloraba en silencio. De vez en cuando emitía un gemidito suave, y decía “porqué te fuiste papá”, y cuando alguien la iba a saludar ni los miraba y se ponía en posición de rezo. La gente, incómoda, le palmeaba el hombro y seguía.

Así se decían ellos: mamá y papá. Estuvieron juntos treinta y cinco años. No la podía culpar por su desconsuelo, ni juzgar por su actitud. Sobretodo conociendo su personalidad. Hacía un tiempo había fallecido su madre que tenía ochenta y cinco años y cuando la fui a saludar para darle el pésame lloraba como una niña y decía “no quiero estar acá, no quiero estar acá”. Seguramente esa noche tampoco quería estar ahí, abrazando el cajón de su compañero de vida. Del hombre que en los últimos años prácticamente había compartido todo con ella porque estaba bastante distanciado de todas nosotras. Me refiero a mis tres hermanas y a mí. Dudé si acercarme a abrazarla. ¿Podría tener un momento sincero, de dolor mancomunado, me querría aunque sea un poquito, me entendería, me perdonaría? Seguramente no, habían pasado demasiados años sin ninguna muestra de cariño.

Capítulo 1. Sábados en familia

Cuando yo tendría ocho o nueve años, a finales de los 80, mi papá estaba en su apogeo económico. Nos pasaba a buscar los sábados al mediodía por casa con su Peugeot 505 celeste. Recuerdo verlo apoyado en la puerta del auto con su pelo engominado y su campera de cuero marrón que le quedaba pintada, impecable. Yo lo veía como algo impoluto, perfecto, inalcanzable. Lo primero que hacíamos era ir a alguno de los mejores cafés de la ciudad. El que más recuerdo era el que se llamaba “La lecherísima” que tenía las mejores baguette de pavita que probé en mi vida. Empezar así los encuentros con él era majestuoso, me sentía una sibarita. Estar con mi papá era el disfrute, el esparcimiento y los paseos. Después íbamos al videoclub a elegir un VHS, «La historia sin fin», «Pipi medias largas», «Los goonies». Todos peliculones que hacían que nuestros sábados fueran inolvidables. Antes nos pasábamos dos o tres horas jugando en los jueguitos electrónicos del centro. Sábado por medio nos quedábamos a dormir. Si no a la tardecita «nos devolvía» y otra vez se zambullía en su vida de entre semana sin ninguna obligación parental. No había matices, no era un régimen abierto. Lo que pasaba en la semana era cosa de mamá. Con él no se podía contar, tenía cosas importantes que hacer. Nunca fue a ningún acto escolar, ni nos vio cuando nuestros cumpleaños caían lunes, martes, miércoles, jueves o viernes.

Pero nuestras verdaderas panzadas de amor paternal las teníamos en enero. Nos llevaba a veranear a lugares hermosos: Brasil, Punta del Este, Pinamar. Aunque no era de llevarte de la mano al mar, ni jugar a la paleta, ni hacer castillos en la playa, vivíamos con él, Consuelo, la niñera y la madre de Consuelo durante treinta días. Eso sumaba, no estábamos solas, lo teníamos a papá. Y no a cualquier papá, al más guapo de todos, al más poderoso, tal vez eso de no agacharse a jugar con nosotras lo ponía en ese lugar.

Cuando todas crecimos y cada una formó su familia, durante mucho tiempo nos veíamos los sábados al mediodía en la casa de mi mamá. Las cosas entre ellos estaban bien, no tenían problema en compartir ese momento familiar con sus hijas y nietos. Mi mamá preparaba manjares con todo su amor. Carne al horno, batatas, choclo con salsa blanca, puré de manzanas. Y unos postres más exquisitos todavía. Mi papá hablaba mucho, contaba sus viajes, nos mostraba sus videos de buceo, opinaba de historia, y de muchas cosas más. Era un tipo culto. Pero también era un tipo soberbio. Ese tipo de personas que disfrutan de dar cátedra y no ponen en duda sus creencias. Poco permeables a la escucha. Recuerdo que una vez dijo que se aburría en muchas cenas con sus amigos porque éstos sabían mucho menos que él y eso lo ponía en una situación de poco “feedback”, nadie le parecía tan interesante. Se amaba exageradamente a sí mismo y a veces decía esas cosas que a uno lo hacían poner colorado. Una vuelta estuvo un rato largo, pero largo en serio, hablando de la descomposición de los átomos; algunos empezamos a levantarnos, nos fuimos a meter a la pileta porque era un día de muchísimo calor, y mi mamá quedó sola, haciéndole el aguante, simulando estar interesada en ese embrollo.

