ANHELOS DE MEDIANOCHE
Faltando diez minutos para las doce se veía que sería su cuarto triunfo consecutivo, íbamos 2 a 3 y ella había ganado las últimas 3 partidas. Supongo que intentó darme esperanzas y hacerme creer que podría ganarle fácilmente. Con razón sonreía y sonreía mientras ambos veíamos como increíblemente sacrificaba su reina en el primer juego; o como sacrificaba ambos caballos en dos jugadas seguidas en el segundo round.
Cuando ganó la primera de las tres partidas empecé a hacerle bromas estúpidas, estaba nervioso, estábamos apostando algo de dinero y a mí no me agrada mucho la idea de perder dinero, y menos en una partida de ajedrez. Me considero un buen jugador de ajedrez, me tomo mi tiempo para hacer las movidas. Pero Daniela no, desde la tercera partida empezó a demorar cada jugada, a pensarla, a meditarla y me di cuenta que retarla a unas partidas de ajedrez había sido un grave error; error que iba a pagar con 1000 soles al final de esta partida.
Ni siquiera las bromas la distraían, sonreía mientras se tapaba la boca con su mano derecha o izquierda, solía alternarlas quizá inconscientemente, no lo sé. Ni el whisky ni el vino tinto que traje después pareció amilanarla. No me malentiendan una cosa, no me molestaba la idea de que una mujer me ganase en el ajedrez, me molestaba la idea de que alguien me ganara una apuesta en mi casa.
Fui al baño sabiendo que ella no movería las piezas porque sabía que yo tenía memoria fotográfica, pero no fui a orinar, fui a lavarme la cara y tomar un poco de aire por la ventana que daba a la calle. Una mariposa amarilla estaba encima del papel higiénico que había rodado (creo) por el suelo y había dado a dar junto al murito de la bañera. Ver esa mariposa me desestabilizó, quizá fue eso sumado al vino lo que me hizo empezar a sentirme un poco mareado. De pronto empecé a pensarla, en por qué la había invitado precisamente a ella a mi casa. Vino como a las 8 y después de comer algo de pizza que pedimos, recién empezamos a jugar, la única salvedad era que ella no me había mirado a los ojos, no de esa forma que quería. No cabía en ella la idea de verme como algo más que un amigo.
Me enfurecí. Reventé la tapa de loza del tanque del inodoro y vi sangrar mi mano, de mis nudillos manaba la sangre genialmente. Salí a la sala y Daniela estaba parada con los ojos desorbitados mirando al pasillo por el cual yo aparecía. Había oído el estrépito y se acercó a mí. Preguntó si estaba bien, le dije que no, que quería besarla, que quería mirarla y acariciar su cabello lentamente con mis manos manchadas de sangre. Retrocedió y cayó al sofá. Furiosamente le asesté un golpe en el estómago, su rostro de dolor fue un golpe duro y sus lágrimas y gritos no fueron precisamente música para mis oídos. Le tapé la boca y le di otro golpe en el mismo sitio donde cayó el primero. De un mordisco arrancó mi dedo meñique y se apresuraba a morderme el pulgar, pero logré sacarlo a tiempo, me había arrancado la uña y una parte de piel se veía colgando del dedo, del cual ahora también chorreaba la sangre a borbotones. Me separé de ella y le di la espalda. Tonta idea, pésima idea. Llegó a la puerta, la abrió, corrió hasta la pista como perseguida por el demonio, y gritó a viva voz. Ya era más de medianoche y el encendido de las luces de colores se dejaba ver a través de las ventanas de mi sala.
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