El teleférico de su corazón le llevó a su sonrisa. Una sonrisa agrietada, desesperanzada, olvidada que, deshecha, deseaba volverse a dibujar en un rostro marcado por las lágrimas que corrían y desaparecían por su cara arrugada. Sus manos ásperas rozaron su piel joven y libre de cicatrices, de pasado. La risa de aquel bebé resonó en aquella humilde habitación de hospital donde no había más que alegría, euforia, felicidad…
Sus ojos, los diamantes más bellos que ella pudo ver en su arraigada vida chocaron con los ojos cansados y perdidos que la anciana cargaba con suplicio. El silencio calló las abundantes sonrisas y habladurías que impedían convertir ese momento en un recuerdo.
Las manos pequeñas, inexpertas y ansiosas se movieron frente a su rostro emocionado, y de nuevo las lágrimas quisieron caer y resbalar sobre sus arrugas. Los presentes observaban pacientes el encuentro entre los miembros de la familia más diferentes, a los desafortunados que la vida quiso poner demasiado tiempo de por medio.
La anciana le ofreció su mano, y él rodeó delicadamente el índice con sus dedos. Una sonrisa aún más amplia se dibujó inconscientemente en ambos rostros y ella, aún sabiendo que el tiempo apremiaba, se acercó lentamente al niño, le dio un sentido beso en la mejilla y triste, le susurró al oído:
“Mi historia ha acabado, y con ella te doy mi vida para que escribas una nueva, una propia. Seré el ángel que te guarde desde el cielo. Viste siempre esta sonrisa tan hermosa, aunque sé que muchas veces la perderás para encontrar una aún más fuerte, más amplia, más bella. Aprecia a tu familia, pues pronto sólo les tendrás a ellos, pero sobre todo mira por tus padres. Siempre te querrán, pequeño. Tan sólo acuérdate de mí, de hoy. Recuerda siempre que el día que naciste, empecé a cuidarte.”
Las lágrimas que brotaban de los ojos cristalizados de la anciana cesaron su eterna caída, y el rostro del bebé quedó inundado de tristeza. Ella destinó sus últimas lágrimas a un niño con tan sólo unas horas de vida. Le desterró sus últimos sentimientos.
Tan solo pudo quebrar el silencio un llanto ahogado que el bebé, como si supiera qué habían pasado, suspiró sobre los brazos inertes de la anciana.
Sí, yo también pienso que las abuelas deberían ser eternas.
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