Algunos almuerzos comenzaron a fallar. Cuando hablábamos de política difícilmente teníamos una buena digestión. Era un tipo de derecha y además tenía sangre tana. Había sido menemista, le gustaba aclarar que “del primer gobierno”. Una vuelta habíamos viajado a esquiar a Las Leñas y coincidimos con el Riojano cuando era presidente. ¡La chochera que tenía mi viejo! Nos hizo acercarnos y darle un beso en las patillas. Ese fue el último invierno que esquiamos, después cayó en una malaria económica que duró unos cuantos años, así que no pudimos volver por mucho tiempo. Me acuerdo que de tan mal que estaba, él que era un abogado reconocido de la ciudad de La Plata, llamaba la atención porque andaba en un auto Dodge Coronado color ladrillo que le decíamos “El Schoklender” porque se lo habían confiscado a los hermanos de ese apellido. Siempre nos dio impresión saber que en ese mismo auto habían metido a sus padres en el baúl luego de asesinarlos a golpes. Pero llamativamente a mi papá lo tenía sin cuidado, no le avergonzaba manejarlo.

En ese tiempo fue cuando más pudimos acercarnos a él; eran los primeros años del 2000. Estaba con la guardia baja, tranquilo, endeudándose, y dejando de lado muchas cosas a causa de la falta de dinero. Pero fue su época más humilde y más humana. Fue la versión que más me gustó de mi papá.

Luego vinieron momentos de mayor pujanza económica, y junto con eso un mejor auto, viajes con Consuelo al Llao Llao de Bariloche, pago de deudas bancarias. Empezó a asomar la nariz y a arañar de apoco ese lugarcito de la sociedad platense que había tenido que abandonar. Su mujer nunca dejó el golf, pero él sí había dejado de hacer muchas cosas y estaba desesperado por recuperarlas.

Pero ocurrió algo que marcó un antes y un después muy severo en su vida. Él tenía algunos problemas no del todo certeros con el alcohol. Cuando tenía diez años, nos fue a buscar a mí y a una amiga a un cumpleaños; al llegar a la cochera Consuelo, que era la que manejaba, nos dijo que fuéramos a tomar el ascensor y subiéramos al departamento. Le hicimos caso, pero yo vi cómo ella lo ayudaba a salir del auto a él que a duras penas podía mantenerse en pie. No dije nada, ni siquiera a mi compañera de la primaria que pocas veces invitaba. ¿Habría visto ella lo mismo que yo?

En los almuerzos en casa de mamá se abrían dos botellas de vino, que las tomaba casi todas él. En la sobremesa al principio estaba jocoso, divertido, alegre; pero poco a poco se empezaba a transformar. Se le ponían los ojos colorados, lleno de venitas…y su actitud empezaba a cambiar, a ser más agresivo, más vehemente, más impredecible.Así y todo, en ese tiempo pasaba casi inadvertida su poca capacidad de ponerle freno a su consumo en momentos sociales.

Hasta que algo grave sucedió. En las vísperas de la navidad del año 2002, volvía de un asado con amigos y atropelló con su auto a una chica que iba en bicicleta. Estaba alcoholizado. Intentó seguir la marcha pero lo detuvieron y terminó en la comisaría. Me parece que fuera hoy cuando mi mamá me contó lo que había pasado y decía “ay dios mío, ay dios mío” sin parar, como una autómata, derrumbada en la escalera de su habitación. Vivimos horas de gran desasosiego ese día, sin saber realmente cómo estaba la chica, cuán herida, no teníamos información. Fue una de esas cosas que te pasan en la vida que te hacen pensar “esto no, esta mierda no la quiero cerca”, y todo lo que hasta ese momento te importaba deja de hacerlo, en un instante te parece que nada tiene sentido.Fuimos a la comisaría pero no nos dejaron verlo. De a poco conseguíamos datos de la ciclista hasta que certificamos que no era grave, que estaba bien. Cuando le dieron el alta del hospital festejamos, nos abrazamos, mis hermanas, mi mamá y yo.

Al día siguiente lo dejaron salir y lo fuimos a buscar, mi papá tenía una chomba de tenis amarilla que olía a una transpiración rancia. Cuando pasamos la puerta de la comisaría se tomó la cara con las manos y se largó a llorar. Fue la primera y la única vez que lo vi llorar. Quebrado, avergonzado. Estaba también su único hermano, apoyándolo en ese momento extremo. La esposa de él no estaba, esa mañana mi hermana le había cortado el teléfono porque ella insistía en que por favor recuperáramos una colchonetita que le había llevado al calabozo para que pasara la noche, porque era de una amiga. Eso era lo único que le repetía sin parar aun cuando no se sabía cuál sería la situación de mi papá, ni tantas otras cosas más. Mi hermana le dijo que si le volvía a hablar de la colchoneta le cortaba, y como ella lo hizo, colgó el teléfono. Ahí dice que se dio cuenta, como si vieras un elefante blanco paseando por tu jardín, que la mujer de mi viejo era una frívola demente.

Pasado un tiempo, volvimos a sufrir un episodio relacionado a mi papá, su auto y el alcohol. Una tardecita nos llamó su mujer desesperada diciéndonos que no volvía de un asado y que sus amigos le habían dicho que se había ido hacía rato. Salimos a buscarlo por todas partes, preocupadísimas por el antecedente. Luego de unas horas apareció en su casa totalmente borracho. Entramos con mi hermana Lucía a la habitación y no podía ni hablarnos, solo balbuceaba cosas incomprensibles. Al día siguiente volvimos para hablar seriamente con él. Nos sentamos en su estudio, él, Lucía y yo. Le dijimos que estábamos desesperadas y preocupadas por lo que le estaba pasando. En un momento me quebré y llorando le pedí que dejara de tomar. Se quedó impertérrito y hubo un largo silencio. Luego me miró yme dijo que lo iba a hacer,pero que yo le prometiera que iba a dejar el cigarrillo porque las personas que fumaban tenían una muerte dolorosa y que morirse ahogado debería ser espantoso. Nos dimos la mano en señal de promesa. Alguna vez le escuché decir que ese día, la mirada de “Blue Eyes” como solía llamarme, le había llegado al alma.

Comenzó un tratamiento con una psiquiatra. Al principio le dio un medicamento que le producía una descompostura tremenda si consumía cualquier bebida alcohólica. Después se la fue sacando y nunca jamás tomó ni siquiera para brindar.

Creo que eso lo volvió algo huraño, se alejó de muchas personas, dejó de concurrir a eventos sociales…ya no se reía tanto. Estaba tranquilo pero quizás, no del todo feliz.

Sinopsis

María confiesa que mató a su padre pero a partir de allí todo es confuso. Su mente le juega una mala pasada y hay cosas que no puede recordar. Se sumerge en un estado donde los recuerdos de su infancia se entremezclan con el presente y van revelando retazos de su vida aunque no los suficientes para predecir el trágico final de aquel suceso.

De todas maneras no parará hasta conseguir extraer de su memoria qué sucedió, por qué sabe que lo mató aunque no lo recuerda con exactitud. Durante ese proceso cautivará a los lectores quienes no podrán dejar de pasar páginas para descubrir la verdad.

¿María no tiene el perfil de una asesina, o si? ¿A todos nos podría pasar, de repente encontrarnos en un momento tan crítico de nuestra existencia? ¿Cuán fuertes son los lazos de nuestra familia? Estas y otras preguntas son las que todos nos haremos mientras disfrutamos de la opera prima de esta autora argentina.

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